tiempo sin tiempos: devenir postpresente

 

timeless time: becoming postpresent

 

Lorena Rojas Parma

            Universidad Católica Andrés Bello

 

http://www.doi.org/10.5281/zenodo.7648912

 

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Recibido: 04 02 2021

Aceptado: 09 03 2021

Publicado: 30 03 2021

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Cómo citar este artículo

Rojas Parma, L. (2021). Tiempo sin tiempos: devenir postpresente 

ASRI. Arte y Sociedad. Revista de Investigación en Arte y Humanidades Digitales. (19), 56-66

 Recuperado de https://revistaasri.com/article/view/4743

 

 



 


Resumen

 

Pensar el postpresente es un desafío para la filosofía. Se expone que los tiempos alterados de la tecnología disuelven el pasado y el futuro. El devenir del postpresente se expresa a plenitud en el amor, en Eros digital.        

 

Palabras clave

 

Postpresente, tránsito, transformación, deseo.

Abstract

 

Thinking post-present is a contemporary challenge for philosophy. Altered times of technology dissolve the past and the future, becoming post-present. Specially expressed in Digital Eros.

 

Keywords

 

Post-present, Transit, Transformation, Desire.


 

Es costumbre de perros ladrar al que no conocen

                                                                                                                                            Heráclito

 

1. Introducción

 

Los que recorremos los caminos de la filosofía, desde los tempranos colores de su aurora, hemos recorrido también diversas nociones de tiempo. Se forjan de hallazgos, razonamientos, cosmovisiones que han revelado aristas sobre la compleja experiencia de la temporalidad. Cambio, eternidad, subjetividad, lenguaje y mundo se atraviesan de argumentos filosóficos. Pensar el tiempo implica, también, reconocer el tiempo del cuerpo, del alma, de la física, de cada criatura de la tierra; el tiempo del amor, de la oración, del duelo, de envejecer, de saber de sí; el tiempo del reloj, el tiempo de la agenda… todos diversos pero amparados misteriosamente en un transcurrir que reconocemos “tiempo”. No hemos dejado de pensarlo, y en ocasiones, desde horizontes inconciliables entre sí. En una hermosa línea de Certidumbres, escribe Whitman a propósito del tiempo: “No albergo duda de que los asuntos temporales duran mil años”. Y acaso haga converger nuestro paso breve por la vida, con mil años que para nosotros anuncian una eternidad. Como si nuestros asuntos, esos temporales, realmente no tuviesen tiempo o escapasen a todas nuestras fuerzas. Herederos de Platón, san Agustín, Kant o Wittgenstein, seguimos pensando los secretos del tiempo. Preguntándonos qué es lo que decimos cuando decimos, en la entrada de un teatro o tras un reencuentro amoroso, “es tarde”. En ese inevitable seguir pensándonos, que nos piden la vida y la filosofía, hoy somos sorprendidos por una noción temporal que se une a la experiencia contemporánea de los “posts”, y que desafía los términos comúnmente conocidos de la temporalidad. Pues, como lo anuncia su nombre, no es pasado ni futuro y, en rigor, tampoco presente. Es “postpresente”.

 

De manera que la compleja cavilación sobre el tiempo, inacabada como suelen ser las cuestiones filosóficas, ahora nos exige elaborar, hilar, pensar, con las fuerzas del espíritu muy atentas, la naturaleza de una experiencia que, en una primera mirada, nos resulta poco familiar. En efecto, hablar de postpresente aturde nuestros usos para nombrar el paso del tiempo, y nos preguntamos por qué no lo llamamos futuro. O por qué lo que se anuncia después del “post” no constituye pasado. Por qué todo insiste en mantenerse próximo al tono del presente. No contamos, además, con unas coordenadas más o menos claras para elaborar filosóficamente lo que se quiere decir con postpresente. Y si bien las alusiones contemporáneas al “post”, se desbordan sin mayores contenciones, cuando se adhiere a un modo del tiempo, se hace especialmente complicado y revelador, pues toca fibras profundas de la existencia, que se pasean entre nuestro camino a la vejez, las relaciones con el recuerdo, la incertidumbre o el ritmo de la tecnología. No parece muy prometedor intentar un recuento de los amplios usos del “post”, pues cada postverdad, postdualismo o postpostmodernidad, se abre a otros universos que tejen sus propias cavilaciones. Por ello, una manera de ocuparnos de nuestro postpresente, tal vez sea permitir que se des-oculte a través de la reflexión sobre la experiencia que nombra. Donde es preciso fortalecerse en lo que Platón llama “pensar”, es decir, en el diálogo del alma consigo misma (Teeteto, 189c). En ese recorrerse de sí donde se cuestiona, se observa y se examina cuidadosamente el argumento y la experiencia. Donde la palabra pensada es palabra con alma. Por su parte, suele tener razón Gadamer cuando afirma que precisamente porque somos “seres finitos”, seres temporales –al menos por ahora–, “estamos en tradiciones, independientemente de si las conocemos o no, de si somos conscientes de ellas o estamos lo bastante ofuscados como para creer que estamos volviendo a empezar” (Gadamer, 1991, p. 116). Por tanto, como no somos almas sin referentes –ni ofuscadas–, y las tradiciones que nos sostienen suelen decirse de nuevo en su vitalidad, de allí vendrá el impulso para pensar un poco, en la brevedad del espacio, algunas aristas reveladoras del postpresente. Con ánimo de búsqueda e indagación más que de ofrecer respuestas; dejando los caminos abiertos, como parece más próximo al postpresente, y también a lo que aprendimos con Sócrates. Sin ladrar, porque la vida no suele ser, si somos atentos, totalmente desconocida.

