EL SUJETO FEMENINO
COMO OBJETO SURREALISTA: LEE MILLER
THE FEMALE SUBJECT AS A
SURREALIST OBJECT: LEE MILLER
Noemí Díaz Rodríguez
Universidad de Oviedo
http://zenodo.org/10.5281/zenodo.7644129
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Recibido: 05 11 2021
Aceptado: 16 11 2021
Publicado: 22 12 2021
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Cómo citar este artículo
Díaz Rodríguez, N. (2021). “El sujeto femenino como
objeto surrealista: Lee Miller.
ASRI. Arte y Sociedad. Revista en Arte y Humanidades
digitales. (20). 25-35.
Recuperado a
partir de https://revistaasri.com/article/view/4733
Resumen
Este artículo propone una reflexión sobre la
vanguardia surrealista, sus prometedores cambios y modernización, en cuanto al
mundo femenino se refiere.
Palabras clave
Surrealismo, mujeres, artistas, Lee Miller, Man Ray.
Abstract
This article proposes a reflection on the surrealist
Avant grade, its promising changes and modernization, as far as the female
world is concerned.
Keywords
Surrealism, women, artist, Lee Miller, Man Ra
La
costumbre del arte es que mire a la mujer.
Lee
Miller (1907-1977)
1. Introducción
La historia de la humanidad se ha
confeccionado como un relato honorífico hacia los vencedores en terreno
político, económico, cultural y social. Estos dos últimos ambientes resultan
los más desfavorecedores para las mujeres, cosificando y maquetando sus vidas
cual reloj pautado.
El arte permite investigar esta situación de
manera evolutiva a la par que contradictoria. En el imaginario popular, el
mundo artístico presenta un carácter trasgresor, progresista e, incluso,
libertador, no por ello exento de críticas. Sin embargo, este espejismo no
concuerda con el anacrónico el modelo femenino, todavía protagonista
indiscutible de las grandes obras, en detrimento del porcentaje de artistas
expuestas. Gracias a la metodología de género, la balanza histórica aspira a
una herencia menos sujeta a los pseudónimos, las apropiaciones y los nombres
olvidados.
El presente artículo expone este hecho por
medio de un caso concreto del nuevo arte del siglo XX, la fotografía, como el
terreno creador que atribuye a la mujer su condición de musa por
excelencia.
2. Las musas dolientes de la vanguardia
El
siglo XX suele presentarse como un exponente de la modernidad, las concesiones
ideológicas y la ruptura con el arte anterior. No obstante, la verdadera
revolución de esta centuria se encuentra entre bambalinas, al igual que sus
ejecutoras, es decir, las mujeres.
La
figura femenina se codifica como un ente ajeno a su propio cuerpo y decisión.
Ambas cuestiones son predeterminadas por el sexo masculino, los patrones
históricos y una cultura de dominación hegemónica. En otras palabras, la mujer
es antes “objeto” que “sujeto”, con finalidades claras e inamovibles. Todos los
ámbitos vitales se confeccionan bajo estos parámetros, lo que teje una
estructura de poder apropiada para el sexo opuesto y alumbra el patriarcado.
Inclusive, aquellos ámbitos hogareños, vivamente definidos como femeninos,
tampoco son ajenos a esta actitud, por el contrario, la alimentan aún más. Así,
la entrada de la mujer en “un mundo nuevo”, es decir, laboral, es complejo,
masculinizado y supone, paradójicamente, un paso más hacia la desigualdad de
género, con más ataques y reproches.
El
mundo artístico del siglo XX se autoproclama como el momento de colisión entre
esta retardataria normatividad y los aires de cambio, pero no siempre se cumple
la lista de avances prometidos. Ya sea en pintura, escultura, arquitectura,
pocos son los nombres femeninos que proliferan y un porcentaje de éstos lo
consiguen bajo condiciones que denigran su capacidad como artistas
independientes. De esta forma, las pioneras quedan desprovistas de su título
original, son menos estudiadas por las sucesivas generaciones y finalmente
olvidadas en la amnesia colectiva.
