sobre la escritura como tecnología y la tecnología como milagro

 

on writing as technology, and technology as a miracle

 

Daniel R. Esparza

 Columbia University

 

http://www.doi.org/10.5281/zenodo.7648785

 

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Recibido: 04 02 2021

Aceptado: 23 02 2021

Publicado: 30 03 2021

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Cómo citar este artículo

Esparza, Daniel R. (2020). Sobre la escritura como Tecnología y la tecnología como Milagro.

ASRI. Arte y Sociedad. Revista de Investigación en Arte y Humanidades Digitales. (19), 14-22.

 Recuperado a partir de https://revistaasri.com/article/view/4721

 



 


Resumen

 

En el Peri Hermeneias, Aristóteles sugiere una continuidad entre la letra escrita y la estructura misma de la voz humana. En este texto, propongo que tal continuidad entre lo técnico y lo natural revela una dimensión “milagrosa” de la actividad humana.

 

 

Palabras clave

 

Aristóteles, voz humana, escritura, milagro.

 

Abstract

 

In the Peri Hermeneias, Aristotle suggests a certain continuity between writing and the structure of the human voice. Here, I propose such continuity

 

between nature and what is deemed “technical” reveals a “miraculous” dimension of human activity.

 

Keywords

 

Aristotle, human voice, writing, miracle.


 

 

Introducción

 

Es cierto que, en algún momento, la tradición filosófica creyó posible prescindir del trazo escrito, entronizando así la palabra hablada. Sin embargo, en el Fedro, Sócrates no duda en admitir que, así como la gente hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o de grano, a él podrían llevarlo a cualquier parte simplemente agitando delante de él un discurso escrito (Platón, 2005, 425). Más aún, esta debilidad que Sócrates parece tener por la palabra escrita está precedida, en el mismo diálogo, por una declaración tan interesante como contundente. Dice Sócrates que “los paisajes y los árboles no tienen nada que enseñarme, pero sí, en cambio, la gente de la ciudad” (Platón, 2005, 425). En estas confesiones socráticas —uso la palabra confesión muy a propósito— uno no sólo encuentra la physis y la polis, la naturaleza y la ciudad, en abierto conflicto la una con la otra; también parece sugerir Sócrates que phōnē y gramma, sonido y texto escrito, son directamente equivalentes a la voz y a la escritura respectivamente, siendo el discurso escrito entonces una versión silente del habla hablada, un correlato de la palabra dicha, la presencia vicaria y posterior de la inmediatez original de la voz. El libro sería entonces la copia de una copia, si queremos entender la voz —al modo platónico— como la copia hablada de los estados no-hablados de la mente, aquellos pathemata a los que refería Aristóteles en el Peri Hermeneias. 

 

Sin embargo, estos pathemata, estos estados no-hablados de la mente, aunque evidentemente no son fonéticos, comparten con la voz un carácter particular. El discurso escrito es siempre, en última instancia, una compleja síntesis de voz, logos, estados mentales no-hablados y, finalmente, de gramma. Estas son distinciones que encontramos también en la Política de Aristóteles, donde leemos que “el habla es [ya] algo diferente a la voz” (Aristóteles, 1959, 11).

 

 

Desarrollo de la investigación

En la Política, el discurso racional no es una voz más —como si se tratase de una voz entre otras voces animales, no tan diferente del gruñido de una bestia, del ladrido de un perro o del gorjeo de un pájaro— sino que se distingue de estos otros sonidos porque es la única que puede considerarse propiamente como logos. Desde luego, la distinción de Aristóteles no es exclusivamente suya, y la misma tradición que siempre había creído posible prescindir del trazo escrito ha hecho esta distinción una y otra vez. Por ejemplo, en su ensayo Sobre el Lenguaje Como Tal, Walter Benjamin afirma que la naturaleza y las cosas son mudas, y que la voz humana es la traducción de esta mudez, ampliando así la brecha fonética que separa al hombre de la naturaleza. Pero el texto aristotélico pone en juego las muchas sutilezas encerradas en la palabra logos directamente en relación con la voz humana:

