virus: poéticas de la transgresión
VIRUS:
POETICS OF TRANSGRESSION
Humberto Valdivieso
Universidad Católica Andrés Bello
http: www.doi.org/10.5281/zenodo.7648876
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Recibido: 04 02 2021
Aceptado: 09 03 2021
Publicado: 30 03 2021
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Cómo citar este artículo
Valdivieso, H. (2021). Virus: poéticas de la
transgresión
ASRI. Arte y Sociedad. Revista de Investigación en
Arte y Humanidades Digitales. (19), 45-55.
Recuperado a partir de https://revistaasri.com/article/view/4742
Resumen
El artículo explora, a partir de la idea de “nuevo
infinito” de Nietzsche, las propiedades del espacio y el tiempo contemporáneo
en los discursos estéticos. Asimismo, aborda la poética del virus como
infección y las estrategias que le corresponden.
Palabras clave
Virus,
poética, estéticas contemporáneas, postpresente.
Abstract
The article
explores, based on Nietzsche's idea of "new infinity", the properties
of contemporary space and time in aesthetic discourses. Likewise, it addresses
the poetics of the virus as an infection and the strategies that correspond to
it.
Keywords
Virus, poetics,
contemporary aesthetics, postpresent.
Introducción
Los discursos estéticos contemporáneos guardan
una relación particular con el tiempo y el espacio. Su modo de estar y actuar
en el mundo los vincula a los múltiples dilemas de la globalización y a ámbitos
donde el saber es generado de forma interdisciplinaria. Actualmente, una obra
de arte ¾bien
sea artes visuales, literatura, performance o un híbrido¾ suele
estar abierta a un sinnúmero de experiencias. Esto puede hacerla incompatible
con formatos, procesos y modos de exposición o publicación rígidos. La mayoría
de los artefactos culturales y los datos producidos por los seres humanos están
hechos para circular en redes. Por eso sus propiedades y formas de circulación son
inseparables de las condiciones de la cultura digital. No importa si se trata
de obras “desconectadas” (of line), el ambiente electrónico de la informática y
las redes las va a envolver. Esto ha hecho que los discursos se hayan vuelto
livianos y veloces.
Las corrientes del pensamiento
post-dualista del transhumanismo y el posthumanismo
presionan al arte actual desde diversos recodos. También la indetenible
movilidad de los datos, la transformación del cuerpo humano por implantes y
cirugías, la crisis ecológica y social en todo el planeta, las innovaciones en
el saber y una tecnología en constante renovación lo afectan. El mundo pesado,
mecánico, cuya morfología estaba diseñada por espacios y conocimientos
segmentados y sólidos, ha quedado atrás. Otro plagado de bocetos, redes
complejas, formas híbridas e identidades nómadas comienza a establecer su
dominio. La presión sobre los márgenes físicos, intelectuales y electrónicos desde
finales del siglo XX es cada vez más fuerte, las multitudes están
colapsándolos. Sin embargo, no ocurre esto a modo de un caos informe sino de
flujos indetenibles que circulan hacia todos lados. El mundo siempre tiene una forma,
aunque no la podamos entender. Y es en esa zona imprecisa e incomprensible, llena
conceptos y signos en tránsito hacia lo imprevisto, donde yacen los discursos
estéticos de este siglo.
La integración de la conciencia humana
al software, la proliferación de grandes datos que ponen a prueba cualquier
sistema y la aparición de objetos desobedientes (England,
Schiphorst y Bryan-Kinns,
2016) suscitan infinidad de disyuntivas en las estructuras de vida diaria de
los seres humanos. Si bien las innovaciones tecnológicas, las fronteras físicas
y virtuales, y las estrategias de opacidad de gobiernos y corporaciones ponen
límites, estos han perdido el carácter disuasivo. Las antiguas murallas ahora
son señales provocadoras. Traspasarlas supone un reto extraordinario. Tras ellas
pareciera encontrarse algún tesoro. No importa si quienes desean cruzarlas son
las caravanas de emigrantes pobres que surcan Centroamérica para llegar a USA o
los avezados piratas informáticos que buscan subvertir los bloqueos del
gobierno chino.