A
nivel fotográfico, la panorámica resulta más contradictoria que alentadora: “[…]
la fotografía […] se manifestó como una disciplina artística potencialmente
favorable a las mujeres, quizá por las cualidades manuales requeridas.” (Carabias
Álvaro y García Ramos (2014, s/p). Estos primeros trabajos, de índole menor, se
refieren al retoque y revelado fotográfico, labores que no requerían de una
fuerza física considerable. Por tanto, hablamos de un ámbito laboral
confeccionado en según unos roles de género preestablecidos. En función a los
mismos, la mujer es vetada en algunos casos, conforme nos adentramos en
trabajos masculinizados, como son los reportajes bélicos, al presuponer unos
resultados visuales afeminados. Stéphany Onfray (2017, 13-38) guarda una opinión más amable sobre
estos inicios fotográficos, donde las mujeres emplean el retrato como método de
examinación y reivindicación visual, al compaginar su trabajo con el
aprendizaje del daguerrotipo, siendo modelo y fotógrafa a la vez.
Inicialmente,
es de esperar un mayor avance por parte de mujeres pertenecientes a clases
sociales altas, con un estatus económico más favorable. No obstante, la
biología se vuelve un condicionante a todos los aspectos. Aquellas que acceden
por otros medios, fundamentalmente familiares, se exponen a una falta de
apoyos, críticas bajo el argumento de la meritocracia o cuestionamientos sobre
su condición y deber como mujer. Al fin y al cabo, la inserción laboral
femenina provocaría su independencia económica y, con ella, la primera brecha
hacia la igualdad de géneros.
Toda
esta situación también afecta a los derechos de autor. Sus nombres se ven
sustituidos por pseudónimos masculinos o directamente asociados al apellido
paterno o conyugal (Muñoz-Muñoz y Barbaño
González-Moreno 2014, 41). Esta suplantación de identidad, propia de finales
del siglo XIX, es la punta del iceberg para futuras fotógrafas del XX,
reducidas a meras musas y cuya firma se ensombrece (en ocasiones, incluso, se
usurpa) tras el nombre del artista con quien comparten una relación
sentimental. Además, el ambiente laboral continúa degradándose en el día a día.
Para
este artículo, observamos esta situación vanguardias históricas y, más
concretamente, en la órbita surrealista. El surrealismo hace gala de su propio
nombre al participar en un juego ambiguo de forma extremadamente sibilina. Escenario
para nuevas formas artísticas y de expresión (collage, ready-made,
performance), carecen de un equilibrio entre la modernidad que proponen y las
conductas personales de cada artista. Si bien es cierto que son los años del
libertinaje sexual, con las leyendas de Georges Bataille
o la troupe de Mougins[1],
sus protagonistas son ambiguos y continuadores de los roles de género de la
época. De hecho, el propio Manifiesto surrealista de Bretón, parece defender a
una agrupación de hombres y mujeres (éstas últimas en inferioridad,
primeramente, numérica) que confiesan su gusto por romper con lo establecido.
No obstante, su redacción desprende el imperativo tono patriarcal de la época.
“Queriendo hacer una declaración de intenciones del surrealismo, lo hace
también del surrealismo como sustantivo masculino […] La estrategia del hombre
surrealista es la separación entre los géneros.” (Torrent 1996, 159).
Esta
discriminación de sexos tiene otras manifestaciones dentro del marco
surrealista. Por un lado, el cuerpo femenino se emplea como unidad temática
casi exclusiva de sus lienzos. Lejos de ser un tributo, resulta destrozado,
mutilado y nunca completo (fig. 1), salvo que venga acompañado de una figura
masculina o representado según el arquetipo ideal. La mujer real y concreta no
es digna, sino que debe ser perfecta, imaginada y diosa. Un prototipo ficticio
que, sin duda, se ha globalizado gracias a la reproducción mecánica de las
imágenes. Cualquier visión al margen es sospechosa y maligna, rápidamente
vinculada al término de femme fatale.