“La naturaleza, decimos, no hace nada sin una finalidad, y el hombre es el único animal que posee un habla racional [lógon de mónon anthropos exei ton zóon]. Ahora bien, la emisión de un grito es un signo de placer y dolor y, por lo tanto, se considera que pertenece a otros animales; pues hasta este punto ha llegado su naturaleza, es decir, a la percepción del placer y el dolor, y al poder de manifestarlos unos a otros. Pero el habla racional [o dé lógos] pretende explicar qué es útil y qué es dañino, y también qué es justo e injusto [kaì dikaíou kaì adikou]. Pues este don es la propiedad distintiva del hombre frente a otros animales [touto gàr prós talla zoa tois anthrópois idion]; es decir, que es el único que tiene percepción de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y cosas por el estilo” (Aristóteles, 1959, 11).

 

Si bien encontramos algunas afirmaciones similares en otras partes del corpus aristotélico, el hecho de que Aristóteles se ocupe del discurso racional humano en la Política no es un detalle menor. Este gesto no es ni un comentario marginal ocioso ni un descuido. Pero, como señala Agamben, cuando vuelve a abordar la cuestión de la significación lingüística en el Peri Hermeneias, al relacionar la voz hablada con los afectos [pathemata] del alma, y al definir las “marcas escritas” [graphómena] como símbolos [symbola] de eso que está en la voz [ta en te phōnē/ton en te phōnē], Aristóteles ya no está “meramente hablando de phōnē, sino que usa la expresión ta en te phōnē, lo que está en la voz” (Agamben, 2007, 9) Esta distinción puede parecer una mera sutileza filológica, pero no lo es. Se trata de una diferencia significativa, que no refiere a la mera inmediatez de la presencia del sonido en sí, sino a lo que está en esa inmediatez: hay algo más en esta inmediatez fonética, aunque la inmediatez fonética de la voz no está precisamente funcionando como medio de lo que sea que esté en la voz. Dicho de otro modo, no se trata de una teoría del lenguaje expresivista: la voz no es el medio a través del cual se transmite lo que está en la voz, sino que lo que sea que esté allí es una y la misma cosa con la voz misma. Es, en sentido estricto, in-mediata, no-mediada. Lo que hay en la voz informa —en el sentido estricto, metafísico, aristotélico de la palabra—, da forma a la voz misma.

Sin embargo, el carácter supuestamente metafísico (formal) de eso que está en la voz, ta en te phōnē, también es “natural,” según Aristóteles. Es decir, que lo físico y lo metafísico —el sonido es evidentemente un fenómeno de la physis, de lo físico, de la naturaleza— parecen encontrarse en el habla racional humana. Lo natural no es solo la voz en su presencia fenomenológica, audible. Su naturalidad se expande, por así decirlo, a lo que la naturaleza ha alcanzado, según Aristóteles, en el habla racional: la posibilidad de manifestar no solo placer y dolor —como hacen todos los animales— sino también dikaíou kaì adikou, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. Hay una especie de monismo lógico-fonético-natural en eso que hay en la voz. Esto supondría entonces que la posibilidad de distinguir lo justo de lo injusto sería, al menos en el ser humano, “natural,” porque su voz es la única capaz de hacer tales distinciones. 

Dejando de lado —por el momento— las complejidades éticas que de lo anterior se podrían desprender, la posición de Aristóteles supone que la voz no es un “medio” de nada. Esto es, que no es una especie de acomodo técnico-tecnológico de las posibilidades del aparato fonador humano al servicio de alguna otra cosa. Sin embargo, lo que hay en la voz no es algo “interno,” sino una presencia en la voz misma sólo distinguible de ella de la misma manera en la que podemos distinguir la “forma” del perro del perro mismo: por inferencia. El gorjeo del pájaro o el gruñido de la bestia pueden expresar placer o dolor, pero dado que lo que está en la voz humana comunica dikaíou kaì adikou, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto entonces, la pregunta no es otra sino qué es eso que está en la voz.

