tiempo sin tiempos: devenir postpresente
timeless
time: becoming postpresent
Lorena Rojas Parma
Universidad Católica Andrés Bello
http://www.doi.org/10.5281/zenodo.7648912
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Recibido: 04 02 2021
Aceptado: 09 03 2021
Publicado: 30 03 2021
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Cómo citar este artículo
Rojas Parma, L. (2021). Tiempo sin tiempos: devenir postpresente”
ASRI. Arte y Sociedad. Revista de Investigación en
Arte y Humanidades Digitales. (19), 56-66
Recuperado de
https://revistaasri.com/article/view/4743
Resumen
Pensar el postpresente es un desafío para la filosofía.
Se expone que los tiempos alterados de la tecnología disuelven el pasado y el
futuro. El devenir del postpresente se expresa a plenitud en el amor, en Eros
digital.
Palabras clave
Postpresente, tránsito, transformación, deseo.
Abstract
Thinking post-present is a contemporary challenge for philosophy.
Altered times of technology dissolve the past and the future, becoming
post-present. Specially expressed in Digital Eros.
Keywords
Post-present, Transit, Transformation, Desire.
Es costumbre de perros ladrar al que
no conocen
Heráclito
1. Introducción
Los que recorremos los caminos de la filosofía, desde
los tempranos colores de su aurora, hemos recorrido también diversas nociones
de tiempo. Se forjan de hallazgos, razonamientos, cosmovisiones que han
revelado aristas sobre la compleja experiencia de la temporalidad. Cambio,
eternidad, subjetividad, lenguaje y mundo se atraviesan de argumentos
filosóficos. Pensar el tiempo implica, también, reconocer el tiempo del cuerpo,
del alma, de la física, de cada criatura de la tierra; el tiempo del amor, de
la oración, del duelo, de envejecer, de saber de sí; el tiempo del reloj, el
tiempo de la agenda… todos diversos pero amparados misteriosamente en un
transcurrir que reconocemos “tiempo”. No hemos dejado de pensarlo, y en
ocasiones, desde horizontes inconciliables entre sí. En una hermosa línea de
Certidumbres, escribe Whitman a propósito del tiempo: “No albergo duda de que
los asuntos temporales duran mil años”. Y acaso haga converger nuestro paso
breve por la vida, con mil años que para nosotros anuncian una eternidad. Como
si nuestros asuntos, esos temporales, realmente no tuviesen tiempo o escapasen
a todas nuestras fuerzas. Herederos de Platón, san Agustín, Kant o
Wittgenstein, seguimos pensando los secretos del tiempo. Preguntándonos qué es
lo que decimos cuando decimos, en la entrada de un teatro o tras un reencuentro
amoroso, “es tarde”. En ese inevitable seguir pensándonos, que nos piden la
vida y la filosofía, hoy somos sorprendidos por una noción temporal que se une
a la experiencia contemporánea de los “posts”, y que desafía los términos
comúnmente conocidos de la temporalidad. Pues, como lo anuncia su nombre, no es
pasado ni futuro y, en rigor, tampoco presente. Es “postpresente”.
De manera que la compleja cavilación sobre el tiempo,
inacabada como suelen ser las cuestiones filosóficas, ahora nos exige elaborar,
hilar, pensar, con las fuerzas del espíritu muy atentas, la naturaleza de una
experiencia que, en una primera mirada, nos resulta poco familiar. En efecto,
hablar de postpresente aturde nuestros usos para nombrar el paso del tiempo, y
nos preguntamos por qué no lo llamamos futuro. O por qué lo que se anuncia
después del “post” no constituye pasado. Por qué todo insiste en mantenerse
próximo al tono del presente. No contamos, además, con unas coordenadas más o
menos claras para elaborar filosóficamente lo que se quiere decir con
postpresente. Y si bien las alusiones contemporáneas al “post”, se desbordan
sin mayores contenciones, cuando se adhiere a un modo del tiempo, se hace
especialmente complicado y revelador, pues toca fibras profundas de la
existencia, que se pasean entre nuestro camino a la vejez, las relaciones con
el recuerdo, la incertidumbre o el ritmo de la tecnología. No parece muy
prometedor intentar un recuento de los amplios usos del “post”, pues cada
postverdad, postdualismo o postpostmodernidad, se abre a otros universos que
tejen sus propias cavilaciones. Por ello, una manera de ocuparnos de nuestro
postpresente, tal vez sea permitir que se des-oculte a través de la reflexión sobre
la experiencia que nombra. Donde es preciso fortalecerse en lo que Platón llama
“pensar”, es decir, en el diálogo del alma consigo misma (Teeteto, 189c). En
ese recorrerse de sí donde se cuestiona, se observa y se examina cuidadosamente
el argumento y la experiencia. Donde la palabra pensada es palabra con alma.