 

 

2. Desarrollo

 

2.1 Un río en incesante fluir

 

El uso extendido que nombra los tiempos de nuestra vida, sufre una alteración importante cuando se afirma el postpresente. Pasado/presente/futuro, nuestros tiempos heredados, en una dirección más o menos lineal, se diluyen en una relación que se torna ambigua. Con algún desconcierto sospechamos que, al menos, se trata de una revisión del pasado y el futuro, y de unas nuevas relaciones con el presente. Un presente que, además, desde los aires de nuestro siglo, se ha ido revelando como un “presente extendido”. Una compleja conflagración de causas económicas, políticas, tecnológicas, et alia –lo que no constituye, stricto sensu, ninguna novedad–, ha ido fraguando otras formas de comprender el tiempo. En efecto, hoy todos sentimos que el ritmo de los cambios, de los movimientos del alma humana y de nuestro mundo, se ha hecho distinto, más acelerado, como suele decirse, aunque también revelador de otros modos profundos de la vida. Estos devenires más apresurados, en los que la tecnología ha hecho más sólido su vínculo con nuestra intimidad y con una acelerada actualización de sí misma, se acompañan de una importante confesión contemporánea, según la cual nosotros estamos en tránsitos de evolución. Somos estadios de procesos, de cambios, y no hemos alcanzado –y acaso no ocurra– nuestra “causa final”. Las perspectivas del posthumanismo y el transhumanismo, son buenos testimonios de ello (Ferrando, 2019), (Mazocco, 2019). Homo sapiens se encuentra en medio de una transición (Harari, 2016). Esto ha ido sintonizando, como no es extraño a la experiencia, con la manera de concebir nuestros tiempos, nuestro transcurrir, que, si bien no tiene las velocidades de un mensaje digital, tiende más al énfasis en la transformación, el proceso, el movimiento que en alguna posible llegada. Llegada que, de haberla, formaría parte de otros tránsitos a otros destinos que seguirán siendo tránsitos (Braidotti, 2013). Este encuentro con lo transitorio, lo fugaz, lo que se transforma y se desplaza sin la búsqueda de un telos definitivo, nos abre el horizonte del postpresente. Es decir, del tránsito hacia el tránsito, en la conciencia de su fugacidad, y no del tránsito hacia el destino. Quizá hoy estemos más dispuestos a reconocer que la alegría de un viaje no comienza cuando llegamos al monumento histórico que queríamos visitar; acaso vino por nosotros desde el sueño por ese viaje que nos ha acogido desde la niñez. 

 

Las intuiciones que nos despierta el postpresente, lo que nos devela, no solo acentúa esa transformación y su desprendimiento del futuro, también cuestiona el pasado como ese tiempo del espíritu que suele recibirnos con el mismo rostro, y al que, de alguna manera, quisiéramos regresar. Ese cuestionamiento al pasado exige, pienso, un cierto detenimiento, porque, aunque nos gusten las proyecciones hacia el futuro, no podemos negar su inexistencia. A menos que reconozcamos que solo existe en el presente, como ya sabemos desde san Agustín (Confesiones, Libro XII). Pero con el pasado las cosas son distintas. Ese tránsito lo hemos vivido. Y la nostalgia es, quizá, su producto más destilado. Sabemos desde los griegos, sin embargo, que nada en la vida está protegido del cambio. Que el “mundo sensible” es movimiento. Y ni siquiera nuestros recuerdos son eternos. Pues todo deviene. Gadamer (1997), insistió especialmente en la no cosificación del pasado con la interpretación, pues cada vez que vamos a él, vamos también a una relación de diálogo donde las partes se reelaboran y cambian. Porque lo vivido, como los textos, está siempre abierto a la posibilidad. Tampoco nos es extraño que la memoria sea un poder creativo y cambiante, y no –al menos no solo– un “lugar” de almacenaje. Esa creatividad, la experiencia misma del recuerdo, revelan que el olvido es uno de los aspectos que pertenece a la memoria y, así, a la fineza de poder reelaborar la vida, de hacerla presente (Chrétien, 2002, p. 77). Nadie como Nietzsche para alertarnos ante “la fuerza de la capacidad del olvido”. En efecto, sin olvido “no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente” (Nietzsche, [1887]1988, p. 66. Cursiva del autor). El presente es, entonces, una posibilidad y un don del olvido, una actualización necesaria de la existencia. Y si hablamos de postpresente, donde lo sucedido se resiste a ser pasado, esa esperanza y jovialidad nos interpelan de una manera aún más exigente.