De nuevo: a diferencia de las voces inarticuladas de las bestias [phōnē synkechyméne], la naturaleza —que, repite Aristóteles, “no hace nada sin una finalidad” — ha hecho que la voz humana sea, a diferencia de la de las bestias, énarthros, articulada. Es esta articulación lo que haría entonces que la distinción entre justicia e injusticia fuese posible en el habla humana. En otras palabras, que el hecho de ser “articulada” es lo que hace que la voz humana sea racional, y el sello de esta racionalidad es, a su vez, la capacidad de hacer la distinción entre dikaíou kaì adikou. Así, renunciar a distinguir lo justo de lo injusto —aparentemente lo propio de nuestros tiempos de postverdad— implicaría el abandono de la propia racionalidad. Es esta articulación —la de la voz humana— lo que Sócrates encontraba no en paisajes y árboles sino solo en la gente de la ciudad.

 

La tradición filosófica, lo he dicho antes, a ratos ha considerado la escritura como inferior al habla. Sócrates dice, en en el Fedro, que escribir es “lamentablemente como pintar” (Platón, 2005, 565). Y aunque Sócrates, esta vez en el Filebo, forzosamente tiene que admitir que sólo un letrado puede conocer “las cantidades de los diferentes sonidos y sus propiedades” (Platón, 1975, 7) la escritura no es para él un asunto “natural” (por muy “sónico” que sea) sino una mimesis producida técnicamente. Es al mismo tiempo techné y poiesis; es, en resumen, un invento. Y al ser un invento, es también una ruptura en el continuo de la naturaleza. Si ya la misma voz humana es una especie de ruptura en el continuo de las voces de los animales (al ser la única entre ellas que es “articulada,” como explica Aristóteles), la escritura es entonces una ruptura de segundo grado: gramma sería entonces pura mimesis de la phoné humana.

Así, la articulación de la voz humana parecería ser una especie de salto cuántico en la naturaleza. Pero que la diferencia entre la voz humana y las voces animales sea sólo un asunto de “articulación” parece sugerir que lo natural y lo tecnológico, la physis y la techné, no son sino modulaciones diferentes de una misma cosa, en tanto lo humano sigue siendo obvia y necesariamente físico. Esto es lo que, en mi lectura, la expresión aristotélica ta en te phōnē, “lo que está en la voz,” quiere mostrar. Pero ¿qué es eso que está en la voz? La respuesta de Aristóteles es tan sencilla como sorprendente: grammata, letras. La voz humana está articulada por y en letras.

Pero incluso si consideramos la voz humana como un fenómeno natural más —y aunque sigamos la afirmación de Aristóteles a propósito de la continuidad natural de las letras y la voz humana, y aunque entendamos las letras como fenómenos “naturales”— la escritura es aún un problema. Una cosa es tener letras (“articulaciones”) en la voz, y otra escribir esas mismas letras. La escritura sería así contranatural. Sin embargo, quiero proponer que la letra es además algo sobrenatural, no sólo physis sino además thauma. Es una especie de “sorpresa” que nos da la naturaleza, nuestra naturaleza misma. Escribir sería una especie de taumaturgia: una intervención milagrosa, a la vez contranatural, supernatural, y natural. ¿Cómo pensar en el arte “milagroso” de escribir, en esta sorprendente ruptura natural de la naturaleza con respecto a la naturaleza misma?

En su Contra Faustum Manicheaum, Agustín explica que “no es impropio decir que Dios hace algo contra la naturaleza cuando es contrario a lo que sabemos de la naturaleza. Porque damos el nombre de ‘naturaleza’ al curso habitual y conocido de la naturaleza; y todo lo que Dios hace contrario a esto, lo llamamos ‘prodigios’ o milagros.” Unos años antes, en el 387, Agustín había ya escrito la primera definición teológica de “milagro,” en su De Utilitati Credendi: “Llamo milagro a todo lo que parece arduo o inusual, más allá de las expectativas o de las habilidades de quien se sorprende de ese mismo hecho.” Un milagro está, entonces, más allá de lo “esperable.” La definición de Agustín nos permite entender que lo milagroso es realmente contrario solo a lo que conocemos de la naturaleza, a lo que solemos “esperar” de ella, a lo que nos es habitual, conocido, “natural.” Así, quisiera proponer que la escritura no es contranatural, sino sólo una capacidad inesperada de la naturaleza misma. Así, la escritura sería el fenómeno que difumina los límites entre physis y techné, entre lo natural y lo artificial, entre la creación y la invención, entre la naturaleza y la agencia humana.

