EL SUJETO FEMENINO COMO OBJETO SURREALISTA: LEE MILLER

 

THE FEMALE SUBJECT AS A SURREALIST OBJECT: LEE MILLER

 

Noemí Díaz Rodríguez

Universidad de Oviedo

 

http://zenodo.org/10.5281/zenodo.7644129

 

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Recibido: 05 11 2021

Aceptado: 16 11 2021

Publicado: 22 12 2021

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Cómo citar este artículo

Díaz Rodríguez, N. (2021). “El sujeto femenino como objeto surrealista: Lee Miller.

ASRI. Arte y Sociedad. Revista en Arte y Humanidades digitales. (20). 25-35.

 Recuperado a partir de https://revistaasri.com/article/view/4733

 

 

 



 

 


Resumen

Este artículo propone una reflexión sobre la vanguardia surrealista, sus prometedores cambios y modernización, en cuanto al mundo femenino se refiere.

 

Palabras clave

Surrealismo, mujeres, artistas, Lee Miller, Man Ray.

Abstract

This article proposes a reflection on the surrealist Avant grade, its promising changes and modernization, as far as the female world is concerned.

 

Keywords

Surrealism, women, artist, Lee Miller, Man Ra


 

La costumbre del arte es que mire a la mujer.

Lee Miller (1907-1977)

 

1. Introducción

 

La historia de la humanidad se ha confeccionado como un relato honorífico hacia los vencedores en terreno político, económico, cultural y social. Estos dos últimos ambientes resultan los más desfavorecedores para las mujeres, cosificando y maquetando sus vidas cual reloj pautado.

 

El arte permite investigar esta situación de manera evolutiva a la par que contradictoria. En el imaginario popular, el mundo artístico presenta un carácter trasgresor, progresista e, incluso, libertador, no por ello exento de críticas. Sin embargo, este espejismo no concuerda con el anacrónico el modelo femenino, todavía protagonista indiscutible de las grandes obras, en detrimento del porcentaje de artistas expuestas. Gracias a la metodología de género, la balanza histórica aspira a una herencia menos sujeta a los pseudónimos, las apropiaciones y los nombres olvidados.

 

El presente artículo expone este hecho por medio de un caso concreto del nuevo arte del siglo XX, la fotografía, como el terreno creador que atribuye a la mujer su condición de musa por excelencia. 

 

 

2. Las musas dolientes de la vanguardia

 

El siglo XX suele presentarse como un exponente de la modernidad, las concesiones ideológicas y la ruptura con el arte anterior. No obstante, la verdadera revolución de esta centuria se encuentra entre bambalinas, al igual que sus ejecutoras, es decir, las mujeres.

 

La figura femenina se codifica como un ente ajeno a su propio cuerpo y decisión. Ambas cuestiones son predeterminadas por el sexo masculino, los patrones históricos y una cultura de dominación hegemónica. En otras palabras, la mujer es antes “objeto” que “sujeto”, con finalidades claras e inamovibles. Todos los ámbitos vitales se confeccionan bajo estos parámetros, lo que teje una estructura de poder apropiada para el sexo opuesto y alumbra el patriarcado. Inclusive, aquellos ámbitos hogareños, vivamente definidos como femeninos, tampoco son ajenos a esta actitud, por el contrario, la alimentan aún más. Así, la entrada de la mujer en “un mundo nuevo”, es decir, laboral, es complejo, masculinizado y supone, paradójicamente, un paso más hacia la desigualdad de género, con más ataques y reproches.

 

El mundo artístico del siglo XX se autoproclama como el momento de colisión entre esta retardataria normatividad y los aires de cambio, pero no siempre se cumple la lista de avances prometidos. Ya sea en pintura, escultura, arquitectura, pocos son los nombres femeninos que proliferan y un porcentaje de éstos lo consiguen bajo condiciones que denigran su capacidad como artistas independientes. De esta forma, las pioneras quedan desprovistas de su título original, son menos estudiadas por las sucesivas generaciones y finalmente olvidadas en la amnesia colectiva.