Actualmente, los límites no son adustos
puntos de control sino escenarios donde ocurren performances. Sus estructuras
de bloqueo, físicas o digitales devienen en interfaces y sirven de medios para exponer
discursos de todo tipo. Por eso son un significativo punto de partida para
examinar los discursos del presente. El límite, la frontera, el muro, la cerca
y cualquiera de estos obstáculos pasaron de ser puntos muertos entre dos formas
de vida a convertirse en una señal seductora, en un llamado a la acción. Es el
caso de los balancines para niños colocados en el muro que divide a México y
USA en Muro Teeter-Totter de Ronald Rael, Virginia San Fratello y el
Colectivo Chopeke,
del satélite virtual Moon
hecho por Ai Weiwei y Olafur Eliasson, y de la experiencia
de realidad virtual ¿Qué
es la realidad? de Ricardo Arispe. Todos estos
proyectos convierten las líneas divisorias en campos de sucesos. En ellos, la
función original del borde pierde sentido y lo que anteriormente era un límite
rígido pasa a ser una membrana semiótica. Su dureza queda debilitada. La
estructura se hace maleable, porosa, transparente y afecta el significado de
todo lo que cruza a través. Incluso las distancias, en tanto límites
espaciales, quedan alteradas. Por eso la ciudad de Chernóbil, en la obra de
Arispe, aparece en los muros de Caracas como si fuese un liquen electrónico,
una infección digital. La toxicidad de una urbe encuentra un lugar propicio en
la decadencia de la otra. La intervención de procesos de inteligencia
artificial en la obra genera los vínculos dramáticos, apocalípticos, de esa
fusión.
La pérdida de rigidez de una frontera,
su deformación, altera las divisiones tipo dentro-fuera, real-virtual,
nuevo-viejo o nativo-inmigrante. El ambiente que emerge de la actividad en el borde
hace que los conceptos, discursos y signos, al cruzar de un lado a otro, queden
distorsionados. Palabras, imágenes y gestos dejan de estar supeditados a
códigos estéticos o políticos. La membrana semiótica les somete a las
vibraciones heterogéneas del ambiente, las fuerzas contradictorias de las
culturas y la diversidad de voces de las multitudes en tránsito. Este artilugio
limítrofe es invisible y, sin embargo, sus efectos perturban la experiencia del
espacio. El movimiento oscilante de los balancines en la obra Muro Teeter-Totter, por ejemplo, es una metáfora del ir y
venir de las lenguas fronterizas, los intercambios culturales y las ideas
políticas. Leyes, conceptos, lenguajes, cuerpos físicos y hábitos son alterados
y diseminados de forma irregular por ese espacio. Ahí los puestos de
vigilancia, las vías oficiales y los canales de información quedan socavados por
el juego de los niños, los afectos de las comunidades, el cruce de información y
las frágiles identidades de ambos lados.
No es posible en estos espacios relacionar
lo creativo con la estabilidad. Los universos estéticos pierden el balance
porque carecen de medidas exactas, líneas fijas o puntos de apoyos seguros.
Únicamente representan tentativas en las cuales pueden medirse las ausencias.
Es decir, los antiguos bordes y sus marcas en descomposición. Esas donde las fronteras
dividían a las culturas. El colectivo de artistas e investigadores The antiAtlas of borders trabaja en
proyectos donde esa inestabilidad es notable. Ellos organizan investigaciones
multidisciplinarias que sopesan la transformación de los espacios limítrofes en
el ámbito global. Acuden a conceptos como cartografías alternativas, límites
frágiles, re-mapeo de los espacios, desterritorialización y desapariciones. Por
su parte, la arquitecto y artista Eugenia Fratzeskou
(ISEA, 2011), encuentra un dilema en la visualización digital de datos que es
posible vincular a este contexto de bordes deformados. Ella señala el desfase
que hay en cualquier proyecto que pretenda elaborar mapas exactos de una
realidad cambiante. El asunto, entiende, es hallar otros modos de exposición,
interacción y estética para los límites e incluso para la realidad en sí
misma.