Figura 1.
Salvador Dalí (1926). La miel es más dulce que la sangre. Óleo sobre
madera, 36x44 cm. Colección privada.
Por
otro lado, los surrealistas se entrelazan más allá de las relaciones
artísticas, y el lado femenino de la ecuación torna a su visión como
objeto-pasivo-observado, es decir, musa, y algunas nunca regresan a su
situación de sujeto-activo-creador. Jacqueline Lamba, Dora Maar,
Leonora Carrington, Kay Sage y Remedios Varo, serán reducidas al título de
“pareja de” André Bretón, Pablo Picasso, Max Ernst, Yves Tanguy y Benjamin Péret, respectivamente.
Bajo esta designación, los méritos personales se olvidan.
En
fotografías y pinturas, la mujer posa ante “el” artista y sólo algunas
afortunadas subvierten su condición de modelo hacia el siguiente escalón,
nuevamente simplificado, como ayudantes de laboratorio. De igual modo, aquellas
que consiguen salir de este laberinto se enfrentan a la vengativa surrealista,
propia del tipo de “amor” que este grupo de artistas concebía, totalmente
tóxico y sacrificado. Es el caso de la fotógrafa Lee Miller.
3. Lee Miller
Elizabeth Miller nace el 23 de abril de 1907
en la pequeña ciudad estadounidense de Poughkeepsie (Nueva York), en el seno de
una familia humilde. Su padre es aficionado a la fotografía, lo que vincula a
la joven Lee con el mundo del modelaje, en las improvisadas sesiones de su
progenitor. Es observada como una mujer adulta, impidiéndole reconocerse así
misma en cada imagen.
Esta distorsión del cuerpo se convierte en
negación a los siete años, cuando es víctima de una agresión sexual por parte
de un conocido de la familia. Sumado a otros incidentes traumáticos, como la
pérdida de un primer amor infantil apenas unos años antes, sumergen a la
pequeña en varias charlas y tratamientos psiquiátricos. El fin último es una
convicción errática sobre la inexistencia del vínculo amor-sexo. Con estas
premisas, puede establecerse la idea de una infancia difícil, confusa y
definitoria para sus futuras relaciones y su manera de gestionar los
sentimientos. En su obra Lee Miller. El ojo del silencio, Marc Lambron expresa esta frustración de una manera
terriblemente acertada: “Lee buscaba desesperadamente el momento en que la
vergüenza enterrada se convirtiese en aceptación.” (2001, 220)
La búsqueda de libertad codifica a una
adolescente rebelde, expulsada de varios colegios y con el deseo de olvidar
todo el pasado. De esta manera, Lee regresa a lo único que conoce y le hace
sentir en casa: el modelaje, la escenografía y, por tanto, la fotografía. Para
ello, se instala en Nueva York con la intención de estudiar esta vertiente
artística desde el ojo creador. No obstante, su belleza la convierte en la
modelo predilecta de Vogue y Vanity Fair por mediación del propietario de ambas revistas, Condé Montrose Nast, quien le salva de un atropello. Nuevamente, el cuerpo
de Lee es observado y ella todavía no se reconoce en él.
En
1929, la ya veinteañera es más astuta y aprende a escondidas el oficio desde el
otro lado del objetivo. Cansada de ser un objeto visible desde su infancia,
llega a París en verano, donde el marcado acento surrealista brilla en cada
esquina. Ya sea por suerte o por desgracia, parece que ese clima absorbe a
quienes ansían sanar sus traumáticas experiencias. No es de extrañar que Miller
se precipitase a tal abismo con intriga.
