imagen posthumana
posthuman image
Víctor J. Krebs
Pontificia
Universidad Católica del Perú
http://www.doi.org/10.5281/zenodo.7648829
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Recibido: 04 02 2021
Aceptado: 08 03 2021
Publicado: 30 03 2021
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Cómo citar este artículo
Krebs, Víctor J. (2021). Imagen posthuman.
ASRI.
Arte y Sociedad. Revista de Investigación en Arte y Humanidades Digitales.
(19),
34-44
Recuperado a
partir de https://revistaasri.com/article/view/4741
Resumen
Exploramos la forma como las imágenes digitales están reestructurando
nuestra realidad y planteando una revisión radical en nuestra concepción de la
naturaleza humana y nuestro lugar en el mundo.
Palabras clave
Imagen, imagen
técnica, imagen digital, virtualidad, mundo virtual
Abstract
We explore the way in
which digital images are restructuring our reality and demanding a radical
revision of our conception of human nature and of our place in the world.
Keywords
Image, technical
image, digital image, virtuality, virtual world
Las omnipresentes
imágenes técnicas que nos rodean están reestructurando mágicamente nuestra
realidad e invirtiéndola en un escenario global de imágenes. […] El hombre
olvida que fue él quien produjo las imágenes para orientarse en el mundo por
ellas, ya no puede descifrarlas y en adelante vive sometido a ellas
Vilém Flusser (1990)
Preludio
No hay duda de que,
cuando entramos en interacción con los demás por medio de una pantalla,
sentimos inevitablemente que hay algo de irreal o de menor realidad en esa
imagen digital, que perdemos algo de lo que nos entrega una imagen natural.
Pensamos en lo que ha sido virtualizado –ya sea un objeto, un evento o una
presencia– como fundamentalmente disminuido de realidad.
En lo que sigue, quisiera
explorar esa sensación de pérdida o disminución de realidad a la luz de lo que
Vilém Flusser concibe como la inédita singularidad de la imagen técnica.[1] Se
sugiere, como intentaremos ilustrar, que lo que percibimos como una pérdida
podría ser más bien un síntoma de la eventual obsolescencia de una idea del
mundo y de nuestro lugar en él que es necesario reevaluar. Esa supuesta pérdida
puede ser precisamente el gozne en torno al cual empieza a emerger una nueva
concepción de la realidad y una nueva forma de vida para nuestra especie.
1. Presencia Virtual
En 1909, E. M. Forster publica The Machine Stops, donde describe una sociedad escalofriantemente
parecida a aquella en la que nos encontramos viviendo nosotros en el siglo XXI,
sobretodo a raíz de la pandemia. En ese cuento los seres humanos viven en celdas
individuales perfectamente acondicionadas para permitirles un completo
aislamiento físico, conectados virtualmente con el mundo a través de “la
máquina”, es decir, a través de artefactos de telecomunicación como los que
usamos nosotros cotidianamente ahora.
El relato comienza con
una tele-conversación (que podría bien ser de Zoom o
Skype hace cien años) entre Kuno y su madre, Vashti. Él está tratando de
convencerla de que salga de su celda y lo venga a visitar. Vashti se resiste
observando que ahí ella se encuentra muy cómoda, que solo necesita apretar un
botón (de los muchos que llenan su habitación) para verse cuando quieran. Pero
Kuno le replica: “la máquina es mucho, pero no lo es todo; veo algo como tú en
esta placa, pero no te veo a ti” (Forster 2019, 64)
Habiendo sido
recientemente lanzados todos abruptamente al mundo virtual por la emergencia
del Covid-19, sabemos intuitivamente a qué se refiere Kuno. No importa con
cuanta frecuencia o con cuanta nitidez podamos vernos a través de la pantalla,
creemos saber indudablemente que el contacto telemático empobrece nuestra
interacción con el otro. Para empezar, obviamente no podemos tocarnos, olernos,
sentir la presencia corporal del otro en la imagen digital. Esa limitación es
justamente lo que requiere el traslado a la virtualidad en la que perdemos el
cuerpo. Es más, como comenta el psicoanalista
Gianpiero Petriglieri (2020), frente a la pantalla estamos “en la constante
presencia de la ausencia del otro [...], donde percibimos muy poco y no nos
podemos imaginar lo suficiente.”