 

Por tanto, la nostalgia pierde sus espacios. El pasado se “digiere”, escribe Nietzsche, es decir, se incorpora, se transforma en vida actual –como ocurre con los alimentos–.  Y si no digerimos, si atrofiamos nuestra capacidad de olvido, no seremos más, dice, que un “dispéptico” (Nietzsche, [1887]1988, p. 66). En este sentido, cuando el pasado se ha hecho sangre y cuerpo, ha penetrado en nosotros, no nos invita a la añoranza o a la repetición. Se incorpora a la vida del presente –como “lo digerido”–, donde ineludiblemente se despliega nuestro estar en el mundo. Si el pasado se digiere, se hace de nuestra conciencia, significa que no se estanca ni se momifica en ningún lugar de nosotros ni de la vida. Esto implica, sin duda, un importante trabajo interior. Al menos en las generaciones que conocimos las relaciones nostálgicas con el pasado. Pues nos hemos labrado con el tono inevitable del abandono y la melancolía de lo que dejamos “atrás”. Como lo dice el tango, “con el alma aferrada a un dulce recuerdo que hoy lloro otra vez”. Ciertamente, no es extraño escuchar el reclamo contemporáneo por la nostalgia y, con Manuel Cruz, hablar de “la nostalgia de la nostalgia”, pues está amenazada, sin duda, por los ritmos contemporáneos de la tecnología y la vida. Ese “dolor del regreso” que se dice en nuestra palabra “nostalgia”, heredado de los horizontes del griego antiguo, se debilita en estos tiempos de transformación acelerada y poco compromiso con “lo pasado” como anticuario, o como lo que permanece en la memoria cubierto de una suerte de halo que narra una vida que, por supuesto, siempre fue “mejor”. Un pasado que, también para decirlo con Cruz, “a menudo nos gusta pensar como mítico para aliviar, en lo posible, la vergüenza del presente” (Cruz, 2016, p. 65). 

 

Sin embargo, el postpresente nos impele, pienso, a ver el pasado como lo devenido en nosotros, como lo que se ha “digerido”, se despliega y se integra en el presente. La metáfora de la digestión ha sido siempre reveladora. Y parece muy útil para nuestra reflexión. Pues esa digestión es un proceso de transformación, de asimilación en el presente, y no algún anhelo de repetición. Mucho menos una nostalgia por lo que hemos ingerido. En realidad, una repetición puede ser un síntoma de enfermedad o de mala o ninguna digestión. Lo devenido en nosotros se ha transformado y, desde allí, continúa su expansión. En este sentido, dicen Deleuze y Guattari, “El ‘devenir’ no es de la historia; todavía hoy la historia designa únicamente el conjunto de condiciones, por muy recientes que estas sean, de las que uno se desvía para devenir, es decir, para crear algo nuevo” (1994, p. 97. Cursivas añadidas). El pasado, devenido presente, no luce pasado en un sentido histórico, sino pasado incorporado, creativo, digerido en el presente. Y desde lo “muy reciente” también ocurre el desvío creativo. Son posibles, así, nuevas asociaciones, nuevas maneras de decirse, de desviarse y olvidar. El olvido no es, quisiera insistir con Nietzsche, “una mera vis inertiae [fuerza inercial] como creen los superficiales”, pues se trata de una fuerza de inhibición que permite que solo “lo asumido en nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el estado de digestión”, (1988, p. 65). Nuestro verbo “olvidar” lleva consigo el latino oblivisci, que podemos traducir como “contra lo denso” o “contra lo oscuro”. Olvidar es, entonces, la fuerza del espíritu que se opone a lo que se nos vuelve denso, fardo, lastre para el presente. Y es un resguardo de la vida.   