Por
aquel entonces, Emmanuel Radnitzky, denominado como
el hombre rayo por sus rayogramas, es decir, Man Ray,
se encuentra en las mismas calles francesas sin intención de contratar a un
ayudante de laboratorio, pero la insistencia de Lee es más fuerte. Por
necesidad económica, Miller mantiene el modelaje con George Hoyningen-Huene
y Horst P. Horst, un peligroso juego que provoca celos en la cámara de Ray,
hasta conseguir el título de musa exclusiva de su mentor. Es entonces cuando
sus retratos ejemplifican la situación mujer-surrealismo anteriormente
mencionada, primeramente, con todas las partes de su cuerpo unidas,
fraccionadas por desnudez y reconvertidas en objetos eróticos (véanse fig. 2 y
3).
Figuras 2 y 3. A
la izquierda: Man Ray. Lee Miller au collier. (1929-1932). Fotografía. A la derecha: Man
Ray. À l’heure de l’observatoire,
les amoureux. (1934). De la serie Les amoureux. ©
Man Ray / ADAGP.
Fotografía junto a su pintura
(superior) que da título a la serie.
A
partir de aquí, la imagen que nos llega de Miller varía, pero una vez más,
todas las propuestas emanan de su condición de mujer como un objeto al que
retratar. No existe la mutilación ni la humillación, porque todavía están
enamorados. Un amor surrealista, contradictorio y, en prácticamente todos los
casos registrados, caduco.
Es
una mujer que comienza a conocerse a sí misma, observada hasta ese momento por
todos los hombres de su vida. A inicios de la década de los treinta, alquila un
piso propio y establece allí su primer estudio en solitario. Inmersa en el surrealismo,
lo aprovecha en sus retratos y fotografías de moda. Ahora es ella quien domina
al modelo. Es decir, su andadura profesional únicamente prolifera al ejecutar
el mismo mecanismo que la oprime.
Entre
1932 y 1934, Lee abre su propio estudio fotográfico en Estados Unidos y conoce
a Aziz Eloui Bey, del que
se enamora durante los últimos días de su relación con Man Ray. En apenas unos
meses contraen matrimonio y se mudan a El Cairo, donde apenas emplea la cámara.
Lee comienza a sentir sus alas atadas de nuevo. Todos estos hechos, trasmiten
una imagen de Miller como una mujer absorbida por el surrealismo, apasionada y
un poco caótica. Con la misma inmediatez comprende que toda su vida ha
trascurrido en una gran jaula de cristal. A partir de ahora, se dejaría guiar
por sus impulsos, no tanto por su corazón y, en caso de que éste entrase en
escena, sería bajo sus condiciones. De esta forma, el verano de 1937 pone rumbo
a su querido París, donde se reencuentra con viejas amistades. La ciudad de las
luces alumbra un nuevo romance con Roland Penrose, en un momento en el que su
relación con Aziz era prácticamente inexistente, pese
a continuar legalmente casados.
De
nuevo, la relación avanza vertiginosamente y, en apenas unos meses, ambos se
mudan a Londres, donde la fotógrafa puede establecer, por primera vez, su
trabajo de manera independiente. Tal es así que, durante la Segunda Guerra
Mundial, recupera su trabajo para Vogue y realiza las primeras fotografías de
moda entre los escombros de los bombardeos. Ese escenario, paradójicamente, el
mayor momento de liberación para Lee. Se dedica a pasear por las calles de la
capital británica y fotografiar a sus gentes, sus sentimientos y los sucesos
del día a día. En otras palabras, descubre el poder del fotoperiodismo, un
trabajo tremendamente masculinizado y, más aún, lo relativo al reportaje
bélico. Pese a la reticencia existente por ser mujer, Miller consigue el pase
corresponsal de guerra por la US Army.
Nuevamente,
huye de todo lo que le rodea y regresa al único lugar donde empezó todo. Desde
la capital francesa, los últimos años de la guerra suponen una libertad laboral
para Lee. Acreditada por Vogue, cubre los campos de batalla, los heridos, los
bombardeos, la Liberación de París. Grandes testimonios de época que rompen los
esquemas de la revista, al ser colocados entre sus páginas protagonizadas por
elegantes vestidos.