Aunque
no seamos muy conscientes de ello, es un esfuerzo titánico de compensación el
que debemos hacer cada vez que nos encontramos supliendo con nuestra
imaginación lo que la imagen virtual le resta a la presencia física del otro. Y
es que dejamos de recibir casi todas las señales corporales y físicas a las que
estamos acostumbrados y a partir de las cuales armamos nuestra impresión de la
realidad como, por ejemplo, la voz natural del otro con todas sus modulaciones,
sus ritmos, su respiración, su aliento y los gestos imponderables de su cuerpo
y de su rostro, etcétera. Como no hay continuidad entre el espacio físico en el que
nos encontramos y el espacio virtual en el que aparecemos, se hace entonces
imposible el ámbito de intimidad tan natural e ineludible que es común en
nuestras interacciones físicas. No podemos realmente mirarnos a los ojos, por
ejemplo, pues ni mi mirada atraviesa el mismo espacio que la tuya, ni mis ojos
reciben la misma luz desde la cual tu presencia se proyecta sobre mí. Es tal vez por eso que desde que hemos empezado a
vivir esta vida virtual, terminamos el día tan agotados luego
de nuestras innumerables interacciones virtuales. Efectivamente, no percibimos
suficiente y nuestra imaginación no alcanza a resarcirnos por esa merma.
“Te veo
a ti, pero no estás tu ahí”, reclama Kuno. Tu presencia virtual
puede estar viva, pero tu vitalidad no logra tocarme ni me compromete, como sí
lo hace tu presencia física. Con la imagen
digital se inaugura una nueva forma, paradójica, de intimidad, donde podemos
estar frente a frente y muy cerca del otro, pero no podemos comunicarnos sino
superficial e intelectualmente. Si los ojos son, como solemos decir,
“las ventanas del alma”, en el espacio virtual nadie puede ni ver ni mostrar
bien su alma; quizás porque detrás de los ojos de una imagen digital no queda
alma que ver, o porque en el espacio virtual ya no tiene sentido referirse a esa
dimensión. Parecería entonces ser cierto
que la realidad virtual empobrece nuestra experiencia.
Para continuar indagando
en otras dimensiones de la pérdida que ocurre en la transición a la realidad
virtual, comparemos nuestra imagen digital con nuestra imagen en el espejo. Esta
última se ubica en el mismo espacio y tiempo que mi cuerpo, es recogida a
partir de su mismo movimiento y es reflejada bajo los mismos juegos de luz que
lo alumbran. En otras palabras, en el espejo mi imagen captura la densidad espaciotemporal
intrínseca a mi presencia. Mi imagen en el espejo es, como se dice, analógica.
Ella recoge toda la información que emana de mi cuerpo. Todo lo actualizado en
él se actualiza en el espejo; ambas imágenes –la del cuerpo y la de su reflejo–
comulgan en el mismo espacio. Es como si en el espejo el espacio mismo
estuviese mostrando su revés o como si la imagen especular fuese parte de mi
misma piel. Pero cuando mi imagen es (re)constituida digitalmente, surge una
especie totalmente diferente de imagen. No solo está mi presencia digital
escindida de mi espacio tiempo físico, sino que ya ni siquiera es la luz que
viene del objeto lo que se reproduce en la pantalla, sino una serie de dígitos
binarios, “instrucciones” de ensamblaje, obtenidos mediante un sensor que le ha
asignado un número a todo lo que ha registrado. En función de esos registros se
creará la imagen y se podrá modificar como se quiera.[2]
Para entender la diferencia
entre la imagen digital y la analógica basta pensar que mientras en la reproducción analógica es como si se rodara por
una rampa en movimiento continuo, en la reproducción digital en vez de rodar
por una rampa en movimiento continuo, es como si se bajase las escaleras por
pasos consecutivos, puntuales, contables (Cf., William J. Mitchell
(1992), p. 10). Apreciamos también la
diferencia en la forma cómo la aguja del reloj de manecillas que avanza en
movimiento continuo colma cada microinstante del tiempo, mientras que el reloj
digital, pulsando por cada instante, es incapaz de hacerlo. “Tal vez cuenta los
segundos”, comenta Alessandro Baricco (2019), “tal vez cuenta también décimas o
centésimas, pero luego, en un momento dado, deja de contar y salta hasta el
siguiente número” (loc. 257).