 

Por otro lado, el énfasis en el devenir y su expansión sin telos definido, aunque presida muchas reflexiones y angustias contemporáneas, tampoco es exactamente algo inédito. Decíamos que puede referirse a otras formas de la vida. Otras formas que, según como lo veamos, han sido siempre la vida. Marco Aurelio, en una de sus Meditaciones, nos da una luz especialmente valiosa cuando queremos pensar lo que nos sucede, como si la sabiduría se presintiera a sí misma en la infinitud de los cambios. Y nos recuerda, en medio de voces que lamentan con nostalgia esa “vida del pasado”, que seguimos recorriendo el alma del mundo. Es justamente una voz antigua y un alma contemplativa, la que nos dice:

 

Piensa muchas veces en la rapidez del paso y desaparición de las cosas que existen y están ocurriendo. Pues la sustancia es como un río en incesante fluir; las realizaciones están en continuos cambios; las causas, en infinitas alteraciones, y casi nada para, ni el presente tan cercano, ni el abismo infinito del pasado y el futuro, en que todo desaparece (Libro V, 23).

 

Acaso no tengamos que decir nada más.

 

Un alma antigua impregnada de esa sensibilidad contemporánea, que nos da el tono para pensar el postpresente, devela de fondo un presente cambiante que no se supera ni hace de lo transcurrido un pasado momificado ni del futuro un tiempo para llegar. Para “realizarse”. El pasado es un abismo infinito, dice el filósofo, y el futuro donde todo desaparece. El presente, que tampoco deja de cambiar, es esto “tan cercano”, donde ocurre el desvío. Nos vamos abandonando, inevitablemente, a un presente cambiante. No hay vuelta alguna a las nieblas del pasado; nada espera por nosotros en el futuro. Se trata de intuiciones profundas que se conjugan con lo que nos sugiere el postpresente, con nuestra manera de relacionarnos con las cosas y la vida. Acaso Marco Aurelio ha sido nuestro secreto Virgilio.

 

 

2.2 Tan cercano, tan cambiante

 

El presente, tan complejo de entender, asir o vivir, “tan cercano”, en su versión contemporánea cambia, transcurre, pero no cumple con la renuncia de sí mismo que solía exigirle el pasado. Menos todavía cuando sentimos que el tiempo, de la mano de la tecnología digital, lleva una velocidad muy acelerada. El presente transcurre y no hace de su paso un tiempo pretérito que ya no es ahora, se expande sin límite conocido y hace de sí multiplicidad y posibilidad. Expansión hacia los lados, en elipse, en madejas… el presente extendido conoce otras rutas además de la línea recta. El presente no se abandona de sí, se hace capaz de vivir en su pluralidad, en sus encuentros consigo mismo, expandiéndose, mientras alienta procesos y transformaciones. Esa expansión puede entenderse, pienso, como maneras diversas de decirse, de vivirse, de mostrarse, de hacerse, en pleno movimiento, sin detenerse. Sin que la nueva palabra o la nueva versión constituyan “futuro”. Desde la perspectiva del tránsito, el paso siguiente no es más que el paso siguiente. Y esta suerte de coincidencia plural, en la que ese paso transforma en su cercanía, reconociendo que nunca nada es lo mismo, describe un poco este clima del postpresente. Anuncia pasos cercanos y cambiantes, ritmos de respiración, presencias simultáneas. Anuncia lo que ya es otra cosa, pero que aún no se abandona; la certeza profunda de ser y no ser los mismos en los instantes que se desplazan cargados de nosotros. “Fluye y fluye en ondas de existencia, en constante expansión”, escribe Rumi (2002, p, 18). Tal vez la magnitud de los cambios, pudiéramos pensar, aún no sea tan abrumadora para ser “futuro” –se trate de la vejez humana o de alguna tecnología–. Pero cuando corresponda mostrar esos cambios, solo van a seguir sucediendo, como dice Marco Aurelio. Y tendremos que reconocer, una vez más, el fluir incesante de las cosas en su tiempo continuo e inasible, pero también discontinuo por ser portador de alteraciones, desvíos, transformaciones, que son el alma cambiante del mundo.

 

En este sentido, los secretos del postpresente nos evocan los caminos del alma nómada. Que no se aferra al pasado y que tampoco “busca” el futuro, espejismo bien conocido para el que transita desiertos. El devenir de su presente no se hipoteca al futuro –futurus, “lo que ha de ser”–, y tampoco adquiere su sentido a posteriori. Alguna promesa pactada con la vida –con lo que debería ser la vida, por ejemplo– se deshace en los andares que ella misma revela. Pues se trata de la experiencia que se vive y se estima en sí misma hic et nunc, con el saboreo del proceso, y no como paso necesario en la medida en que conduzca a la promesa. Se revela más valioso lo que está siendo, que se expande como la exhalación y se cruza con otras exhalaciones, que se unen al pneuma que hace la vida. Esto no significa una tara de incompletitud, o un rasgo lamentable de la existencia, pues “lo que ha de ser” no es algún detenimiento ontológico de lo alcanzado. No hay dónde detenerse, dónde “cumplirse”. Como el movimiento de la tierra, el paso silente de las nubes, o los planetai –“errantes”– del cosmos. Ya no nos espera un cierto lugar de la vida, desde donde las cosas adquieren un sentido general y profundo, como la felicidad aristotélica. Ahora somos sensibles al perfil de esa alma errante que se busca, mientras amplía cada vez sus horizontes. Y esto es importante, pues no se trata de borrarlos: la expansión del presente los extiende y los hace infinitos. “Cada hora es semen de centurias y más centurias”, dice Whitman. Cada hora se abre a paisajes que son infinitudes, universos posibles, que no se calculan ni se prometen. (Whitman, 2004, p. 328).  