Debido a la alteración de límites y
fronteras ¾los
cuales, más allá de lo geográfico, incluyen cuerpos, tecnologías y saberes¾, espacio
y tiempo se han hecho cada vez más complejos. Sus propiedades son examinadas y
puestas a prueba en los discursos estéticos. Ese ejercicio de explorar, pensar y
maniobrar las condiciones del tiempo y el espacio en el arte expone al ser
humano ¾o posthumano¾
a la necesidad de tener una diferente comprensión del infinito. No para
rastrear las propiedades de una dimensión sino para ubicarlo en el contexto de una
acción. Este asunto es no menos paradójico que provocador porque no se trata de
una medida sino de una deformación constante de lo mismo: de una actividad
transgresora indetenible. Por lo tanto, apelar al infinito es sumergirse en el
inagotable e impreciso espacio de experiencia y no fuera de él. La obra Moon, de
Ai Weiwei y Olafur Eliasson, es una muestra
de ello. Ahí la constante escritura de los usuarios sobre la superficie de esa
luna digital la hizo cambiar continuamente. Entre los enunciados del proyecto
estaban: “perderse”, “espacio público”, “máquina de realidad”, “colaboración,
“comunidad”, “experimento” y “democracia”. El luminoso espacio blanco se fue
haciendo cada vez más denso en la medida en que ocurrían las más de ochenta mil
entradas que recibió entre los años 2013 y 2017.
¿Desde dónde es posible sopesar una noción
diferente del infinito? En el pensamiento de Nietzsche (2010) encontramos la
idea de un “nuevo infinito”. La expone cuando medita sobre el perspectivismo y
la interpretación. Con ella se refiere a los límites de la experiencia no
sujeta a la metafísica. Ni a cualquier otra especie distinta a la humana. Este “nuevo
infinito” no es exterior al mundo pues es dentro de él donde hay la posibilidad
de generar incontables interpretaciones. Solo reconociendo esto es posible decir
que cualquier perspectiva es un gesto limitado en un cosmos de por sí
inabarcable. Es una interpretación en un espacio de incontables
interpretaciones. La experiencia entonces es la última frontera, no porque fije
un punto en un mapa sino porque expone frente sí una apertura total, un inabarcable
cosmos de posibilidades.
La concepción nietzscheana de nuevo
infinito, expuesta en La ciencia jovial, apunta a considerar lo ilimitado al
interior de la experiencia humana. Es ahí donde el perspectivismo cultiva para
sí incontables interpretaciones “endiabladas, estúpidas, locas” (2010, p. 538).
Ahí resulta inútil “divinizar al viejo estilo […] a ese monstruo del mundo
desconocido” (2010, p. 538). También, es un llamado a restringir el ánimo de
querer ir más allá del mundo pues “Hasta los mayores espíritus no tienen más
que una experiencia de cinco dedos de ancha” (2000, p. 277). Lo infinito señala
un límite, pero no del espacio o el tiempo del mundo, sino de la propia
experiencia. Cada interpretación es el vuelo emprendido por un “aeronauta del
espíritu” (Nietzsche, 2000, p. 279) hacia su extinción o naufragio. Este ocurre
cuando el aliento de esa experiencia no da más y, aunque el espacio libre siga
abierto en el horizonte y el mar no termine nunca, la fuerza no alcanza para
seguir. Desde el ocaso los espíritus verán a otros ir más allá y encontrar sus
propios declives.
Es límite de la experiencia, “nuevo
infinito” nietzscheano, es un sendero propicio para adentrarse en el fenómeno contemporáneo
que he llamado la deformación del espacio y el tiempo, y señalar en él cierto tipo
de poéticas que corresponden a su condición. También, discernir cuáles
estrategias son propias en ellas y qué efectos tienen en el ámbito de la
cultura contemporánea. Tres cosas son fundamentales para guiar ¾inevitablemente
de modo laberíntico¾
este ejercicio de exploración: la pasión con la cual cada espíritu se lanza
hacia su ocaso, el límite de la experiencia en lo ilimitado y la imagen de
infinidad de experiencias ¾pájaros,
aeronautas, interpretaciones¾
surcando segmentos de infinito sin algo que las unifique. Esto permite, en esta
disertación, aproximarse al ámbito de la transgresión del modelo y estudiarlo
como un impulso del instante y no como un ejercicio de rebeldía político.