Al reducir el mundo a
partículas infinitesimales, a cada una de las cuales les asociamos una
secuencia de ceros y unos hemos hecho del mundo un segundo mundo paralelo,
ligero, ingrávido, indestructible, eterno, capaz de ser almacenado,
transferido e infinitamente clonado. Reproducimos la imagen de mi cuerpo a
partir de una cuadrícula matemática, convirtiéndolo en un algoritmo de donde se
origina mi imagen digital. Las leyes del espacio empírico que comparten mi
imagen física y su reflejo no rigen ya para mi yo virtual.
No podemos decir de mi
imagen digital lo que dijimos antes de mi imagen especular: que es como “el
revés de mi piel”. Mi imagen digital pertenece al ‘espacio’ virtual que ha
abandonado incluso la unidimensionalidad de las líneas, la lógica secuencial y
cronológica del lenguaje en el cual lo codificamos en nuestro discurso, para
ingresar en la cero dimensionalidad de lo digital donde las líneas se han
transformado en redes, las jerarquías en un solo plano de inmanencia, la lógica
secuencial y cronológica en rizoma y sincronicidad. La imagen técnica está
dislocada de lo empírico y carece de espacialidad.[3]
La diferencia entre las imágenes
tradicionales y las técnicas, entonces, sería como afirma Flusser: las primeras
son observaciones de objetos, las segundas, cálculos de conceptos. Las primeras
surgen a través de la representación, las segundas a través de un peculiar
poder alucinatorio que ya no depende de las mismas reglas que regían el mundo y
que se encuentra libre de calcular y, por ende, de producir imágenes
artificiales que solo aparentan representar el mundo, cuando en realidad lo que
hacen es construir una ilusión. En la medida en que los medios se han
convertido en el alimento principal de nuestra cultural global, es importante
tener clara esa diferencia, para entender bien los procesos que se inician con
esa imagen inoculada en la conciencia colectiva y para poder tomar las medidas
correspondientes con deliberación para asumir los cambios necesarios.
2. Imagen técnica y aura
Para Walter Benjamin a principios del siglo
pasado (antes del advenimiento de lo digital) la reproducción mecánica de la
obra de arte implicaba una pérdida de profundidad en la realidad. Benjamin
(1973) observó que en la transformación del objeto de arte por la reproducción
técnica se perdía lo que él llamó su “aura”, la cual describió de la siguiente
manera:
Descansar en un atardecer de verano y seguir con
la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el
que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama (Benjamin,
1973, 24).
En nuestra percepción de
cualquier objeto, es decir, frente a toda imagen natural estamos siendo
afectados no solo por una apariencia física sino también por la huella que ha
registrado la historia sobre ella, que es responsable de la impresión que
obtenemos, en nuestra percepción de ella, de una tensión entre su cercanía
física, sensible, y su inconmensurable distancia en el tiempo. Para Benjamin el
aura no es sino una trama particular
de espacio y tiempo que
es “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que ésta pueda estar)” (Benjamin, 1973). Con su
reproducción la imagen es desconectada de su origen, con lo cual se rompe la
cadena temporal y material y se desvirtúa la huella que habría dejado la
historia sobre ella. Se reduce así la inquietante profundidad de las
cosas en el tiempo, a la vaporosidad de la imagen técnica, que adolece de profundidad.
Ocurre así una transición a procesos -ya sea físicos o electrónicos (y más
adelante, digitales)- que abren otra dimensión de la realidad, donde de lo que
se trata ya no es de sustancias fijas, sedimentadas, sino de procesos y flujos
moleculares en los que han sido disueltas por la codificación maquínica.
Si en lugar del objeto de arte y su
reproducción mecánica ahora pensamos en el cuerpo y su virtualización, es obvio
que este es “modulado” digitalmente para mutar en presencia virtual. Y en esa
nueva modulación, las ralentizaciones de la imagen, las aceleraciones o resquebrajamientos
típicos de la voz digital, la escisión, en la de-sincronización, entre sonido e
imagen, los imprevisibles glitches digitales
(equivalentes quizás al punctum barthesiano),
los congelamientos de la pantalla, las súbitas desapariciones y las
reapariciones de la imagen por fallas en la conexión, por ejemplo, son, no es
claro si cualidades o condiciones, pero definitivamente nuevas propiedades de
mi cuerpo virtual, tan
inseparables como lo son de mi cuerpo, mi peso, mi olor, mi voz, mi
expresividad o hermetismo. Mi imagen en la pantalla no es una mera copia (buena
o mala) mía, sino una extensión en otra dimensión de mi cuerpo. Yo soy
esta imagen corporal, asentada en este espacio geográfico, accesible al tacto,
al olfato incluso al paladar; pero también soy, ahora, es decir es también parte
de mi identidad, esta imagen que pueden estar mirando y escuchando otros en sus
dispositivos digitales. Mi imagen virtual habla y gesticula desde una pantalla
a través de diversos espacios, y es tan yo como lo es la imagen de mi cuerpo en
el espejo frente a mí en esta habitación.