 

A nivel fotográfico, la panorámica resulta más contradictoria que alentadora: “[…] la fotografía […] se manifestó como una disciplina artística potencialmente favorable a las mujeres, quizá por las cualidades manuales requeridas.” (Carabias Álvaro y García Ramos (2014, s/p). Estos primeros trabajos, de índole menor, se refieren al retoque y revelado fotográfico, labores que no requerían de una fuerza física considerable. Por tanto, hablamos de un ámbito laboral confeccionado en según unos roles de género preestablecidos. En función a los mismos, la mujer es vetada en algunos casos, conforme nos adentramos en trabajos masculinizados, como son los reportajes bélicos, al presuponer unos resultados visuales afeminados. Stéphany Onfray (2017, 13-38) guarda una opinión más amable sobre estos inicios fotográficos, donde las mujeres emplean el retrato como método de examinación y reivindicación visual, al compaginar su trabajo con el aprendizaje del daguerrotipo, siendo modelo y fotógrafa a la vez.

 

Inicialmente, es de esperar un mayor avance por parte de mujeres pertenecientes a clases sociales altas, con un estatus económico más favorable. No obstante, la biología se vuelve un condicionante a todos los aspectos. Aquellas que acceden por otros medios, fundamentalmente familiares, se exponen a una falta de apoyos, críticas bajo el argumento de la meritocracia o cuestionamientos sobre su condición y deber como mujer. Al fin y al cabo, la inserción laboral femenina provocaría su independencia económica y, con ella, la primera brecha hacia la igualdad de géneros.  

 

Toda esta situación también afecta a los derechos de autor. Sus nombres se ven sustituidos por pseudónimos masculinos o directamente asociados al apellido paterno o conyugal (Muñoz-Muñoz y Barbaño González-Moreno 2014, 41). Esta suplantación de identidad, propia de finales del siglo XIX, es la punta del iceberg para futuras fotógrafas del XX, reducidas a meras musas y cuya firma se ensombrece (en ocasiones, incluso, se usurpa) tras el nombre del artista con quien comparten una relación sentimental. Además, el ambiente laboral continúa degradándose en el día a día.

 

Para este artículo, observamos esta situación vanguardias históricas y, más concretamente, en la órbita surrealista. El surrealismo hace gala de su propio nombre al participar en un juego ambiguo de forma extremadamente sibilina. Escenario para nuevas formas artísticas y de expresión (collage, ready-made, performance), carecen de un equilibrio entre la modernidad que proponen y las conductas personales de cada artista. Si bien es cierto que son los años del libertinaje sexual, con las leyendas de Georges Bataille o la troupe de Mougins[1], sus protagonistas son ambiguos y continuadores de los roles de género de la época. De hecho, el propio Manifiesto surrealista de Bretón, parece defender a una agrupación de hombres y mujeres (éstas últimas en inferioridad, primeramente, numérica) que confiesan su gusto por romper con lo establecido. No obstante, su redacción desprende el imperativo tono patriarcal de la época. “Queriendo hacer una declaración de intenciones del surrealismo, lo hace también del surrealismo como sustantivo masculino […] La estrategia del hombre surrealista es la separación entre los géneros.” (Torrent 1996, 159).

 

Esta discriminación de sexos tiene otras manifestaciones dentro del marco surrealista. Por un lado, el cuerpo femenino se emplea como unidad temática casi exclusiva de sus lienzos. Lejos de ser un tributo, resulta destrozado, mutilado y nunca completo (fig. 1), salvo que venga acompañado de una figura masculina o representado según el arquetipo ideal. La mujer real y concreta no es digna, sino que debe ser perfecta, imaginada y diosa. Un prototipo ficticio que, sin duda, se ha globalizado gracias a la reproducción mecánica de las imágenes. Cualquier visión al margen es sospechosa y maligna, rápidamente vinculada al término de femme fatale.