1. Virus: infinidad de experiencias
Prescindir del tiempo de las
cronologías, ese que marcha hacia adelante siguiendo una línea evolutiva, y
aceptar el tiempo de la exhalación ¾instante
fugaz¾ nos
aproxima a la idea de “nuevo infinito”. Este cambio de uno por otro tiene algunas
consecuencias: el futuro deviene en un horizonte vacío y el pasado en un
archivo donde cada registro es una ficción. La temporalidad, entonces, queda comprimida
al interior del instante, atrapada en el devenir de una experiencia
transitoria. El porqué del impulso, de ese gasto de energía vital, es incierto.
En todo caso, cualquier explicación puede resultar ficticia pues “no hay
verdades individuales, sino únicamente errores individuales” (Nietzsche 2008, p.
760). Ese viaje fugaz hacia el ocaso, esa exhalación de un instinto que se
lanza, podríamos llamarlo temporalidad postpresente: una
forma del tiempo imprecisa, sin secuencias ni itinerarios. Un devenir, un
“agradable momento” (Nietzsche, 2008, p. 760): puro deseo.
La temporalidad postpresente
puede ser rastreada hasta el happening, los décollages de Wolf Vostell, el
arte-diversión de George Maciunas y las acciones
performáticas de Rolando Peña. Para Allan Kaprow
(Harrison y Wood, 2002), la división entre arte y vida debe ser fluido y hasta
donde sea posible indiferenciado. Este fluir tiene relación con la posibilidad
de que todas las ideas, materiales, temas, acciones y vínculos entre ellos
provengan de cualquier lugar o época menos de las “normas” o “tendencias” del
arte. Fluir es no esquematizar, ni fijar un hábito. El “agradable momento” es lo útil duradero
para Nietzsche (2008) porque no persigue lo adecuado a fines y razones. La vida
contemporánea, más allá del arte, está profundamente “estetizada”
y por eso en el fluir de los avatares, las identidades híbridas y los memes hay
mucho de esa útil fugacidad de lo no adecuado. Los intercambios entre vida y
arte son cada vez más espontáneos, pero no son uniformes.
Octavio Paz en Corriente alterna propone
que la experiencia poética es un acto de destrucción y creación del lenguaje. Lo
que un poema expresa no es anterior a él sino posterior, producto de la
demolición del sistema. Las ideas se desprenden de la obra por su propia
naturaleza y no gracias a un mandato externo. Lo poético deshace las palabras
y, sin embargo, busca la “Palabra”. El espacio y el tiempo de un poema no están
fuera él, le pertenecen a esta “empresa insensata” de destrucción y creación,
nos dice Paz. En la vereda de semejantes ideas es posible pensar que el viaje de
un espíritu hacia el infinito es un impulso poético. Pero ¿todo impulso lo es? “Lo
no dicho es el tejido del lenguaje” afirma Paz (1994, p. 450). Para Nietzsche
(2010), el origen de las cosas, aquello que les otorga su nombre, es una
fantasía fijada por el peso, la validez, la medida y otra serie de creencias
arbitrarias. Ellas le generan una piel, una envoltura que al final termina
arropando su esencia. Creer que señalando ese origen puede destruirse el mundo “real”
es una fantasía, “¡Sólo como creadores podemos destruir!” (2010, p. 382), apelando
a lo no dicho. Un impulso es poético en la medida que destruye, deforma. Solo
así vive su “agradable momento”. En los límites de una experiencia estética, sobre
lo ilimitado del lenguaje, “cada forma secreta su idea, su visión del mundo”
(Paz, 1994, p. 445), no al contrario. La acción de secretar nos ofrece la clave
pues ella emana del acto mismo de destrucción. Únicamente algo intoxicado,
envenenado, secreta un impulso poético. Por lo tanto, cada disrupción estética despliega,
gracias al efecto de la infección, discursos más profanos, menos sublimes y más
oscuros: más tóxicos.
La experiencia estética, al ser un acto
de destrucción, no llama a una verdad sino a un Eros. “¡Más allá de ‘mí’ y de
‘ti’!” pide Nietzsche “¡Un sentir cósmico!” (2008, p. 760). En la temporalidad postpresente
quizá no acude el más antiguo ni el más “puro” sino uno tóxico, tal vez “sucio”
o perverso: ¿el Eros nitzscheano envenenado por el
cristianismo? En todo caso, uno que haga del impulso vital un campo de
conflictos y no una trayectoria. Aquel que hace de cada cicatriz ¾experiencia,
vuelo, deseo¾ no la
extensión de la nostalgia sino el anuncio del naufragio por venir. En fin, un
Eros que exponga la locura como única posibilidad de ser:
¡Concededme,
Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí!
¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad
repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los
haya sentido jamás! ¡rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar,
gemir, arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí
mismo! (Nietzsche, 2000, p.19).
Las disrupciones, tan propias del arte
actual, son entonces producto de un Eros que desestabiliza, de un juego hacer y
deshacer. La seducción es inseparable de ese impulso nietzscheano. Como afirma
Deleuze (1998), Nietzsche entiende el arte como algo que estimula la “voluntad
de poder”. Tejer discursos, suscitar necesidades y desplegar estrategias de
asedio forman parte de ello. Penetrar con las palabras, las imágenes o la carne
es extender maniobras iniciadas con el contacto. Artimañas excitantes donde
“los significados combaten entre sí, se neutralizan y se aniquilan” (Paz, 1994,
p.445). Un cuerpo erotizado es un espacio invadido. Donde aparece Eros la
máquina poética cede a las maquinaciones que traman la posesión. El contacto no es un destino sino el efecto
ocasionado por ese Eros que busca el placer en la actividad y no en la idea o
la referencia. No está dado a la contemplación o la mímesis. Semejante espacio
erótico le pertenece al asedio, la destrucción y el arrebato.
¿Es un discurso estético consecuencia
de una infección? ¿Podemos apreciarlo como un virus que no tiene metabolismo
propio y necesita hospedarse en otros organismos para existir? ¿Es el virus
quien desata la “locura” y genera infinidad de experiencias, interpretaciones? El
arte es un estimulante que desfigura al mundo. Actúa donde hay intercambios de
materias a distintas velocidades y ritmos. Ahí inicia una infección. La obra es
un vector de transmisión cuya razón de ser es modificar lo ya formado, lo
habitual. Virus proviene del latín virus, relacionado al sánscrito visám (veneno): humor fétido, hiel, sabor
amargo. El Eros contemporáneo provoca esta enfermedad gracias a la cual el
mundo queda trastornado.
La labor del arte es la del poeta de
Deleuze y Guattari (2010), quien “lanza poblaciones moleculares con la
esperanza de que siembren o incluso engendren el pueblo futuro, pasen a un
pueblo futuro, abran un cosmos” (p. 349). El resultado de esos lanzamientos son
nuevas conexiones, relaciones inusitadas, deformación. Por lo tanto, la infección
no llena un espacio vacío. Disemina agentes de cambio a través de un campo-cuerpo
que estaba consolidado, codificado y, hasta ese instante, cerrado sobre sí
mismo. La infección esparcida penetra lo lleno y actúa en su interior para
cambiar la estructura original. Un agente infeccioso es un virus que penetra en
las células de otro organismo y ahí se multiplica y transforma. En este caso la
infección ocurre debido a la transmisión por contacto, la patología consecuente
produce alteraciones importantes en el huésped. En esta relación hay un juego
erótico que no produce recompensas sino virulencia. El agente infeccioso entra
en las células de un cuerpo. Es una densidad que atraviesa densidades, una
materia que rompe las membranas de otra y en ese intercambio produce anomalías.
El espacio receptor una vez transformado comienza a ser raro con respecto a su
propio entorno, la infección lo convierte en marginal a la vista de su
comunidad.
Paradójicamente, de esa marginalidad
surge una erótica particular que incita el uso de estrategias poéticas. Ellas
son desplegadas para transgredir los modelos. La infección no completa un
esquema; deforma y otorga una nueva identidad a quien la sufre. Lo convierte provisionalmente
en otra cosa, le hace pertenecer a otro modo de estar y le confiere rasgos que estimulan
deseos discordantes a los establecidos por su lugar original: la envoltura
ficticia de su esencia adecuada al modelo. Entre virus y huésped hay una lucha de
mecanismos de defensa y necesidad de replicarse. Se trata de un pathos que provoca, en el
cuerpo infectado, estados simultáneos de dolor y placer.