Mi cuerpo en el
espacio-tiempo físico y su imagen en el espacio virtual están inmediatamente
conectados. Son dos imágenes, una imagen empírica y una virtual, unidas en un
mismo origen, que soy yo y cuya identidad
las compromete con la igualdad. Pero como ya hemos visto, una primera diferencia entre mi
imagen virtual y la imagen de mi cuerpo en el espejo es que mi reflejo
especular se encuentra en el mismo espacio físico desde donde estoy hablando,
mientras que no es así con mi imagen virtual. Y por supuesto que mi imagen
especular está temporalmente atada a mi cuerpo físico, mientras que no lo está
mi imagen virtual, que no solo atraviesa el espacio para aparecer en otro
lugar, sino que puede atravesar el tiempo también para ser vista en el futuro. Con mi
imagen virtual yo tengo una autonomía que no poseo en mi cuerpo físico. En la
pantalla digital yo determino si hay imagen virtual o no, y también decido de
qué forma me muestro. Si es a través de un avatar, por ejemplo, yo seré ese
avatar para ella, y me conocerán solo a partir de esa imagen que yo he creado o
manipulado para ellos. Antes de la virtualidad
digital, yo era obviamente mi cuerpo físico; pero con el advenimiento de la
virtualidad digital resulta menos clara la identificación de mi yo con mi cuerpo
físico. Mi identidad se desfigura, se expande, se transforma.
La imagen del cine nos dio, hace poco más de un siglo,
una experiencia nueva de la temporalidad, –inédita en la historia humana– al
colocar el movimiento del tiempo ahí, afuera, objetificado, separado de nuestra
subjetividad. El mundo virtual está ocasionando transformaciones igualmente
trascendentes para nuestra concepción del espacio. Benjamin registra el
rompimiento del aura a causa de su desconexión temporal del espacio. Pero con
la digitalidad esa desconexión temporal se complejiza en lo que podríamos
concebir como una diseminación del espacio en puntos sin dimensión.
Pensemos
en la imagen natural de mi cuerpo, aquella que recibes directamente por tus
sentidos la que se refleja en el espejo, al ser reproducida mecánicamente por
una cámara pierde su conexión con su origen y la cadena existencial que le
confiere la profundidad infinita de su aura desaparece en mi imagen fotográfica.
Para
Benjamin, ese corte que ocurre en la imagen tradicional por la intervención
técnica tritura al aura, apaga el resplandor de la materia original e inserta
la reproducción en otro canal de sentido liberado de su sujeción a las reglas
del mundo material.[4] La protesta de Kuno es justa, entonces, en la medida en
que la discontinuidad de los espacios donde están él y su madre y desde donde
se comunican telemáticamente, aparte de la distancia que separa sus cuerpos, le
quita a su imagen el aura o vitalidad que cargaría consigo su presencia física.
Con la reproducción mecánica se disipa la
inquietante profundidad de las cosas en el tiempo en la superficialidad o vaporosidad
existencial de la imagen técnica que queda escindida de la densidad de la
historia. No hay efectivamente alma alguna que se pueda reflejar tras esos ojos
en tu imagen digital.
3. Imágenes sin Hades
Con las posibilidades de
ocultamiento y transmutación que ofrece el mundo virtual resulta incluso menos clara la identificación
exclusiva de mi yo con mi cuerpo físico o incluso con una sola identidad. Ya
decía Deleuze (2012) que la identidad no es nada sino un efecto óptico
producido por el más profundo juego de diferencia y repetición (pp.
47-49); es un fugaz destello producido por el juego de luz sobre la superficie
de aquel río al que, como advertía Heráclito, no podemos jamás entrar dos
veces. La identidad es fluida y múltiple, y la vida un río imparable de
devenir. La materia sedimentada se disuelve en puntos al otro lado de la digitalización, puntos disponibles para la
fluidez de conexiones asociativas en pleno flujo.
Las reglas que antes clasificaban el
universo en procesos, los conceptos en juicios se están disolviendo. El
universo se está desintegrando en quantums, los juicios en bits de información.