 

 

Figura 1. Salvador Dalí (1926). La miel es más dulce que la sangre. Óleo sobre madera, 36x44 cm. Colección privada.

 

Por otro lado, los surrealistas se entrelazan más allá de las relaciones artísticas, y el lado femenino de la ecuación torna a su visión como objeto-pasivo-observado, es decir, musa, y algunas nunca regresan a su situación de sujeto-activo-creador. Jacqueline Lamba, Dora Maar, Leonora Carrington, Kay Sage y Remedios Varo, serán reducidas al título de “pareja de” André Bretón, Pablo Picasso, Max Ernst, Yves Tanguy y Benjamin Péret, respectivamente. Bajo esta designación, los méritos personales se olvidan.

 

En fotografías y pinturas, la mujer posa ante “el” artista y sólo algunas afortunadas subvierten su condición de modelo hacia el siguiente escalón, nuevamente simplificado, como ayudantes de laboratorio. De igual modo, aquellas que consiguen salir de este laberinto se enfrentan a la vengativa surrealista, propia del tipo de “amor” que este grupo de artistas concebía, totalmente tóxico y sacrificado. Es el caso de la fotógrafa Lee Miller.

 

 

3. Lee Miller

 

Elizabeth Miller nace el 23 de abril de 1907 en la pequeña ciudad estadounidense de Poughkeepsie (Nueva York), en el seno de una familia humilde. Su padre es aficionado a la fotografía, lo que vincula a la joven Lee con el mundo del modelaje, en las improvisadas sesiones de su progenitor. Es observada como una mujer adulta, impidiéndole reconocerse así misma en cada imagen.

 

Esta distorsión del cuerpo se convierte en negación a los siete años, cuando es víctima de una agresión sexual por parte de un conocido de la familia. Sumado a otros incidentes traumáticos, como la pérdida de un primer amor infantil apenas unos años antes, sumergen a la pequeña en varias charlas y tratamientos psiquiátricos. El fin último es una convicción errática sobre la inexistencia del vínculo amor-sexo. Con estas premisas, puede establecerse la idea de una infancia difícil, confusa y definitoria para sus futuras relaciones y su manera de gestionar los sentimientos. En su obra Lee Miller. El ojo del silencio, Marc Lambron expresa esta frustración de una manera terriblemente acertada: “Lee buscaba desesperadamente el momento en que la vergüenza enterrada se convirtiese en aceptación.” (2001, 220)

 

La búsqueda de libertad codifica a una adolescente rebelde, expulsada de varios colegios y con el deseo de olvidar todo el pasado. De esta manera, Lee regresa a lo único que conoce y le hace sentir en casa: el modelaje, la escenografía y, por tanto, la fotografía. Para ello, se instala en Nueva York con la intención de estudiar esta vertiente artística desde el ojo creador. No obstante, su belleza la convierte en la modelo predilecta de Vogue y Vanity Fair por mediación del propietario de ambas revistas, Condé Montrose Nast, quien le salva de un atropello. Nuevamente, el cuerpo de Lee es observado y ella todavía no se reconoce en él. 

 

En 1929, la ya veinteañera es más astuta y aprende a escondidas el oficio desde el otro lado del objetivo. Cansada de ser un objeto visible desde su infancia, llega a París en verano, donde el marcado acento surrealista brilla en cada esquina. Ya sea por suerte o por desgracia, parece que ese clima absorbe a quienes ansían sanar sus traumáticas experiencias. No es de extrañar que Miller se precipitase a tal abismo con intriga.