Sin
embargo, este momento de apogeo dura poco. El fin de la guerra creada por
hombres simboliza la regresión domestica femenina. De esta forma, las imágenes
de Lee sobre los campos de concentración (de hecho, las primeras documentadas)
pierden un rápido protagonismo frente a otras imágenes de la autora,
nuevamente, como modelo. Se trata de una imagen desinhibida, un broche final de
guerra al más puro estilo surrealista, donde la fotógrafa posa dentro de la
bañera de Hitler, tomada apenas unos momentos antes de conocer su suicidio. Una
vez más, una instantánea realizada por un hombre pule la imagen de Elizabeth
Miller que llega hasta nuestros días. Una mujer acompañada de innumerables
apelativos que escapan a su control, así como explica la actitud morbosa de una
sociedad patriarcal.
3.1.
Aportaciones y apropiaciones. La vengativa surrealista
La carrera artística de
Lee despega tras su separación con el fotógrafo. Gracias a su esfuerzo y
astucia, goza de un reconocimiento fortuito hacia la mujer-artista, en un
momento en el que éstas parecían estrellas fugaces. Pese a todo, el apelativo
de ex-musa, ex-amante e, incluso, ex-modelo acompaña
cada uno de sus pasos.
Mientras
tanto, ¿qué ocurre con Ray? El fotógrafo estadounidense reniega de su condición
de hombre abandonado, genéricamente inversa y pese a los diversos escarceos
amorosos que él también tuvo durante su relación con Lee. Su contraataque será
una constante reiteración visual de su dolor, así como la incautación de ideas
y técnicas pertenecientes a la emergente fotógrafa, y que las sucesivas décadas
de dominación patriarcal se encargarán de perpetuar como propias del genio
masculino de la ecuación.
La vendetta contra la
artista se bifurca entre acciones indirectas y directas. En primer lugar, el
azar en forma de ratón (nuevamente propio de la vida de un surrealista) irrumpe
el silencio del cuarto de revelado mientras fotógrafo y aprendiz todavía
compartían estudio, en 1930. Asustada, Lee enciende la luz unos segundos y los
negativos se exponen a ella tras su revelado. Este acto provoca unos contornos
negros más destacados, como una especie de silueteado. Se trata de una técnica
actualmente conocida como solarización o Efecto Sabattier.
Desde entonces, el genio artístico, anacrónicamente romántico y masculino, será
el único reconocido como su inventor, cuando el descubrimiento pertenece a la
joven ayudante de laboratorio. Esta falta de reconocimiento coarta la vida de
Lee en más de una ocasión, ya sea con imágenes de difícil autoría entre ambos y
que terminan asociadas a él.
En
cuanto a acciones directas, se podría afirmar que el año 1934 marca el inicio
del resarcimiento personal de Man Ray hacia Lee Miller, por medio del oficio
artístico que ahora comparten, la fotografía. Desde entonces, puede realizarse
una retrospectiva visual de las obras que el estadounidense dedica a su
ex-musa.
El primer ejemplo lo encontramos en 1935
(fig. 4). Reclinado bajo su anterior À l’heure de l’observatoire de 1934, ya citada (fig. 3), Ray sujeta dos
pinceles y posa con una mirada desafiante, aunque perdida, como si observase a
alguien tras la cámara o fuera de esa habitación. A la izquierda, un ajedrez
confeccionado por el mismo donde es difícil diferenciar alfiles, peones o
torres, sustituidas por brillantes piezas en forma de cubos, esferas y conos.
El rey y la reina se representan como figuras un tanto contorsionadas.
Revisando nuevamente la imagen, ¿qué simbolizan los objetos representados? La
respuesta se reduce a uno de ellos. Su fotografía, su retrato, sus pinceles, su
ajedrez. Su capacidad no sólo como fotógrafo sino también como pintor, luego,
como artista más completo. ¿Más completo qué quién? Ahora, él es dueño del
juego, aparentemente resarcido de una ruptura amorosa.
Figura 4. Man
Ray (1935). Man Ray devant son tableau
“À l’heure de l’observatoire
– Les Amoureux” (1932-1934). De la serie Les amoureux. Fotografía.