Por su parte, suele tener razón Gadamer cuando afirma que precisamente porque
somos “seres finitos”, seres temporales –al menos por ahora–, “estamos en
tradiciones, independientemente de si las conocemos o no, de si somos
conscientes de ellas o estamos lo bastante ofuscados como para creer que
estamos volviendo a empezar” (Gadamer, 1991, p. 116). Por tanto, como no somos
almas sin referentes –ni ofuscadas–, y las tradiciones que nos sostienen suelen
decirse de nuevo en su vitalidad, de allí vendrá el impulso para pensar un
poco, en la brevedad del espacio, algunas aristas reveladoras del postpresente.
Con ánimo de búsqueda e indagación más que de ofrecer respuestas; dejando los
caminos abiertos, como parece más
próximo al postpresente, y también a lo que aprendimos con Sócrates. Sin
ladrar, porque la vida no suele ser, si somos atentos, totalmente desconocida.
2. Desarrollo
2.1 Un río en incesante fluir
El uso extendido que nombra los tiempos de nuestra
vida, sufre una alteración importante cuando se afirma el postpresente.
Pasado/presente/futuro, nuestros tiempos heredados, en una dirección más o
menos lineal, se diluyen en una relación que se torna ambigua. Con algún
desconcierto sospechamos que, al menos, se trata de una revisión del pasado y
el futuro, y de unas nuevas relaciones con el presente. Un presente que,
además, desde los aires de nuestro siglo, se ha ido revelando como un “presente
extendido”. Una compleja conflagración de causas económicas, políticas,
tecnológicas, et alia –lo que no constituye, stricto sensu, ninguna novedad–,
ha ido fraguando otras formas de comprender el tiempo. En efecto, hoy todos
sentimos que el ritmo de los cambios, de los movimientos del alma humana y de
nuestro mundo, se ha hecho distinto, más acelerado, como suele decirse, aunque
también revelador de otros modos profundos de la vida. Estos devenires más
apresurados, en los que la tecnología ha hecho más sólido su vínculo con
nuestra intimidad y con una acelerada actualización de sí misma, se acompañan
de una importante confesión contemporánea, según la cual nosotros estamos en
tránsitos de evolución. Somos estadios de procesos, de cambios, y no hemos
alcanzado –y acaso no ocurra– nuestra “causa final”. Las perspectivas del
posthumanismo y el transhumanismo, son buenos testimonios de ello (Ferrando,
2019), (Mazocco, 2019). Homo sapiens se encuentra en medio de una transición
(Harari, 2016). Esto ha ido sintonizando, como no es extraño a la experiencia,
con la manera de concebir nuestros tiempos, nuestro transcurrir, que, si bien
no tiene las velocidades de un mensaje digital, tiende más al énfasis en la
transformación, el proceso, el movimiento que en alguna posible llegada.