 

Por aquel entonces, Emmanuel Radnitzky, denominado como el hombre rayo por sus rayogramas, es decir, Man Ray, se encuentra en las mismas calles francesas sin intención de contratar a un ayudante de laboratorio, pero la insistencia de Lee es más fuerte. Por necesidad económica, Miller mantiene el modelaje con George Hoyningen-Huene y Horst P. Horst, un peligroso juego que provoca celos en la cámara de Ray, hasta conseguir el título de musa exclusiva de su mentor. Es entonces cuando sus retratos ejemplifican la situación mujer-surrealismo anteriormente mencionada, primeramente, con todas las partes de su cuerpo unidas, fraccionadas por desnudez y reconvertidas en objetos eróticos (véanse fig. 2 y 3).

 

 

 

Figuras 2 y 3. A la izquierda: Man Ray. Lee Miller au collier. (1929-1932). Fotografía. A la derecha: Man Ray. À l’heure de l’observatoire, les amoureux. (1934). De la serie Les amoureux. © Man Ray / ADAGP.

Fotografía junto a su pintura (superior) que da título a la serie.

 

A partir de aquí, la imagen que nos llega de Miller varía, pero una vez más, todas las propuestas emanan de su condición de mujer como un objeto al que retratar. No existe la mutilación ni la humillación, porque todavía están enamorados. Un amor surrealista, contradictorio y, en prácticamente todos los casos registrados, caduco.

 

Es una mujer que comienza a conocerse a sí misma, observada hasta ese momento por todos los hombres de su vida. A inicios de la década de los treinta, alquila un piso propio y establece allí su primer estudio en solitario. Inmersa en el surrealismo, lo aprovecha en sus retratos y fotografías de moda. Ahora es ella quien domina al modelo. Es decir, su andadura profesional únicamente prolifera al ejecutar el mismo mecanismo que la oprime.

 

Entre 1932 y 1934, Lee abre su propio estudio fotográfico en Estados Unidos y conoce a Aziz Eloui Bey, del que se enamora durante los últimos días de su relación con Man Ray. En apenas unos meses contraen matrimonio y se mudan a El Cairo, donde apenas emplea la cámara. Lee comienza a sentir sus alas atadas de nuevo. Todos estos hechos, trasmiten una imagen de Miller como una mujer absorbida por el surrealismo, apasionada y un poco caótica. Con la misma inmediatez comprende que toda su vida ha trascurrido en una gran jaula de cristal. A partir de ahora, se dejaría guiar por sus impulsos, no tanto por su corazón y, en caso de que éste entrase en escena, sería bajo sus condiciones. De esta forma, el verano de 1937 pone rumbo a su querido París, donde se reencuentra con viejas amistades. La ciudad de las luces alumbra un nuevo romance con Roland Penrose, en un momento en el que su relación con Aziz era prácticamente inexistente, pese a continuar legalmente casados.

 

De nuevo, la relación avanza vertiginosamente y, en apenas unos meses, ambos se mudan a Londres, donde la fotógrafa puede establecer, por primera vez, su trabajo de manera independiente. Tal es así que, durante la Segunda Guerra Mundial, recupera su trabajo para Vogue y realiza las primeras fotografías de moda entre los escombros de los bombardeos. Ese escenario, paradójicamente, el mayor momento de liberación para Lee. Se dedica a pasear por las calles de la capital británica y fotografiar a sus gentes, sus sentimientos y los sucesos del día a día. En otras palabras, descubre el poder del fotoperiodismo, un trabajo tremendamente masculinizado y, más aún, lo relativo al reportaje bélico. Pese a la reticencia existente por ser mujer, Miller consigue el pase corresponsal de guerra por la US Army.

 

Nuevamente, huye de todo lo que le rodea y regresa al único lugar donde empezó todo. Desde la capital francesa, los últimos años de la guerra suponen una libertad laboral para Lee. Acreditada por Vogue, cubre los campos de batalla, los heridos, los bombardeos, la Liberación de París. Grandes testimonios de época que rompen los esquemas de la revista, al ser colocados entre sus páginas protagonizadas por elegantes vestidos.