[...] la linealidad está decayendo espontáneamente, y no porque hayamos
decidido tirar las reglas. Así que no nos queda más remedio que arriesgarnos a
dar un salto hacia lo nuevo. (Flusser, 2011,
15)
Las imágenes
tradicionales son superficies con un significado. Cargan con un significado que
uno descubre a través del ojo, que emerge en esa especie de encuentro entre el
deseo, la memoria, la intencionalidad del espectador y la fisicalidad de la
imagen percibida por los sentidos.[5]
Para
los griegos todas las imágenes se originaban en el Hades, específicamente en su
centro más oscuro: el Tártaro, que –según el mito– era
hijo de Éter y Gea, es decir, al mismo tiempo de lo más etéreo y de lo más
terrenal, lo más inmaterial y lo más material. Es de ese polvo etéreo, de esa vitalidad oscura e informe
de donde provendrían todas las imágenes. (Cf.
Hillman 1979). Tanto las imágenes sensibles de la percepción, como las
del sueño, tanto las representaciones físicas –ya sea lo que pinta o dibuja o
esculpe e incluso lo que escribe la mano humana, o los gestos que traza la
figura humana con la expresividad infinita del cuerpo– como las de la
imaginación, provienen de esas profundidades. Su trayectoria es la oscilación
perpetua entre lo visible y lo invisible, el encubrimiento y la transparencia,
lo material y lo inmaterial. Es en esa oscilación que se transmite esa
excedencia del ser que la imagen siempre carga
con ella, su fuerza numinosa. La transparencia de la imagen, lo que
revela y la excede, lo que está más allá de ella es responsable de, o pertenece
en, la constelación de lo aurático.
Pero las imágenes técnicas no son imágenes en el mismo
sentido que lo son las imágenes naturales sobre las que pensaban los griegos.
Como escribe Flusser
(2011):
Las imágenes técnicas no
son en absoluto imágenes, sino síntomas de procesos químicos o electrónicos.
Una fotografía muestra a un químico cómo han reaccionado determinadas moléculas
de un compuesto de plata ante determinados fotones. Una imagen de televisión
muestra a un físico los caminos que han seguido determinados electrones en un
tubo. ...las imágenes técnicas son representaciones objetivas de
acontecimientos en el universo de las partículas. Hacen visibles los procesos.
(Flusser, 2011, 35)
La imagen técnica es
inmaterial, está constituida por puntos que no representan nada; no es un
espacio, ni tiene su origen en la materia y su opacidad, aquella mezcla de lo
más etéreo y lo más terreno. En ese sentido la ausencia de aura de la imagen
técnica más que una falla o una deficiencia es el síntoma del nuevo orden en el
que se ubican estos nuevos fenómenos, extensiones virtuales de nuestra
identidad. La imagen técnica ya no es el efecto de una impresión sensible, sino
la (re)constitución mecánica, teórica o aritmética a partir de procesos
moleculares, ya sea físicos, electrónicos o digitales. La imagen ya no
sedimenta sustancias fijas, sino que da expresión a procesos que se
resignifican a partir de la máquina (y la teoría que la sustenta).
Mientras que la imagen natural de mi cuerpo es la manifestación de este
organismo que se encuentra en este espacio-tiempo, la imagen técnica de mi
cuerpo ya no manifiesta ese organismo, sino aquellos procesos en los que se ha
convertido al pasar a ser imagen en la pantalla o en la cámara fotográfica. Esa
conversión de mi presencia espaciotemporal en la imagen digital,
corresponde ya no solo a síntomas químicos o electrónicos que podríamos
insistir aun pertenecen en alguna medida a ella, sino ahora a una dimensión que
involucra una total abstracción de lo concreto. En ese sentido el Hades de la
imaginación griega desaparece completamente de la imagen digital.