2. La transgresión y el modelo: el
límite en lo ilimitado
“Cada época tiene su sistema de
conocimiento erótico que pone en juego la prueba del límite y de la luz” (p.136),
advierte Michel Foucault (2010) en Un saber tan cruel. Y agrega que el mundo de
la “perversidad moderna”, “obedece a una geometría profunda que manifiesta, en
la anécdota, unas situaciones precarias o unos objetos fútiles”. En su análisis
de la obra de Claude Crébillon, Foucault sitúa en
esos objetos el lugar donde las relaciones son sesgadas por la ambigüedad y la
trampa. En ellos lo erótico tiene conexión con la mirada. Quienes están
inmersos en su territorio participan de un juego de contradicciones entre
ocultar y descubrir. Ahí hallamos dos tipos de conocimiento: uno habita en los
límites de lo humano y lo inhumano, y responde a “objetos de encierro”. El otro
es propio de las relaciones establecidas entre el deseo y el saber, y responde
a “objetos de conexión”.
Los objetos de encierro son inevitables
e integran el espacio simbolizado por el Minotauro erótico. Ellos son producto
de una perversidad que descansa en el lado contra-natura del saber, en la
acción de una máquina ciega que devora. Foucault (2010) encuentra en ellos la
mirada soberana del amo que actúa desde el deseo anónimo del poder. La
vigilancia brutal es ejercida sobre cuerpos dóciles y construye mecanismos
capaces de ocultar al arquitecto en las figuras que él mismo creó. El Minotauro
es a la vez el laberinto y Dédalo su diseñador. En los pasillos se mezcla el
deseo anónimo con la fatalidad inevitable. Es un saber instrumental, meticuloso
y asociado a la persecución técnica. No hay escapatoria. La jaula, el
subterráneo ¾“su
versión endoscópica”¾
y la máquina marcan las trayectorias de ida al laberinto.
A diferencia del Minotauro y su
inevitable cercanía, Foucault (2010) ve en Ariadna y su hilo un juego de
trampas donde la conciencia queda enmarañada. Ella es lejana e incierta y en su
red uno se pierde “sabiéndose perdido”. Ahí la conciencia erótica está asociada
a un saber elaborado en el inestable borde que separa la claridad y la ilusión.
Todas sus formas de conocimiento son propias de un espacio teatral. En ese
mundo ilusorio las relaciones están marcadas por una transgresión liberadora.
En él importan más las maquinaciones que las máquinas puesto que todo artificio
está dispuesto para permitir las técnicas de la ilusión, crear filtros para los
sentidos y jugar con la astucia de la verdad. Nunca carece de recursos porque
todo es atado y desatado permitiendo que el juego del amor dependa de un
artilugio. Lo verdadero y lo falso importan menos que el intercambio de
miradas, que lo aceptado a medias y que las huidas, las negativas y los consentimientos.
La ironía, el gesto límite y el truco aparecen en situaciones abiertas a la transgresión,
pero contrarias al encierro y la vigilancia. No hay castigo, hay seducción y
una forma de saber donde la sociedad, como lo entienden Deleuze y Guattari
(2010), está definida por sus relaciones y no por sus herramientas. Los
objetos-situación permiten un Eros que se manifiesta en formas de conocimiento
como el velo, el espejo y el filtro.
La infección es una poética
transgresora. Pertenece al espacio tejido por el hilo de Ariadna. Un cuerpo-territorio
no espera el contagio y no está preparado para recibirlo. Confía en los límites
adecuados del mundo conocido: hábitos, normas de seguridad y fronteras entre
los cuerpos. Pero en ataque viral actúa ese Eros subversivo que modifica el
mundo desde la trampa. Cuando un virus ha penetrado en las células, el cuerpo queda
tomado por situaciones incontrolables. Podemos comparar este tipo de infección
con el viaje del “automóvil verde” en el poema de Allen Ginsberg (2011, 79). En
él los amantes hacen un peregrinaje errático e improvisado por el “infinito”
para luego volver a su estado inicial. Es un viaje del deseo, un salto
repentino: “agradable momento”. No hay en él principio ni fin debido a que todo
es cierto y falso a la vez. Solo el ocaso de la experiencia. Las contingencias
del viaje desequilibran el mundo y colocan sobre balanzas no calibradas el
juego de los amantes. Ellos atan y desatan sus propias vidas como si se tratase
de un jazz:
Mientras todo el tiempo en la Eternidad
en la pálida luz del radio de este
poema
nos sentaremos tras sombras olvidadas
oyendo el jazz perdido de todos los
sábados.