 

Ahora bien, los tránsitos del postpresente también se vinculan, en tanto tales, con el tránsito secreto de las cosas. Con ese pasar silencioso que nos sorprende de transformaciones. Tienen que ver, pienso, con lo que Gadamer llama “tiempo propio”. Este tiempo remite a una experiencia que se distingue del tiempo “para algo”, es decir, del “tiempo de que se dispone, que se divide, el tiempo que se tiene o no se tiene, o que se cree no tener. Es, por su estructura, un tiempo vacío; algo que hay que tener para llenar” (Gadamer, 1991, p. 103). Así, y como ejemplos extremos de ese vacío, tenemos el aburrimiento y la agenda repleta de cosas por hacer. Es, por supuesto, el tiempo del reloj. Sin embargo, el “tiempo propio” se refiere a algo notablemente distinto, que se relaciona con el tiempo festivo y con el tiempo de nuestra experiencia vital. “Formas fundamentales de tiempo propio son la infancia, la juventud, la madurez, la vejez y la muerte. Esto no se puede computar ni juntar pedazo a pedazo en una lenta serie de momentos vacíos hacia formar un tiempo total… el tiempo que hace a alguien joven o viejo no es el tiempo del reloj… De pronto alguien se ha hecho viejo” (Gadamer, 1991, p. 105). El tiempo propio no detiene su fluir para llegar al futuro, o para hacerse pasado, como si la expansión de la vida, que desde las certezas de lo cotidiano solo se vive como presente, pudiese construirse o reconstruirse juntando pedazos de tiempo. El tiempo propio se despliega en la vitalidad, en su paso callado y transformador. Lo que se llena de agenda, el tiempo vacío, no es el tiempo hecho vida. Este no fluye al ritmo del tic tac.

 

Por tanto, hacerse joven o viejo no solo no es un tiempo de reloj, es también un develamiento de nuestro presente que ha seguido –y sigue– su camino transformador. El tránsito de la juventud a la vejez ocurre en nuestra vitalidad de presente, en el día a día, en el secreto fluir de las cosas y de nuestro cuerpo. Por ello, en alguna mañana inesperada, ocurre que el espejo nos devuelve un rostro “con años”, con algún gesto revelador, con un aire distinto, acaso extraño para nosotros mismos. El tránsito hacia la vejez es un tránsito clandestino, que se trama paradójicamente ante nuestros ojos. Y darse cuenta, con su aire sorpresivo, “de pronto alguien se ha hecho viejo” –y ese alguien también somos nosotros–, revela con vehemencia cómo experimentamos la vida a través de un presente móvil y expansivo, que en cierto momento descubre la magnitud del cambio –que, por supuesto, tampoco se detiene–. Tal vez sea, como dice Heráclito, porque lo más cercano suele ser lo más desconocido (frag. 72), porque no estamos realmente atentos o porque es imposible. De cualquier manera, la certeza que sostiene nuestro paso por los días y los años que marcan los cielos, se vive en presente, como el río incesante de Marco Aurelio –el de Heráclito–, que es y no es el mismo. 

 