[...] a
medida que las ondas se disuelven en gotas, los juicios en bites, las acciones
en actemas, aparece un vacío, a saber, el vacío de los intervalos que mantienen
separados los puntos elementales y la no dimensionalidad y, por tanto, la
imposibilidad de medir los propios puntos. (Flusser 2011, 15)
4. “Tecno-imaginación”
“Desde que el ser humano
alargó la mano para enfrentarse al mundo de la vida para hacer que se
detuviera”, escribe Flusser (2011),
ha tratado de imprimir información en su entorno. Su
respuesta a la muerte[...] es "informar". Y los aparatos, entre otras
cosas, surgieron de esto, de su búsqueda de la vida eterna. Están destinados a
producir, almacenar y distribuir información. Vistas así, las imágenes técnicas
son depósitos de información que sirven a nuestra inmortalidad. (Flusser, 2011,
18)
La historia de la conciencia occidental podría decirse que
se ha definido por esa evasión sistemática, instintiva de la mortalidad, que se
ha desarrollado en un creciente movimiento de alejamiento de lo concreto, de
abstracción en función de las tecnologías que inventaba. Así, por ejemplo, con
la palabra el ser humano se separó de la naturaleza al hacerla objeto tridimensional
del discurso de un sujeto; por la pintura y el dibujo, se separó un poco más de
la naturaleza para poder trazarla y planificarla en planos bidimensionales;
luego, por la escritura pudo no solo planificarla sino codificarla, de tal modo
que la existencia se empieza a tomar de manera unidimensional, en secuencias lógicas
y racionales. En cada nueva instancia de tecnificación, hay una distancia mayor
de lo concreto. La tridimensionalidad del encuentro directo con el mundo se
reduce a la bidimensionalidad de la superficie plana de la imagen, y con la
escritura se ingresa a la unidimensionalidad de los conceptos en la mente. La
imagen digital, es un nuevo medio inmaterial y etéreo que funciona ahora sin
dimensiones, en una abstracción completa de lo concreto.
Flusser observa que cuando examinamos
de cerca una imagen técnica comprobamos que está formada por elementos
puntuales, píxeles individuales que, en definitiva, son síntomas de procesos
químicos o electrónicos que no forman, como la imagen natural, una superficie
con sentido. La imagen surge del universo abstracto de números, de un puro
enjambre de puntos, y se convierte en una imagen concreta gracias al poder de
la imaginación. Pero las imágenes proyectan algo que está ahora en la
mano de los programadores y no representan nada, por lo que cada vez vivimos más en un mundo ilusorio de imágenes técnicas, y
experimentamos, reconocemos, evaluamos y actuamos en función de ellas. Podría
decirse entonces que nuestra visión científica y tecnológica ha establecido las
condiciones para erosionar y sustituir al mundo objetivo, reduciéndolo en
cierto sentido a la nada.[6]
Según
Flusser (2011), las imágenes técnicas son la respuesta que le da la civilización
occidental a ese bostezo primordial detrás de todo lo existente que empieza a
mostrarse detrás de la codificación técnica. “Nuestro velo no debe rasgarse,
sino tejerse cada vez más estrechamente.” (pp. 38-9). En lugar de llevarnos a un nihilismo esta experiencia
podría llevarnos por un nuevo camino en el que estaríamos saltando a una nueva
forma de vida, un cambio tan radical, sugiere Flusser, como el que hicieron
nuestros antepasados homínidos al empezar a andar en dos patas.
En la
transición que ocurre en la imagen técnica el proceso en el que se transforma
la materia a través de la máquina abre la posibilidad de una nueva profundidad
(o más bien, como lo pondrá Flusser (1993), una revaloración de la
superficialidad). Las
imágenes técnicas representan una nueva forma de codificar el mundo, que exige
una nueva forma de imaginación por parte de las personas para poder
interpretarlas y comprenderlas plenamente. El hombre debe aprender a captar de
nuevo el mundo codificado por él mismo, es decir, el mundo real que se ha
llenado de sentido. Alienado por sí mismo del mundo, el ser humano busca
reconectarse con el mundo mediante códigos autogenerados que son capaces de
transmitir significados que no están presente en el mundo natural. Las imágenes técnicas se encuentran en el
límite más extremo de la abstracción jamás alcanzado, en un universo sin
dimensiones, y nos ofrecen la posibilidad, según Flusser (2011), de volver a
experimentar el mundo y nuestra vida en él como algo concreto. Sólo a través de
las fotografías, las películas, la televisión, las imágenes de vídeo y, en el
futuro, sobre todo, a través de las imágenes sintetizadas por ordenador,
podemos volver a la experiencia concreta, al reconocimiento, al valor y a la
acción, y alejarnos del mundo de la abstracción del que estas cosas han
desaparecido:
Somos la primera generación que encomienda el
poder de imaginar en el sentido estricto de la palabra, y toda visión,
imaginación y ficción del pasado debe palidecer en comparación con nuestras
imágenes. Estamos a punto de alcanzar un nivel de conciencia en el que la
búsqueda de la coherencia profunda, la explicación, la enumeración, la
narración y el cálculo, en definitiva, y el pensamiento histórico, científico y
textualmente lineal, están siendo superados por un nuevo modo de pensamiento
visionario y superficial. Por eso ya no vemos ningún sentido en tratar de
distinguir entre algo ilusorio y algo no ilusorio, entre la ficción y la
realidad. El universo abstracto de partículas del que estamos saliendo nos ha
demostrado que todo lo que no es ilusorio no es nada. Por eso debemos abandonar
categorías como verdadero-falso, real-artificial o real-aparente en favor de
categorías como concreto-abstracto. El poder de imaginar es el poder de
atreverse a sacar lo concreto de lo abstracto. (Flusser, 2011, 38)
En la actualidad, según Flusser (1993),
apenas estamos empezando a desarrollar la capacidad de lo que llama “tecno-imaginación”.