© Man Ray / ADAGP.
Desde
entonces, los labios que dan título a la serie (quizás, los de Lee) se reiteran
en las composiciones sucesivas. Concretamente, en una de ellas (figura 5),
encontramos una escultura de tono griego mutilada, arquetipo surrealista ya
comentado, así como su bipolar comportamiento de negar y utilizar influencias del
arte anterior. En esta ocasión, la imagen ofrece multitud de lecturas,
nuevamente degradantes hacia la mujer. En primer lugar, las piezas de ajedrez
no están dispersas por el tablero, sino colocadas en sus posiciones iniciales,
ya sea porque la partida ha finalizado o ni siquiera ha dado comienzo. En
segundo lugar, la figura femenina es ahora inmóvil, ¿por su frialdad con el
fotógrafo o su incapacidad de jugar a un juego diseñado por él? En tercer y
último lugar, la sensación de control se representa más sutilmente que el caso
anterior, sin un dueño física o directamente representado. Todo remite al
surrealismo, así como todas las piezas de la toma aluden un único creador, Man
Ray.
Figura 5. Man
Ray (1934). Bodegón con ajedrez y escayola. De la serie Les amoureux. Fotografía.
© Man Ray / ADAGP.
Les Amoureux no será la única serie
fotográfica que contará con la presencia indirecta de Miller. Otro caso
paradigmático son las diversas formulaciones de ready-made
ejecutadas Man Ray, nuevamente fotografiadas. La más fascinante, los Objet, presentan un metrónomo como base común
que suele acompañarse de recortes fotográficos, generalmente ojos, tan
simbólicos dentro de la órbita surrealista.
En Objet
de destruction [Objeto de destrucción] la punta
del metrónomo entrona el recorte fotográfico de un ojo que nos resulta
familiar, más aún al compararlo con la cantidad de retratos realizados a la
joven Lee durante los años veinte (fig. 6 y 7).
Figuras 6 y 7.
A la izquierda: Man Ray. Objet de destruction. (c.1933). A la derecha: Man Ray. Retrato
de Lee Miller. (1932). © Man Ray /
ADAGP. Impresión en gelatina de plata.
Los ojos de Lee, tan
absorbentes en sus anteriores retratos, aparecen ahora fraccionados en diversos
ready-made. Nuevamente, separados de su
cuerpo. Acompañados de un balanceo, similar a un amor que te atrapa, te devora
y te hechiza. El título, evidentemente, perpetúa el proceder surrealista con
respecto a la mujer. Son objetos para el artista, eufemísticamente denominadas
musas y potencialmente maniquíes a personalizar en función a los gustos o
imaginación del creador varón.
Lo que resulta interesante
es la comparación de esta pieza con Objet
indestructible [Objeto indestructible] (fig. 8), hoy en día perteneciente a
la colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. La primera
diferencia es el tamaño, presentando unas medidas evidentemente mayores. La
segunda, el título, pues ahora hablamos de un objeto invencible. La tercera es
la fotografía recortada, un ojo diferente, sujeto al metrónomo de forma más
resistente (en comparación al clip anterior) y que, además de balancearse,
parpadea.
Figuras 8 y 9.
A la izquierda: Man Ray. Objet
indestructible. (c.1933/1982). MNCARS. A la derecha: Retrato de Man Ray.
(c.1934).
Es decir, continúa siendo
“un objeto”, pero tiene vida. Más abierto, redondeado y oscuro. Si rescatamos
algún retrato del fotógrafo americano, ¿podría tratarse de su propio ojo? De
ser así, Ray es indestructible y, su fama, llega todavía a nuestros tiempos.
Mientras, Lee, es el objeto destruido.
4. Conclusiones.
El
21 de julio de 1977, Elizabeth Miller fallece en Reino Unido a causa del
cáncer. A sus espaldas, una vida protagonizada por varias vidas, como modelo,
musa y finalmente fotógrafa. Un resarcimiento personal velado por innumerables
apelativos de predominio masculino: ex-musa, la modelo que posó en la bañera de
Hitler, Lady Penrose.