El viaje laberíntico, psicodélico, como
es propio de los artificios de Ariadna, está lleno de máscaras e inutilidad. La
única forma de ser real ahí es ubicarse en el borde de la verdad y la ilusión,
y lanzarse al espacio abierto, ilimitado. El automóvil verde de los
amigos-amantes realiza una travesía tan real como alucinatoria. El cuerpo del mundo
pierde el control en el poema pues ellos lo han infectado:
Neal, ahora seremos héroes reales
En una guerra entre nuestras vergas y
el tiempo:
Seamos ángeles del deseo mundial
Y llevémonos el mundo a la cama antes
de morir.
La infección es una trampa, en ella la
realidad se estremece y las perspectivas sobre ella deben aceptar su condición
de modelos provisionales. Es un espacio de transgresión donde, a entender de
Michel Foucault (2010), el juego de deseo y saber hacer que lo prohibido libere
una luz. El viaje de los amantes en el automóvil
verde es la maniobra de una conciencia erótica que desea extraviarse en el
tejido sin bordes de los hechos y la alucinación. Ahí encuentran su verdad,
liberan su luz. Semejante experiencia no encierra en el laberinto, no engulle
ni borra lo humano. En verdad conecta el adentro y el afuera de tal forma que
es imposible distinguir la certeza de uno y del otro. Todo lo deforma y expone
las condiciones provisionales de un viaje no lineal hacia las dos direcciones
al mismo tiempo: “y seguiremos conduciendo/toda la noche hasta el amanecer” (p.
81).
Este erotismo sin definición, que
leemos en el poema de Ginsberg (2011, 77), podemos ubicarlo alrededor de lo que
Foucault (2010) llama la más central de todas las situaciones eróticas: el
travestido. En su territorio no hay transformación completa, tampoco pérdida de
la naturaleza. Ella es esquivada en su propio terreno, sobre ella se improvisa
para alterarla sin salir de sus límites. Eso es propio de una infección, es lo
que ocurre con ese Vehículo-Verde-virus en su periplo alucinatorio:
Luego conduciremos ebrios por avenidas
Donde los ejércitos marchan y aún
desfilan
Tambaleándose bajo el invisible
Estandarte de la Realidad.
3. Travesti: un espíritu hacia su ocaso
El diario El País de Madrid publica, el
01 de julio de 2010, el siguiente titular: Facebook censura una fotografía de
Robert Mapplethorpe. La red social encontró la
portada del disco Night Work
de Scissor Sisters,
"inapropiada y excesivamente explícita". En la fotografía podemos ver
las manos de Peter Reed apoyadas sobre su trasero. Solo el final de la espalda
está a la intemperie. De la cintura hacia abajo todo está cubierto. No hay
desnudo. Sin embargo, la imagen no deja de ser estremecedora. Un delicado
balance de fuerzas y contrastes someten la mirada a una esclavitud voluntaria.
La firmeza de los músculos de Reed, reafirmada por los sugerentes pliegues de
la malla de ballet, contribuye a este juego. La tela
es apenas una fina transparencia que cubre las firmes nalgas del bailarín. El
encuadre es un espacio de tensiones que descarta todo lo que le es exterior. La
fotografía está justificada en la claridad de su transgresión.
Mapplethorpe
no escondía la naturaleza, él estaba fascinado con la fuerza expresiva de los
cuerpos y lo maleable de la materia humana. De su trabajo puede decirse, en
palabras de Michel Foucault (2010), que ahí “la naturaleza no queda trasmutada
profundamente, sino más bien esquivada sobre el propio terreno” (p.144). Mirar
para Mapplethorpe es un ejercicio de modelado que no aparta
los accidentes biológicos y a la vez enfatiza las formas geométricas, y
orgánicas. El resultado es inquietante para las mentes conservadoras pues el
cuerpo deviene en su doble imposible. Es decir, desplaza lo anecdótico de los
géneros y privilegia el efecto visual. Lo obvio, el modelo aceptado como
realidad, deja de importar y lo inusual, las trampas visuales que elaboran la metáfora
se hacen evidentes y gritan desde el cuadro. Lo masculino o femenino es menos
importante que el efecto de las formas transitando a medio camino entre uno y
otro.