Todavía no somos capaces, como un analfabeto en un mundo de texto, de
orientarnos en el mundo de las imágenes técnicas, ya que nuestras
"categorías de experiencia, pensamiento y valor" (p. 154) siguen
orientadas hacia una existencia histórica, lineal y escrita, determinada por la
cultura escribal contra la que se alza la nueva cultura digital. Tenemos que
"trascender la conciencia histórica" (p. 154) para encontrar nuestro
camino en el mundo post-humano de las imágenes técnicas.
Coda
Foucault (1989) escribió hace más de medio siglo acerca del concepto del
hombre, que era un concepto de corta datación, una invención reciente y que
parecería además que está llegando a su fin. Advertía, en 1966 que,
Si las configuraciones
que le dan forma y sentido a nuestro pensamiento desaparecieran o fueran de
alguna manera trocadas por nuevas, si algún evento causase que se desmoronasen
[...] …uno podría apostar, sin mucho riesgo, que el hombre se borraría, como un
rostro esbozado en la arena a la orilla del mar. (Foucault, 1966, 421-422)
Las palabras de Foucault podrían servir para describir el
momento que estamos viviendo nosotros hoy, en el que las configuraciones que le
dan forma y sentido a nuestro pensamiento efectivamente parecieran estar
desvaneciéndose, trocándose en otras visiones de quienes somos, de nuestras
identidades, de nuestros yos, que remecen los fundamentos de nuestro mundo. La
virtualización de nuestras vidas, acelerada e intensificada por la pandemia,
puede ser justamente aquel evento que signifique –como anunciaban sus palabras–
el comienzo del fin de lo que hemos concebido hasta ahora como el hombre.
Con la pandemia y la súbita aceleración de nuestro pasaje
a lo virtual, estamos confrontados con un mundo de simulacros. Creamos
digitalmente partes del mundo que van asimilándose con la realidad y
confundiéndose incluso. Nos lamentamos de que cuanto más conectados estamos con
lo virtual, más nos desconectamos del mundo real, pero que no lo podemos
evitar. Vivimos todo esto sin saber cuáles serán sus consecuencias y apenas
empezamos a percibir su importancia; nuestra percepción de esta virtualidad que
estamos descubriendo cambia tan rápidamente, que a veces es cuestionable que
ningún concepto de los que hemos usado para nuestra realidad anteriormente,
pueda servirnos para comprender realmente lo que estamos empezando a vivir. Por
eso hablamos de nuestro momento hoy como un momento posthumano, pues empezamos
a dejar de ser ese humano que nos hemos pensado, para cuestionarnos y
eventualmente convertirnos en algo diferente.
Referencias bibliográficas
Baricco, A. (2019). The Game. Anagrama.
Barthes,
R. (2010). La cámara lucida. Paidós.
Benjamin,
W. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.” En: Discursos
interrumpidos, 15-59. Taurus.
Deleuze, G. (2012). Diferencia
y repetición. Amorrortu.
Flusser, V. (1990). Hacia una filosofía de la fotografía.
Editorial Trillas.
_______
. (1993). Lob
der Oberflächlichkeit. Für eine Phänomenologie der Medien. Bollmann.
_______ . (2011).
Into the Universe
of Technical Images. University of Minnesota Press.
Forster, E.M (2009). The Machine Stops. Kindle
Edition, IAP.
Foucault, M. (1989). The Order of Things. An
Archaeology of the Human Sciences. Routledge.
Frankel R. & Krebs V.J. 2021. Human Virtuality
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Routledge.
Hillman, J. (1979). The Dream and the Underworld.
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Krebs,
V.J. (1998). Del alma y el arte. Editorial Arte.