Junto
a otras artistas de la época, Miller goza de la suerte de ser reconocida por
sus coetáneos a la par que es juzgada y posteriormente relegada a la sombra de
una figura artística masculina. Es, tan solo, una figura del interminable
listado de mujeres olvidadas, aún mayor al comprender que existen más de los
que pensamos. Poco a poco, estas personalidades resurgen en la memoria de
quienes pretenden hacer justicia, hasta que sus nombres sean el reflejo de sus
propios méritos. En este sentido y, remitiendo al eslogan de las Guerrilla Girls (1989)[2],
¿cuándo se equilibrará el porcentaje de mujeres representadas en cuadros con
respecto al número de artistas expuestas?
Para
finalizar, me gustaría contrastar la rapidez con la que se suceden los hechos
hoy en día. Las mejoras en comunicaciones, medicina, política; a diferencia del
progreso de índole cultural. La conciencia humana precisa de un cambio mayor
con respecto a la figura de la mujer, pese a los evidentes avances conseguidos
hasta la fecha. A nivel profesional, todavía encontramos entornos laborales
retrógrados, que siembran sus semillas en la educación. Sin referentes, el
ánimo de triunfo personal es más arduo, pero no imposible. Del mismo modo, sin
investigaciones que aporten luz a esta coyuntura, continuaremos olvidando a
grandes mujeres por el camino.
5. Referencias bibliográficas.
Carabias Álvaro, M. y García Ramos, F. J.
(2014). Los ojos visibles de Juana Biarnés: Historia
de un comienzo (1950-1963). Arte y Sociedad. Revista de Investigación, 7, s/p. http://asri.eumed.net/7/juana-biarnes.pdf
Lambron, M.
(2001). Lee Miller. El ojo del silencio. Ediciones Circe.
Muñoz-Muñoz, A. M. y Barbaño
González-Moreno, M. (2014). La mujer como objeto (modelo) y sujeto (fotógrafa)
en la fotografía. Arte, Individuo y Sociedad, 26 (1), 39-54. https://doi.org/10.5209/rev_ARIS.2014.v26.n1.40581
Onfray, S.
(2017). Ellas: de modelo a fotógrafa. La mujer como impulsora de nuevas formas
retratísticas en los estudios fotográficos madrileños (1860-1880). Área
abierta. Revista de comunicación audiovisual y publicitaria, 18 (1), 13-38. https://doi.org/10.5209/ARAB.57039
Torrent, R. (1996). Mujeres e imágenes de
mujeres en la vanguardia histórica. Asparkía. Investigació Feminista, (6), 147-162. http://www.e-revistes.uji.es/index.php/asparkia/article/view/1016
BIO
Noemi Díaz Rodríguez. (Oviedo, 1996). Es graduada en
Historia del Arte por la Universidad de Oviedo (Asturias), posterior Máster
Universitario en Estudios Avanzados en Historia del Arte: Investigación y
Gestión; y, actualmente, doctoranda dentro de su Programa de Doctorado en
Historia del Arte y Musicología. Completa su formación con sus estudios como fotógrafa
por la Escuela de Artes de Oviedo.
[1]
La denominada Trope de Mougins
es la agrupación formada por Picasso y Dora Maar, los
Élouard, Carrington y Ernst, Man Ray y Ady, Penrose y Miller; durante sus vacaciones en la casa de
Picasso en Mougins, en el verano de 1937. Mucho se ha
escrito y debatido sobre la cotidianeidad de los artistas en esos días, así
como proliferan los rumores sobre numerosas fiestas sexuales e intercambios de
parejas.
[2] Do women have to be naked to get into the
Met Museum? Less than 5% of the artista in the Modern
Art sections are women, but 85% of the nudes are female (¿Tienen que ir desnudas las mujeres para entrar en el Museo Metropolitano?
Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son
mujeres, pero el 85% de los desnudos son femeninos).