Así, la relación entre sonido y gramática —y la supuesta brecha existente entre ambos, la separación del símbolo y el símbolo del símbolo, de la mimesis y la mimesis de la mimesis— parece derivar en la pregunta, por ejemplo, sobre la capacidad de escritura de las voces de los animales ¿Podríamos en efecto escribir el gorjeo de las aves, más allá de su mera representación onomatopéyica? Las letras que Aristóteles ve en la voz humana son un milagro, sí, pero precisamente porque son también un fenómeno natural, como podríamos suponer que diría Agustín.

 

Aristóteles considera la voz humana como símbolo de la experiencia mental, y a la palabra escrita como simplemente el símbolo de la palabra hablada. La gramma se entiende entonces como la copia de una copia, tal y como la pintura es considerada en la literatura platónica. La escritura y la pintura comparten la misma suerte, ya que ambas son inscripciones. Pero si vamos a tomar en cuenta seriamente lo que Agustín dice sobre los milagros, entonces el arte y la escritura se convierten en inscripciones técnicas de lo natural sobre lo natural: se trata de la naturaleza afectándose a sí misma a través de un proceso tecnológico que no deja de ser, por definición y en sentido estricto, también natural. Considero que esto es importante no sólo porque nos permite pensar en qué se supone que hacemos al escribir, sino porque reflexionar sobre una de nuestras formas más inmediatas y cotidianas de tecnología —la escritura— como naturaleza actuando sobre sí misma podría arrojar luz sobre nuestra comprensión de lo técnico en general, no separando nuestra actividad de la actividad de la propia naturaleza, sino entendiéndonos a nosotros mismos —y a nuestra actividad técnica— como actividad de y en la naturaleza. Si bien solemos pensar que la tecnología, la invención, y la naturaleza son incompatibles, esta aproximación a la tecnología que es la escritura nos permitiría apuntar hacia una sensibilidad técnica más próxima a su propio ser inmediatamente físico, natural. En otras palabras, a entender nuestra actividad técnica como necesariamente en continuidad con la naturaleza, y no como una ruptura inevitable con ese continuo.

Intentemos ver más de cerca esta supuesta “sorpresa” (thauma), este “milagro.” Quiero sugerir que el paso de la voz inarticulada de la bestia a la voz articulada del hombre es también un paso que va de la physis (la naturaleza) a la polis, la ciudad —en efecto, esta sería la razón por la que Aristóteles incluye una breve reflexión sobre este tema en su Política, y no sólo en su tratado sobre la interpretación—. Es decir, que la naturaleza misma es responsable de que la voz articulada del humano (phōnē énarthros) sea además phōnē engrámmatos (Aristóteles, 1962, 115) “vox quae scribi potest,” la voz que se puede escribir (Agamben, 2007, 9), que puede crear registro y, en ese sentido, una memoria compartida. Este carácter naturalmente gramatical de la voz humana sería entonces la condición de posibilidad de la vida política, de la vida en la ciudad, y, en última instancia, de cualquier tipo de cosmopolitismo. Si decidimos seguir el razonamiento de Agustín en el De Utilitati Credendi, podríamos decir que esto es precisamente lo que no sabíamos sobre la naturaleza: que lo político se deriva de ella. El movimiento aparentemente contranatural de la escritura sería en realidad un fenómeno natural más que, como señala Agustín, solo estaba más allá de nuestras expectativas.