 

Sin embargo, este momento de apogeo dura poco. El fin de la guerra creada por hombres simboliza la regresión domestica femenina. De esta forma, las imágenes de Lee sobre los campos de concentración (de hecho, las primeras documentadas) pierden un rápido protagonismo frente a otras imágenes de la autora, nuevamente, como modelo. Se trata de una imagen desinhibida, un broche final de guerra al más puro estilo surrealista, donde la fotógrafa posa dentro de la bañera de Hitler, tomada apenas unos momentos antes de conocer su suicidio. Una vez más, una instantánea realizada por un hombre pule la imagen de Elizabeth Miller que llega hasta nuestros días. Una mujer acompañada de innumerables apelativos que escapan a su control, así como explica la actitud morbosa de una sociedad patriarcal.

 

3.1. Aportaciones y apropiaciones. La vengativa surrealista

 

La carrera artística de Lee despega tras su separación con el fotógrafo. Gracias a su esfuerzo y astucia, goza de un reconocimiento fortuito hacia la mujer-artista, en un momento en el que éstas parecían estrellas fugaces. Pese a todo, el apelativo de ex-musa, ex-amante e, incluso, ex-modelo acompaña cada uno de sus pasos.

 

Mientras tanto, ¿qué ocurre con Ray? El fotógrafo estadounidense reniega de su condición de hombre abandonado, genéricamente inversa y pese a los diversos escarceos amorosos que él también tuvo durante su relación con Lee. Su contraataque será una constante reiteración visual de su dolor, así como la incautación de ideas y técnicas pertenecientes a la emergente fotógrafa, y que las sucesivas décadas de dominación patriarcal se encargarán de perpetuar como propias del genio masculino de la ecuación.

 

La vendetta contra la artista se bifurca entre acciones indirectas y directas. En primer lugar, el azar en forma de ratón (nuevamente propio de la vida de un surrealista) irrumpe el silencio del cuarto de revelado mientras fotógrafo y aprendiz todavía compartían estudio, en 1930. Asustada, Lee enciende la luz unos segundos y los negativos se exponen a ella tras su revelado. Este acto provoca unos contornos negros más destacados, como una especie de silueteado. Se trata de una técnica actualmente conocida como solarización o Efecto Sabattier. Desde entonces, el genio artístico, anacrónicamente romántico y masculino, será el único reconocido como su inventor, cuando el descubrimiento pertenece a la joven ayudante de laboratorio. Esta falta de reconocimiento coarta la vida de Lee en más de una ocasión, ya sea con imágenes de difícil autoría entre ambos y que terminan asociadas a él.

 

En cuanto a acciones directas, se podría afirmar que el año 1934 marca el inicio del resarcimiento personal de Man Ray hacia Lee Miller, por medio del oficio artístico que ahora comparten, la fotografía. Desde entonces, puede realizarse una retrospectiva visual de las obras que el estadounidense dedica a su ex-musa.

 

El primer ejemplo lo encontramos en 1935 (fig. 4). Reclinado bajo su anterior À l’heure de l’observatoire de 1934, ya citada (fig. 3), Ray sujeta dos pinceles y posa con una mirada desafiante, aunque perdida, como si observase a alguien tras la cámara o fuera de esa habitación. A la izquierda, un ajedrez confeccionado por el mismo donde es difícil diferenciar alfiles, peones o torres, sustituidas por brillantes piezas en forma de cubos, esferas y conos. El rey y la reina se representan como figuras un tanto contorsionadas. Revisando nuevamente la imagen, ¿qué simbolizan los objetos representados? La respuesta se reduce a uno de ellos. Su fotografía, su retrato, sus pinceles, su ajedrez. Su capacidad no sólo como fotógrafo sino también como pintor, luego, como artista más completo. ¿Más completo qué quién? Ahora, él es dueño del juego, aparentemente resarcido de una ruptura amorosa.

 

 

Figura 4. Man Ray (1935). Man Ray devant son tableau “À l’heure de l’observatoire – Les Amoureux (1932-1934). De la serie Les amoureux. Fotografía. © Man Ray / ADAGP.