Llegada que, de haberla, formaría parte de otros tránsitos a otros destinos que
seguirán siendo tránsitos (Braidotti, 2013). Este encuentro con lo transitorio,
lo fugaz, lo que se transforma y se desplaza sin la búsqueda de un telos
definitivo, nos abre el horizonte del postpresente. Es decir, del tránsito
hacia el tránsito, en la conciencia de su fugacidad, y no del tránsito hacia el
destino. Quizá hoy estemos más dispuestos a reconocer que la alegría de un
viaje no comienza cuando llegamos al monumento histórico que queríamos visitar;
acaso vino por nosotros desde el sueño por ese viaje que nos ha acogido desde la niñez.
Las intuiciones que nos despierta el postpresente, lo
que nos devela, no solo acentúa esa transformación y su desprendimiento del
futuro, también cuestiona el pasado como ese tiempo del espíritu que suele
recibirnos con el mismo rostro, y al que, de alguna manera, quisiéramos
regresar. Ese cuestionamiento al pasado exige, pienso, un cierto detenimiento,
porque, aunque nos gusten las proyecciones hacia el futuro, no podemos negar su
inexistencia. A menos que reconozcamos que solo existe en el presente, como ya
sabemos desde san Agustín (Confesiones, Libro XII). Pero con el pasado las
cosas son distintas. Ese tránsito lo hemos vivido. Y la nostalgia es, quizá, su
producto más destilado. Sabemos desde los griegos, sin embargo, que nada en la
vida está protegido del cambio. Que el “mundo sensible” es movimiento. Y ni
siquiera nuestros recuerdos son eternos. Pues todo deviene. Gadamer (1997),
insistió especialmente en la no cosificación del pasado con la interpretación,
pues cada vez que vamos a él, vamos también a una relación de diálogo donde las
partes se reelaboran y cambian. Porque lo vivido, como los textos, está siempre
abierto a la posibilidad. Tampoco nos es extraño que la memoria sea un poder
creativo y cambiante, y no –al menos no solo– un “lugar” de almacenaje. Esa
creatividad, la experiencia misma del recuerdo, revelan que el olvido es uno de
los aspectos que pertenece a la memoria y, así, a la fineza de poder reelaborar
la vida, de hacerla presente (Chrétien, 2002, p. 77). Nadie como Nietzsche para
alertarnos ante “la fuerza de la capacidad del olvido”. En efecto, sin olvido
“no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza,
ningún orgullo, ningún presente” (Nietzsche, [1887]1988, p. 66. Cursiva del
autor). El presente es, entonces, una posibilidad y un don del olvido, una
actualización necesaria de la existencia. Y si hablamos de postpresente, donde
lo sucedido se resiste a ser pasado, esa esperanza y jovialidad nos interpelan
de una manera aún más exigente.
Por tanto, la nostalgia pierde sus espacios. El pasado
se “digiere”, escribe Nietzsche, es decir, se incorpora, se transforma en vida
actual –como ocurre con los alimentos–.
Y si no digerimos, si atrofiamos nuestra capacidad de olvido, no seremos
más, dice, que un “dispéptico” (Nietzsche, [1887]1988, p. 66). En este sentido,
cuando el pasado se ha hecho sangre y cuerpo, ha penetrado en nosotros, no nos
invita a la añoranza o a la repetición. Se incorpora a la vida del presente
–como “lo digerido”–, donde ineludiblemente se despliega nuestro estar en el
mundo. Si el pasado se digiere, se hace de nuestra conciencia, significa que no
se estanca ni se momifica en ningún lugar de nosotros ni de la vida. Esto
implica, sin duda, un importante trabajo interior. Al menos en las generaciones
que conocimos las relaciones nostálgicas con el pasado. Pues nos hemos labrado
con el tono inevitable del abandono y la melancolía de lo que dejamos “atrás”.