Así, naturaleza y política aparentemente confluyen en una sola categoría: lo político es posible porque la voz articulada del humano puede ser escrita. Es decir, que lo político es, para el ser humano que habla y que escribe lo que habla, lo que el gorjeo es para el pájaro. En una de sus notas preparatorias para sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia, Walter Benjamin lo dice tanto más bellamente: 

“El mundo mesiánico es el mundo de la actualidad total e integral. Solo en él hay historia universal. Lo que hoy se conoce con el nombre de historia universal sólo puede ser una especie de esperanto. Nada puede corresponderle mientras no se aclare la confusión originada en la Torre de Babel. Presupone el lenguaje al que debe traducirse íntegramente todo texto de una lengua viva o muerta. O más bien, él mismo es este lenguaje; no en su forma escrita, sino celebrado festivamente. Esta celebración no conoce ritos ni cantos de celebración. Su lenguaje es la idea misma de la prosa, que todos los humanos entienden, así como el lenguaje de los pájaros es entendido por aquellos nacidos en domingo (Sonntagskinder)” (Benjamin, 1972, 1239)

Una de las preguntas que se sigue de juntar elementos tan aparentemente diferentes como la política y el cantar de los pájaros —uno podría imaginarse a los Sonntagskinder de Benjamin como una especie de portento tanto para las aves como para los humanos, el ejemplo último de traducción “de toda lengua viva o muerta” — tiene que ver con la razón por la que Aristóteles incluiría lo escrito —gramma— como uno de los cuatro elementos hermenéuticos en su De Interpretatione. En realidad, gramma es el cuarto elemento que cierra el círculo de la interpretación lingüística, junto a la voz [phōnē], los afectos del alma [pathemata], y las cosas que provocan tales afectos [pragmateías] ¿Qué es aquello que une entonces a lo político con el canto de las aves —esto es, al mundo de los hombres con el mundo de la naturaleza— y que los diferencia al mismo tiempo, como reconociendo sus especificidades? En otras palabras ¿Qué es aquello que nos permite reconocer la continuidad entre nosotros mismos y la naturaleza, sin colapsar lo uno en lo otro? ¿Qué es lo que nos permite entender la dignidad de lo humano sin menoscabo de la dignidad de la naturaleza? 

Agamben afirma que los filólogos y gramáticos de la Antigüedad vieron en la gramma “no sólo un signo, sino también un elemento [stoicheion] de la voz” (Agamben, 2007, 9). Esto, después de haber visto que Aristóteles dice lo propio, no es ninguna sorpresa. La letra —prosigue Agamben— “es lo que siempre preexiste en el foso que separa phōnē y logos, la estructura primordial de significación.” En términos más sencillos, la voz humana, al ser siempre phōnē engrámmatos, “la voz que puede escribirse,” preexiste como escrita. Es decir, que la voz humana es siempre, en primera instancia, una voz que “ya está escrita” de antemano, hecha (de) letra. Este carácter escrito preexistente de la voz humana sería entonces la propiedad exclusiva, distintiva, del ser humano. San Isidoro de Sevilla, en el Libro I de sus Etimologías, dedicado íntegramente a la “disciplina y arte de la gramática”, hace una interesante —y muy similar— afirmación al respecto.

En el número II del Libro I, Isidoro pasa a enumerar las siete artes liberales: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, música, geometría y astronomía. La gramática, siendo la primera de la lista, es definida como “maestría al hablar.” Es una definición que uno podría quizá considerar más adecuada para otra disciplina, la retórica, que en cambio es descrita como “la más necesaria en los procedimientos públicos debido a la fluidez de su elocuencia” (Isidoro de Sevilla, 2004, 265) El hecho de que la gramática sea definida aquí como “maestría en el hablar” —en lugar de en términos de sintaxis y morfología— es, por decir lo mínimo, curioso. Pero es aún más sorprendente que, justo después de enumerar las siete artes liberales, Isidoro inmediatamente empieza a hablar sobre las letras del alfabeto.

“Las letras comunes del alfabeto son los elementos primarios del arte de la gramática y son utilizadas por escribas y contables. La enseñanza de estas letras es, por así decirlo, la infancia de la gramática, por lo que Varrón también llama a esta disciplina “alfabetización” (litteratio). En efecto, las letras son señales de cosas, los signos de las palabras, y tienen tanta fuerza que las expresiones de aquellos que están ausentes nos hablan sin voz, [porque presentan las palabras a través de los ojos, no a través de los oídos]. El uso de las letras se inventó para recordar cosas, que están atadas a las letras para que no se deslicen en el olvido. Con tanta variedad de información, no todo se puede aprender con el oído ni retener en la memoria. Las letras (littera) se llaman así, como si el término fuera legitera, porque proporcionan un camino (iter) para quienes están leyendo (legere), o porque se repiten (iterare) en la lectura.” (Isidoro de Sevilla, 2004, 269)