Nunca sabemos cuándo nos hicimos adultos, abandonamos un amor o sobrevino el olvido de una pena. Esa transformación silenciosa, como la del color resplandeciente que de pronto descubrimos que se hace opaco, como dice un verso de Parménides (v. 40), es el mejor testigo de que la vida se vive inevitablemente en tiempo presente, en presente cambiante, –“casi nada para, ni el presente tan cercano”–, y que termina por revelar ese presente expandido de la vida que se topa con el postpresente. Es “la rapidez del paso y desaparición de las cosas que existen y están ocurriendo”. Hoy podemos ver la opacidad de ese color, opacidad que quizá no ocurra en toda su extensión –la vida no suele ser así de simétrica–, y podemos ver, también, que aún persisten lugares con brillo. Lugares que no tienen inconvenientes en convivir con lo opaco y viceversa. Con esto quiero decir, que las cosas no suelen ser tan coherentes, tan depuradas, tan lineales, que no guarden rasgos de sus tránsitos, de sus contradicciones y de sus cambios. Aquel rasgado jarrón japonés, conocido de historias orales, es un hermoso ejemplo de esto: su fractura es corregida con oro, para que lo ocurrido se “incorpore”, es decir, para que siga siendo jarrón, pero un jarrón distinto, y siga siendo igualmente vulnerable. Para que no desestimemos que somos un híbrido cambiante de nosotros mismos, y lo que hemos “digerido”. Esa misma posibilidad de convivencia entre lo opaco y lo que brilla, con sus evidentes aristas psicoanalíticas, implica, además, la convivencia de nuestra multivocidad interior, de nuestras maneras diversas de ser, sentir y hacer las cosas. Devela cómo nuestras cosmovisiones se cruzan y siguen deviniendo, desafiando cualquier noción de identidad fija y comprometida.

 

Esto conecta con las identidades nómadas, de las que habla Rosi Braidotti (2013), desde donde reconocemos que somos divergencias, que la identidad no es una monotonía, deudora de alguna estabilidad o un “algo” adquirido para siempre. Por el contrario, que puede abrirse desde búsquedas y caminos de nuestros antepasados, que se atraviesan de los nuestros, se encuentran y se desvían mutuamente. En su hermoso relato sobre las pesquisas del recorrido migratorio de su abuelo, desde Italia hasta la ciudad argentina de Lobos, orientada solo por una foto y sus recuerdos, conmovida a su llegada confiesa: “en alguna parte de mí seré por siempre Rosita de Lobos” (Braidotti, 2013, p. 23). En este contexto de recorridos que se alcanzan, podemos preguntarnos si nosotros somos el “futuro” de nuestros padres o bisabuelos. Es decir, si en esa linealidad tradicional de las cosas, hemos “superado” tales vidas como pasado. O si, tal vez, somos sus vidas devenidas postpresente. Nosotros portamos su ADN, sus gestos, el tono de su voz y en ocasiones sus sueños. Y ese tránsito de moléculas, esa vigencia que cobra vida en nosotros, nos hace sospechar, al menos, que algo alcanza nuestro presente, y que constituye nuestra posibilidad de decir “somos”. Al gen de una enfermedad que despierta en nuestro cuerpo, no lo llamamos ni lo sentimos “pasado”. Tal vez no sepamos con precisión de “dónde” nos viene o de qué familiar “lejano”. Puede estar afectando simultáneamente, además, a otros miembros de la familia, con síntomas diversos y modos cambiantes. Sin que su tránsito vaya, por supuesto, tras un telos determinado. ¿Qué tan “lejano” es ese familiar, que a su vez portaba el gen viajero que hoy transita nuestro cuerpo? ¿Qué significa aquí “pasado”? Si somos nosotros una estación familiar del gen, ¿somos, entonces, su “futuro”? ¿Portamos el gen del futuro, el gen en el futuro? No parece que tenga sentido. En realidad, somos parte de su tránsito secreto, de sus rutas encubiertas, de su propia transformación que, por supuesto, también es la nuestra.

 

Ese tránsito nos advierte que también somos pluralidad de otras vidas, llegadas pasajeras que se actualizan y se revelan de formas nuevas. Esos andares sin procedencia bien conocida, sin recorridos claros, y sin ningún lugar de destino final, también nos evocan las experiencias del postpresente. Su poder de develar lo “lejano” en presente, de apropiarse de un presente/tránsito que se expande hacia expresiones múltiples e impredecibles. Por tanto, somos los que nos anteceden, los simultáneos, los que han de venir. Los que no hemos dejado de ser el colapso de la temporalidad lineal, pues, ahora mismo, somos todo. Y como la vida inevitablemente transcurre, pues la inmovilidad es patrimonio de la eternidad y no de lo temporal, como lo sabemos desde la antigüedad, viene por nosotros el postpresente. Así, somos una estación de caminos genéticos, de moléculas que portan secretos, hogar efímero de otras vidas transformadas. Somos esas vidas devenidas postpresente.     

 

 

3. Tiempos alterados, tiempos del amor. A manera de conclusión

      

 

          Esta borrachera empezó en alguna otra taberna

                                                                                                                                                      Rumi

 

No se trata de nada extraordinario. Aunque debemos reconocer que la transformación de lo mismo en algo que ya no es eso mismo, pero que no ha llegado ni va a llegar a ningún estado definitivo, se ha apropiado del alma del mundo. El “tiempo propio”, como vimos, tiene proximidades con lo que se nos va develando a través del postpresente, con sus cambios invisibles, clandestinos, que devienen experiencias de nosotros mismos. Sin embargo, el “postpresente” parece más propicio para pensar ese tránsito como pluralidad expansiva e indetenible. Para pensar en lo que cambia, muta, en una nueva versión de iPhone o una nueva cepa del virus, que disuelve pasado y futuro, como el abismo donde todo desaparece, y se abre a la simultaneidad del ahora cambiante. Nosotros mismos estamos simultáneamente en muchos lugares, como expandidos, gracias a la tecnología digital. Portadores del secreto de la ubicuidad, nuestra imagen y nuestra voz habitan los tiempos cósmicos y digitales, que ya no expresan la linealidad temporal. Que nos han hecho sentir que nuestros tiempos de la vida han cambiado.