Mitchell, W.J. (1992). The Reconfigured Eye. MIT Press.
Petriglieri, G. [@gpetriglieri]
(4 de abril de 2020) [Tweet]. Twitter.
https://twitter.com/gpetriglieri/status/1341043274761572352
Varela, F. et al. (1993). The Embodied Mind.
MIT Press.
BIO
Victor J. Krebs es
profesor de filosofía en el departamento de Humanidades de la Pontificia
Universidad Católica del Perú. Es autor de Del Alma y el arte. Reflexiones en
torno a la imagen, la cultura y la memoria (Editorial Arte, 1997), La
recuperación del sentido. Wittgenstein, la filosofía y lo trascendente (Equinoccio,
2008), La imaginación pornográfica. Contra el escepticismo en la cultura (Lápix, 2014) y (con Richard Frankel)
Human Virtuality and Digital Life.
Philosophical
and Psychoanalytic Investigations (Routledge, 2021). Es también
editor (con William Day) de Seeing Wittgenstein Anew (Cambridge University
Press, 2010). Actualmente escribe “El Manual del
hedonista pobre.” Es filósofo pop, fundador de VJK Curaduria
filosófica y colaborador del suplemento Dominical de El Comercio en el Perú.
[1]
Es importante hacer
notar que Flusser se refiere no solo a la imagen digital sino a la imagen
fotográfica y toda otra imagen producida por mediación de un aparato como “imagen
técnica.” Para efectos de nuestra reflexión, basta señalar que la imagen
natural o convencional se convierte en imagen técnica para Flusser (1990)
en la medida en que está constituida por la traducción de la realidad física a
procesos materiales cuantificables, independientes de toda intencionalidad
subjetiva y derivativos de textos científicos (pp. 17ss).
[2]
De hecho, recientemente han
aparecido en el mercado aplicaciones que permiten, por ejemplo, vestir
apropiadamente la imagen digital de uno para entrar en una sesión Zoom, justamente cuando no lo hemos logrado hacer a
tiempo (o por desidia) en el ámbito físico. Lo que esto significa colectivamente
para nuestra relación con el espacio y la constitución de la realidad que
compartimos en nuestras vidas digitales no es menor.
[3]
Como explica Flusser
(2011, passim), la imagen digital no es causada por algo que representa, sino
producida a partir de sí misma, proyectada algorítmicamente por las máquinas y
los programadores, y finalmente –de manera indirecta– por el usuario que apreta los botones necesarios, en casi completa ignorancia
de lo que está haciendo. Lo que ocurre aquí es una escisión entre la imagen y
su origen, no muy distinta de la que ocurre para Walter Benjamin
en La reproduccion mecánica de la obra de arte.
[4]
Podría argumentarse que en el punctum de Barthes (2010) –donde la imagen revela a pesar
de su constitución mecánica la presencia punzante de una temporalidad y
contingencia que la sobrepasa– permanece algo de esa realidad en la fotografía
por haber sido su recodificación mecánica analógica y no digital. Pero no
perseguiremos esa línea de reflexión aquí, donde queremos más bien enfocarnos
en la singularidad de la recodificación digital donde la continuidad material
de lo analógico es desmenuzada en puntos digitales.
[5] Cf: “La transmutación de
una sensación táctil en conciencia […] es ya imagen. Arrastrada de la
inconciencia en la que nos aguardaba, esa sensación táctil virtualmente informe
en inconsciente se convierte en nuestra primera imagen, y de ese modo inicia
una sucesión de etapas mediante las cuales es capaz de transmutarse en formas
cada vez más definidas de nuestra conciencia. Vemos entonces lo inapropiada e
inexacta que es la identificación de la imagen con la representación, ya que en
sus primeras etapas la imagen no representa nada pues es conciencia inmediata,
digamos presentación pura, que puede volverse eventualmente representación,
pero puede igualmente permanecer en nosotros como presentación sola.” (Krebs
1998, p. 27)
[6]
En este sentido podría
decirse que nos ha acercado a la visión oriental del sunyata:
“La imposibilidad de encontrar objetos, no porque se escondan, sino porque
carecen de existencia intrínseca … porque nada existe independientemente de sus
partes, y esas partes están formadas por más cosas, y así, sucesivamente, el
fenómeno convencional desaparece y uno se queda solo con la ausencia de lo que
ha buscado, con el vacío de ese vacío.” (Varela, 1993, p. 4; Cf. Frankel &Krebs 2021, ch. 7).