El principal argumento de San Isidoro es, entonces, que las letras son los elementos primarios del arte de la gramática; y la gramática es un arte que ya él mismo ha definido como “maestría,” o “habilidad” en el hablar. Es decir, que la relación entre letras y habla es inmediata, como si todo acto de habla humana fuese inapelablemente una lectura en voz alta. La idea que Isidoro tiene de la relación entre voz y letra no está lejos de la phōnē engrámmatos de Aristóteles, y parece otorgar si no cierta preexistencia de la letra sobre la voz al menos sí apunta a su preponderancia no sólo sobre la voz sino incluso sobre las cosas, que estarían “atadas a las letras para que no se deslicen,” como naturalmente lo harían, “en el olvido.” La letra es así entonces condición de posibilidad no sólo de la voz (y del buen discurso) sino además de la memoria de las cosas.

 

 

Conclusión

 

No son pocos los filósofos contemporáneos que también han señalado que la escritura nunca ha sido sólo un simple “suplemento” y que, si lo fuese, sería de todos modos urgentemente necesario construir una nueva lógica de dicho “suplemento,” considerando que la tesis aristotélica puede ser otro caso más de logocentrismo, “una extensión de la fonografía y de todos los medios para conservar el lenguaje hablado, para hacerlo funcionar sin la presencia del sujeto hablante.” (Derrida, 1997, 10). Aunque parezca una exageración, el riesgo principal del logocentrismo es su tendencia a entender al sujeto hablante como una especie de instancia de un pretendido logos general. Se trataría de una comprensión literalmente mediática del sujeto humano, que le convierte en medio y no en fin en sí mismo, erosionando su autonomía, entendiéndolo como una manifestación de un fenómeno supra-humano o, al menos, supraindividual; esto es, como una función de un sistema. Pero, aún así, lo importante de la expresión aristotélica —“lo que está en la voz”— es precisamente la forma en la que la idea de la voz humana —y, consecuentemente, de la palabra escrita— como mero medio es descartada de plano. Escribe Derrida (1997, 9):

 

Decimos “escritura” para referirnos a todo lo que da lugar a una inscripción en general, sea literal o no e incluso si lo que distribuye en el espacio es ajeno al orden de la voz: cinematografía, coreografía, claro, pero también la “escritura” pictórica, musical, escultórica. También se podría hablar de escritura atlética, y con mayor certeza aún de escritura militar o política en vista de las técnicas que gobiernan esos dominios hoy […] También es en este sentido que el biólogo contemporáneo habla de escritura y de pro-grama en relación a los procesos de información más elementales dentro de la célula viva.

 

El carácter amplio que Derrida concede a la escritura —o, al menos, a nuestro uso común de la idea de “lo escrito” — parece estar de acuerdo con la lectura que Agamben hace de Aristóteles a propósito de la preexistencia del carácter escrito de la letra: lo “escrito” (en general) es más que lo escrito (en el sentido literal). Pero esto obliga plantear una pregunta más: ¿dónde —si es que podemos pensar en un dónde— preexiste la letra? Esta pregunta es, en última instancia, una pregunta sobre el sujeto hablante-escribiente-pensante. Esto es, una pregunta sobre la subjetividad humana como actividad auto-reflexiva ¿Dónde ocurre esta actividad? ¿Cómo se escribe uno a sí mismo? ¿Cómo puede ser uno el escriba de su propio sujeto hablante? 