 

Esta atmosfera de tiempo digital, en la que distancias tradicionales u océanos del mundo ya no nos separan, ha sido propicia para que el antiguo dios amoroso haga un nuevo nicho, y reaparezca como Eros digital (Rojas Parma, 2019; 2020). Pues de tiempos alterados, que pasan extraordinariamente rápido o se tornan eternos como lo divino, siempre ha sabido el amor. Tampoco es una primicia contemporánea. Solo que los tiempos del Eros digital se han adueñado de ciertos ritmos importantes de la vida (como tampoco es extraño al amor). El sobresalto del tiempo contemporáneo, acusado de intervenir con su inmediatez en nuestros tiempos contemplativos, necesita también de nuestros juicios menos inmediatos. Se trata de algo que, por supuesto, sobrepasa este espacio, pero que nos permite recordar, al menos, y ya eso porta su propia belleza, nuestras experiencias del amor. Es preciso recurrir a ellas, porque allí aprendimos que los tiempos se trastornan de forma inexplicable, y en su aceleración o eternización, nos abandonan al presente. Al inevitable presente cambiante. Desde la experiencia erótica, pasado y futuro colapsan nuevamente como fuerzas temporales, pues se funden en el presente enamorado que solo siente abismos a su alrededor. Porque no hay nada más, convicción profunda de los amantes. Y porque el sentido de la vida entera, la verdad más honda de la existencia, puede revelarse en la fugacidad de un instante que se desplaza como la exhalación. Por tanto, que lo fugaz, lo pasajero, no es banal ni supone ausencia de lo vital. Y su transcurrir podemos sentirlo como una eternidad. Por lo demás, en ocasiones, un amor efímero puede ser el gran amor o la gran transformación de la vida. Y todos estos secretos los sabe, por supuesto, el Eros digital.

 

Esa experiencia amorosa del tiempo asombrosamente fugaz, como si todo el Olimpo lo acelerara; o la eternización, igual de asombrosa, de un instante de tensión erótica, se teje, se inunda, se “explica” de deseo. De la fuerza desconocida que despierta en nosotros, e inunda toda la atmósfera con su tensión misteriosamente sostenida. El deseo, que se nutre de la ausencia, de lo no poseído, del gesto o la intermitencia, trastorna el tiempo, y lo devela instantes de mucha intensidad que se expanden y se impulsan hacia horizontes desconocidos. El deseo es el transeúnte por excelencia (Platón, Banquete, 203b-204a). Siempre hemos sabido que los tiempos del amor no son los tiempos del reloj. Lo que ahora nos pide especial atención es la condición misma de alterarse del tiempo, de hacerse diverso, de ser un poco Proteo. Y de reconocer que la fugacidad, el tránsito, lo que se vive en los complejos tiempos del amor, donde un instante puede “durar mil años”, también porta lo que hoy nombramos postpresente.

 

Esta referencia al amor y sus misterios, permite, también, sostener, que la pluralidad del postpresente no tiene que ver con el “tiempo para algo”, del que habla Gadamer, no es el tiempo repleto de la agenda, que es, en realidad, tiempo vacío. Los tiempos del amor, más próximos al “tiempo propio”, son tiempos vitales, de experiencias profundas y transformadoras. Se abren a la vida que se toma su tiempo, por así decirlo, para mostrarnos sus misterios. La multiplicidad que se implica en el postpresente no puede ser, entonces, el tiempo del multitasking que se organiza en agendas, el tiempo repleto de tareas, no solo porque hablamos de procesos vitales, sino porque eso es planear el futuro, ponerse destinos. El postpresente, por el contrario, se reconoce en el deseo, en lo que transita, en lo que no se hace pasado ni futuro. Por tanto, no tiene desencuentros con la vida contemplativa, que hoy se lamenta como pérdida en la aceleración contemporánea. En realidad, si estamos atentos, los procesos del amor y el tránsito de la vida nos invitan a la contemplación meditativa de lo que sucede. Nos sucede. Y si la existencia es, como dice Marco Aurelio, un fluir incesante o nada muy distinto “a la espuma, a una burbuja, una ilusión mágica, a las nubes, a un espejismo, a la kadalī”, como afirma el budismo mahayana (Tola, Dragonetti, 2013, p. 195), es decir, pasajera y fugaz, ¿qué es la vida contemplativa si no la vida que se percata de su transitoriedad? Recordamos el hermoso fragmento de Heráclito, en el que afirma “El sol es nuevo cada día” (frag. 6). Fugaz y siempre nuevo. Con la belleza que se incorpora al viaje de los cielos.