El trasero de Peter Reed es seductor
gracias a una desviación que la mirada no puede evitar: el cuerpo masculino
feminizado. Su fuerza descansa en la paradoja, no es ninguno de los dos géneros
y es los dos a la vez. Participa de lo que Foucault (2010) reconoce como “la
más central” y “ejemplar de las situaciones eróticas”, el travestido. No se
trata de un subgénero o una condición, su naturaleza no es biológica y su
identidad no es social. La imagen no es un panfleto, en verdad es una de las
trampas de Ariadna: una deformación, una infección de lo considerado “normal”.
Puede verse en ella una síntesis poética de la transgresión. Por eso logra
estremecer las nerviosas miradas de los puritanos. Cualquier posición con
respecto a ella, a favor o en contra, no es un juicio racional; es el síntoma
de una patología desatada por el Eros contemporáneo.
Ante la incapacidad de fijar una
definición segura y real con respecto a la imagen, Mark Zuckerberg, presidente
de Facebook y minotauro electrónico ¾censurador
habitual de pezones, vaginas, penes y escenas eróticas¾,
advierte una amenaza y elige la clausura. Sin embargo, la brutalidad de este Savonarola postdigital no termina
derrotada por el artificio. ¿Qué está censurando? ¿El trasero? ¿La ajustada
malla que lo cubre y llena de pliegues? ¿El primer plano? ¿La tensión de las
formas? ¿Qué es lo explícito? ¿Por qué es inapropiada?
Cuando Facebook tomó la decisión de
censurar, la fotografía penetró en las células de la cultura digital y afectó
buena parte de su cuerpo. La infección generó una centrífuga en la conciencia
erótica global y la imagen terminó expandiéndose al infinito por el universo
mediático. El miedo no hizo más que desatar el deseo y fomentar una pandemia.
Lo inapropiado e insoportable para el censor era que la fotografía podía ser adjetivada
y sin embargo no aceptaba una explicación ecuánime. La razón es que en ella
conviven tres figuras propias del travestido (Foucault, 2010): el espejo donde
la realidad es expuesta por una ilusión capaz de revelarla en la medida que la
oculta: paradoja. El velo que esconde y traiciona: indiscreción. Y el filtro
que en lo falsamente verdadero origina sentimientos ilusorios: fantasía.
La fotografía del trasero de Peter Reed
abre un juego morboso que es propio del espejo mágico. Quien mira ejerce una
vigilancia soberana sobre la imagen. Siente que en la soledad de su relación
domina el poder del juicio. Pero esa mirada absorta y solitaria termina por
descubrir algo secreto, tal vez preocupante. Desde la fotografía una imagen
oculta de sí mismo se le devuelve, ella es tan verdadera como falsa. Está
cargada de deseo hacia el cuerpo que la espía. El cual, paradójicamente, en el
acto de ofrecérsele, se le escapa.
Las manos del bailarín, completamente
desnudas, son más pesadas y menos sugerentes que las nalgas cubiertas por la
malla. Son un accesorio propicio para sostener el indiscreto velo que es la
tela llena de pliegues. La ligera licra cubre y duplica la superficie; a la vez
esconde el deseo y traiciona el pudor. Es el anticipo de lo que oculta. Por lo
tanto, no suprime sino exacerba la necesidad de mirar. Este subterfugio hace
vulnerable a la mirada y al objeto del deseo.
La imagen es un filtro para los
sentidos, una toxina inoculada en la mirada. Provoca deseos explícitos y
ocultos por igual. Su juego es el de la ilusión cuando trabaja de forma
subrepticia. Las fotografías de Mapplethorpe están
llenas de umbrales donde la naturaleza se desvía hacia experiencias
transgresoras. En ellas el Eros del postpresente
evade los moldes diseñados para el encierro. Seduce con artificios considerados
improbables pero que liberan una luz oculta, un conocimiento propio de la
conciencia erótica. Esta luz no es una marca divina o una revelación, es una
señal de emergencia. Ella nos anuncia que la realidad ha sido liberada por lo
prohibido. Entonces no debemos esperar de ella otra cosa que un modelo deforme,
un impulso hacia el ocaso, “agradable momento”, una enfermedad.
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