 

Mientras una respuesta típicamente reduccionista podría decir —en una especie de parodia de lo que la ciencia ha entendido claramente como una metáfora— “en el pro-grama de la célula,” como si se tratase de un asunto de memoria filogenética, la clásica respuesta agustiniana apunta más bien a la confesión. Confesar implica construir un relato articulado de sí mismo. Pero según Agustín, esta construcción se hace “no con palabras y sonidos de la lengua solamente, sino con la voz de mi alma y de mis pensamientos que claman a ti” (Agustín de Hipona, 2009, 202) para “recordarme que vuelva a mí mismo” (Agustín de Hipona, 2009, 139). Incluso para Agustín, la letra que preexiste en lo que él llama “la voz del alma” y en “los pensamientos que claman a Dios” es la condición de posibilidad de la interioridad humana. En ese sentido, la escritura es la recolección —el “recuerdo”— de sí mismo en una articulación —interna, externa, poco importa— hablada con cualquier lengua, sea la de la boca o la del alma.

 

El Filebo reconoce que la escritura es a la vez una especie de recordatorio —la escritura tiene un evidente carácter mnemotécnico, y ha sido notoriamente considerada como una especie de prótesis que potencia la facultad natural humana de la memoria— y la puerta del olvido. En efecto, Platón acusa a la escritura de ser un invento que “sólo estropearía la memoria de los hombres y les quitaría la capacidad de entender” (Platón, 1975, 35) una especie de sucedáneo de la voz hablada. A diferencia del caso de Isidoro, que celebra con alegría “el uso de las letras que se inventó para recordar las cosas […] para que no se deslicen en el olvido,” el Filebo entiende la letra como una especie de ruina, un monumento construido para recordar las glorias pasadas de la volátil voz hablada. El texto es apenas lo que queda del momento fonético original. Es testimonio de la supuesta discontinuidad entre naturaleza y técnica.

 

Sin embargo, Filebo —no el diálogo, sino el personaje del diálogo— insiste en que las tres mejores cosas para todos los animales son el regocijo (to chairein), el placer (hedonē) y el disfrute (terpsis). Esto parece ser revelador. El uso de la palabra griega terpsis introduce, así sea tangencialmente, una referencia mítica que nos permite relacionar el disfrute con la memoria, tan vital para la recollectio de sí mismo que constituye la interioridad a la que apunta Agustín. Mnemosyne no solo es madre de Terpsícore (terpsis no se traduce únicamente como disfrute, una de las tres cosas que Filebo reconoce como esenciales, sino también como danza, una actividad totalmente física). Es también madre de Calíope, la musa de la escritura. Casi pareciera ser que la escritura, al ser hermana de la danza, fuese una actividad tan física (y divertida) como ella. En efecto, es innegable que la escritura es también una actividad física. La pregunta a propósito de dónde preexiste la letra debe responderse entonces diciendo, con Agustín, “en el cuerpo y el alma que, naturalmente, confiesan.”

 

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

(Todas las traducciones de las fuentes inglesas y alemanas son del autor)

 

Agamben, Giorgio (2007). Infancy and History, Verso Books.

Agustín de Hipona (2009). Confessions, Signet Classics.

Aristóteles (1959). Politics. Harvard University Press.

Aristóteles, (1962). The Categories, On Interpretation, Prior Analytics. Harvard University Press.

Benjamin, Walter (1972). Gesammelte Schriften (eds. R. Tiedemann and H. Schweppenhaüser), Frankfurt am Main: Suhrkamp.

Derrida, Jacques (1997). Grammatology. Johns Hopkins University Press.

Isidoro de Sevilla (2004). Etimologías. Biblioteca De Autores Cristianos.

Platón (2005). Euthyphro, Apology, Crito, Phaedo, Phaedrus. Harvard University Press.

Platón (1975). Philebus. Clarendon Press.

 

 

 

 

 

 

BIO

Daniel R. Esparza (Caracas, 1978) es licenciado en Historia del Arte por la Universidad Central de Venezuela. Obtuvo su primer máster en filosofía en la Universidad Simón Bolívar (Caracas), su segundo máster en filosofía en la New School for Social Research (NY) y actualmente cursa estudios doctorales en el departamento de religión de la Universidad de Columbia (NY), escribiendo un estudio comparativo sobre la noción de perdón en Agustín, Kierkegaard, y Arendt. Ha publicado artículos en Italia, España, Perú, y Venezuela, y sus contribuciones han sido incluidas en dos libros hasta ahora: A critical philosophy of law, peace and religion (Springer, Nueva York) y Perplexed Religion (Observatori Blanquerna, Barcelona).