 

Desde entonces, los labios que dan título a la serie (quizás, los de Lee) se reiteran en las composiciones sucesivas. Concretamente, en una de ellas (figura 5), encontramos una escultura de tono griego mutilada, arquetipo surrealista ya comentado, así como su bipolar comportamiento de negar y utilizar influencias del arte anterior. En esta ocasión, la imagen ofrece multitud de lecturas, nuevamente degradantes hacia la mujer. En primer lugar, las piezas de ajedrez no están dispersas por el tablero, sino colocadas en sus posiciones iniciales, ya sea porque la partida ha finalizado o ni siquiera ha dado comienzo. En segundo lugar, la figura femenina es ahora inmóvil, ¿por su frialdad con el fotógrafo o su incapacidad de jugar a un juego diseñado por él? En tercer y último lugar, la sensación de control se representa más sutilmente que el caso anterior, sin un dueño física o directamente representado. Todo remite al surrealismo, así como todas las piezas de la toma aluden un único creador, Man Ray.

 

 

Figura 5. Man Ray (1934). Bodegón con ajedrez y escayola. De la serie Les amoureux. Fotografía. © Man Ray / ADAGP.

 

Les Amoureux no será la única serie fotográfica que contará con la presencia indirecta de Miller. Otro caso paradigmático son las diversas formulaciones de ready-made ejecutadas Man Ray, nuevamente fotografiadas. La más fascinante, los Objet, presentan un metrónomo como base común que suele acompañarse de recortes fotográficos, generalmente ojos, tan simbólicos dentro de la órbita surrealista.

 

En Objet de destruction [Objeto de destrucción] la punta del metrónomo entrona el recorte fotográfico de un ojo que nos resulta familiar, más aún al compararlo con la cantidad de retratos realizados a la joven Lee durante los años veinte (fig. 6 y 7).

 

 

 

Figuras 6 y 7. A la izquierda: Man Ray. Objet de destruction. (c.1933). A la derecha: Man Ray. Retrato de Lee Miller. (1932). © Man Ray / ADAGP. Impresión en gelatina de plata.

 

Los ojos de Lee, tan absorbentes en sus anteriores retratos, aparecen ahora fraccionados en diversos ready-made. Nuevamente, separados de su cuerpo. Acompañados de un balanceo, similar a un amor que te atrapa, te devora y te hechiza. El título, evidentemente, perpetúa el proceder surrealista con respecto a la mujer. Son objetos para el artista, eufemísticamente denominadas musas y potencialmente maniquíes a personalizar en función a los gustos o imaginación del creador varón.

 

Lo que resulta interesante es la comparación de esta pieza con Objet indestructible [Objeto indestructible] (fig. 8), hoy en día perteneciente a la colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. La primera diferencia es el tamaño, presentando unas medidas evidentemente mayores. La segunda, el título, pues ahora hablamos de un objeto invencible. La tercera es la fotografía recortada, un ojo diferente, sujeto al metrónomo de forma más resistente (en comparación al clip anterior) y que, además de balancearse, parpadea.

 

 

 

Figuras 8 y 9. A la izquierda: Man Ray. Objet indestructible. (c.1933/1982). MNCARS. A la derecha: Retrato de Man Ray. (c.1934).

 

 

Es decir, continúa siendo “un objeto”, pero tiene vida. Más abierto, redondeado y oscuro. Si rescatamos algún retrato del fotógrafo americano, ¿podría tratarse de su propio ojo? De ser así, Ray es indestructible y, su fama, llega todavía a nuestros tiempos. Mientras, Lee, es el objeto destruido.

 

 

4. Conclusiones. 

 

El 21 de julio de 1977, Elizabeth Miller fallece en Reino Unido a causa del cáncer. A sus espaldas, una vida protagonizada por varias vidas, como modelo, musa y finalmente fotógrafa. Un resarcimiento personal velado por innumerables apelativos de predominio masculino: ex-musa, la modelo que posó en la bañera de Hitler, Lady Penrose.