 

No es fácil pensar el postpresente, porque, entre otras cosas, exige un importante cambio de perspectiva para ver la vida. Para enfrentar los propios procesos interiores. La filosofía de nuestra época, como la antigua, se atraviesa de vida. El postpresente, además, por su movilidad se resiste a conceptos, racionalizaciones, respuestas definitivas, y empatiza con experiencias, fugacidad o kairós. En este sentido, creo que el deseo puede ser una experiencia de encuentro en la que el movimiento expansivo, la simultaneidad, los tránsitos, los tránsitos secretos, la posibilidad de ser nuevo cada vez, pueden converger. Aristas halladas del postpresente, en las que la digestión del pasado y la incertidumbre del futuro, nos abandonan al recorrerse íntimo y cósmico que es la vida. El deseo es un camino de transformación, como nos lo presenta Diotima (Platón, Banquete, 210a-212a). Eros transitando experiencias. Y en esas honduras vitales de deseo y transformación, donde somos “un puente y no una meta”, como dice Zaratustra, me he sentido merodeando la taberna de Rumi, “donde se sirven extasiantes variedades de deseo”. Y a donde todos debemos entrar. Allí ocurren las metamorfosis más profundas, y tiene lugar el tránsito secreto que “fermenta” en nosotros. Pues, como dice el poeta, “La fermentación es uno de los símbolos más antiguos de la transformación del ser humano”. En el corazón del deseo ocurre el milagro nocturno de esa fermentación. “Cuando las uvas juntan su zumo y se encierran juntas durante cierto tiempo en un lugar oscuro –continúa Rumi–, el resultado es espectacular. Esa es la causa de que dos borrachos que se topen el uno con el otro no sepan quién es quién” (Rumi, 2002, p. 15). En el estado de ebriedad vital, donde nuestras fuerzas se rebelan, se transforman, se fermentan con la ayuda dionisíaca, no podemos saber “quién es quién”. Pues en los tránsitos nos vamos transformando, y la identidad no es el reino del deseo. En la oscuridad de la taberna somos almas que vagabundean, que gestan sus devenires discontinuos y transitan su postpresente, pues “la ruptura, el salir gritando a la calle, comienza en la taberna”. Y, como Zaratustra, ya no queremos caminar “sobre sandalias usadas”. (Nietzsche, [1883-1885] 2003, p. 133).

 

 

Referencias bibliográficas

 

Agustín de Hipona (1994). Confesiones. Alianza.

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Chrétien, J.L. (2002). Lo inolvidable y lo verdadero. Sígueme.

Ferrando, F. (2019). Philosophical Posthumanism. Bloomsbury.

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Markovich, M. (1968). Heraclitus. Universidad de los Andes.

Mazocco, R. (2019). Transhumanism, Engineering the Human Condition. Springer Praxis Books.

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Rojas Parma, L. (2019). The Fiction of The Beautiful, Dialogue and Universalism, 29(2).

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Tola, F. y Dragonetti, C. (2013). Filosofía budista. Las cuarenta.

Whitman, W. (2004). Obras completas. Aguilar.

 

 

 

 

 

  

BIO

 

Lorena Rojas Parma es doctora en filosofía por la Universidad Simón Bolívar. Magister en filosofía por la Universidad de Los Andes. Profesora titular de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) en Caracas, Venezuela. Profesora de filosofía griega en Maestría y Doctorado; investigadora del Centro de Investigación y Formación Humanística, de la UCAB. Coordinadora de la línea de investigación en filosofía griega, y miembro de la línea de investigación en cultura digital. Es autora de diversas publicaciones en filosofía clásica, filosofía y literatura y cultura digital. Es autora, entre otras publicaciones, de “De amore: Sócrates y Alcibíades, en el Banquete, de Platón” (2011); “Decidiendo la vida: El mito de Er, en la República, de Platón”; “El volver de la Aurora” (2016); Del fracaso a la aurora: los orígenes sombríos del conocimiento” (2016); “Eros frente al espejo: sobre el amor y el conocimiento” (2017); “La ficción de lo bello: Eros digital” (2019);“Callas in Concert”: sobre el holograma, el recuerdo y la presencia” (2020); “Hemos derrotado al olvido: sobre la inmortalidad digital” (2020).