 

Junto a otras artistas de la época, Miller goza de la suerte de ser reconocida por sus coetáneos a la par que es juzgada y posteriormente relegada a la sombra de una figura artística masculina. Es, tan solo, una figura del interminable listado de mujeres olvidadas, aún mayor al comprender que existen más de los que pensamos. Poco a poco, estas personalidades resurgen en la memoria de quienes pretenden hacer justicia, hasta que sus nombres sean el reflejo de sus propios méritos. En este sentido y, remitiendo al eslogan de las Guerrilla Girls (1989)[2], ¿cuándo se equilibrará el porcentaje de mujeres representadas en cuadros con respecto al número de artistas expuestas?

 

Para finalizar, me gustaría contrastar la rapidez con la que se suceden los hechos hoy en día. Las mejoras en comunicaciones, medicina, política; a diferencia del progreso de índole cultural. La conciencia humana precisa de un cambio mayor con respecto a la figura de la mujer, pese a los evidentes avances conseguidos hasta la fecha. A nivel profesional, todavía encontramos entornos laborales retrógrados, que siembran sus semillas en la educación. Sin referentes, el ánimo de triunfo personal es más arduo, pero no imposible. Del mismo modo, sin investigaciones que aporten luz a esta coyuntura, continuaremos olvidando a grandes mujeres por el camino.   

 

 

5. Referencias bibliográficas.

 

Carabias Álvaro, M. y García Ramos, F. J. (2014). Los ojos visibles de Juana Biarnés: Historia de un comienzo (1950-1963). Arte y Sociedad. Revista de Investigación, 7, s/p. http://asri.eumed.net/7/juana-biarnes.pdf

 

Lambron, M. (2001). Lee Miller. El ojo del silencio. Ediciones Circe.

 

Muñoz-Muñoz, A. M. y Barbaño González-Moreno, M. (2014). La mujer como objeto (modelo) y sujeto (fotógrafa) en la fotografía. Arte, Individuo y Sociedad, 26 (1), 39-54. https://doi.org/10.5209/rev_ARIS.2014.v26.n1.40581

 

Onfray, S. (2017). Ellas: de modelo a fotógrafa. La mujer como impulsora de nuevas formas retratísticas en los estudios fotográficos madrileños (1860-1880). Área abierta. Revista de comunicación audiovisual y publicitaria, 18 (1), 13-38. https://doi.org/10.5209/ARAB.57039

 

Torrent, R. (1996). Mujeres e imágenes de mujeres en la vanguardia histórica. Asparkía. Investigació Feminista, (6), 147-162. http://www.e-revistes.uji.es/index.php/asparkia/article/view/1016

 

 

 

 

 

    BIO

 

Noemi Díaz Rodríguez.  (Oviedo, 1996). Es graduada en Historia del Arte por la Universidad de Oviedo (Asturias), posterior Máster Universitario en Estudios Avanzados en Historia del Arte: Investigación y Gestión; y, actualmente, doctoranda dentro de su Programa de Doctorado en Historia del Arte y Musicología. Completa su formación con sus estudios como fotógrafa por la Escuela de Artes de Oviedo.

 



[1] La denominada Trope de Mougins es la agrupación formada por Picasso y Dora Maar, los Élouard, Carrington y Ernst, Man Ray y Ady, Penrose y Miller; durante sus vacaciones en la casa de Picasso en Mougins, en el verano de 1937. Mucho se ha escrito y debatido sobre la cotidianeidad de los artistas en esos días, así como proliferan los rumores sobre numerosas fiestas sexuales e intercambios de parejas.

[2] Do women have to be naked to get into the Met Museum? Less than 5% of the artista in the Modern Art sections are women, but 85% of the nudes are female (¿Tienen que ir desnudas las mujeres para entrar en el Museo Metropolitano? Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son mujeres, pero el 85% de los desnudos son femeninos).