Como lo dice el tango, “con el alma aferrada a un dulce recuerdo que hoy lloro
otra vez”. Ciertamente, no es extraño escuchar el reclamo contemporáneo por la
nostalgia y, con Manuel Cruz, hablar de “la nostalgia de la nostalgia”, pues
está amenazada, sin duda, por los ritmos contemporáneos de la tecnología y la
vida. Ese “dolor del regreso” que se dice en nuestra palabra “nostalgia”,
heredado de los horizontes del griego antiguo, se debilita en estos tiempos de
transformación acelerada y poco compromiso con “lo pasado” como anticuario, o
como lo que permanece en la memoria cubierto de una suerte de halo que narra
una vida que, por supuesto, siempre fue “mejor”. Un pasado que, también para
decirlo con Cruz, “a menudo nos gusta pensar como mítico para aliviar, en lo
posible, la vergüenza del presente” (Cruz, 2016, p. 65).
Sin embargo, el postpresente nos impele, pienso, a ver
el pasado como lo devenido en nosotros, como lo que se ha “digerido”, se
despliega y se integra en el presente. La metáfora de la digestión ha sido
siempre reveladora. Y parece muy útil para nuestra reflexión. Pues esa
digestión es un proceso de transformación, de asimilación en el presente, y no
algún anhelo de repetición. Mucho menos una nostalgia por lo que hemos
ingerido. En realidad, una repetición puede ser un síntoma de enfermedad o de
mala o ninguna digestión. Lo devenido en nosotros se ha transformado y, desde
allí, continúa su expansión. En este sentido, dicen Deleuze y Guattari, “El
‘devenir’ no es de la historia; todavía hoy la historia designa únicamente el
conjunto de condiciones, por muy recientes que estas sean, de las que uno se
desvía para devenir, es decir, para crear algo nuevo” (1994, p. 97. Cursivas
añadidas). El pasado, devenido presente, no luce pasado en un sentido
histórico, sino pasado incorporado, creativo, digerido en el presente. Y desde
lo “muy reciente” también ocurre el desvío creativo. Son posibles, así, nuevas
asociaciones, nuevas maneras de decirse, de desviarse y olvidar. El olvido no
es, quisiera insistir con Nietzsche, “una mera vis inertiae [fuerza inercial]
como creen los superficiales”, pues se trata de una fuerza de inhibición que
permite que solo “lo asumido en nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el
estado de digestión”, (1988, p. 65). Nuestro verbo “olvidar” lleva consigo el
latino oblivisci, que podemos traducir como “contra lo denso” o “contra lo
oscuro”. Olvidar es, entonces, la fuerza del espíritu que se opone a lo que se
nos vuelve denso, fardo, lastre para el presente. Y es un resguardo de la
vida.
Por otro lado, el énfasis en el devenir y su expansión
sin telos definido, aunque presida muchas reflexiones y angustias
contemporáneas, tampoco es exactamente algo inédito. Decíamos que puede
referirse a otras formas de la vida. Otras formas que, según como lo veamos,
han sido siempre la vida. Marco Aurelio, en una de sus Meditaciones, nos da una
luz especialmente valiosa cuando queremos pensar lo que nos sucede, como si la
sabiduría se presintiera a sí misma en la infinitud de los cambios. Y nos
recuerda, en medio de voces que lamentan con nostalgia esa “vida del pasado”,
que seguimos recorriendo el alma del mundo. Es justamente una voz antigua y un
alma contemplativa, la que nos dice:
Piensa muchas veces en la rapidez
del paso y desaparición de las cosas que existen y están ocurriendo. Pues la
sustancia es como un río en incesante fluir; las realizaciones están en
continuos cambios; las causas, en infinitas alteraciones, y casi nada para, ni
el presente tan cercano, ni el abismo infinito del pasado y el futuro, en que
todo desaparece (Libro V, 23).
Acaso no tengamos que decir nada más.
Un alma antigua impregnada de esa sensibilidad
contemporánea, que nos da el tono para pensar el postpresente, devela de fondo
un presente cambiante que no se supera ni hace de lo transcurrido un pasado
momificado ni del futuro un tiempo para llegar. Para “realizarse”. El pasado es
un abismo infinito, dice el filósofo, y el futuro donde todo desaparece. El
presente, que tampoco deja de cambiar, es esto “tan cercano”, donde ocurre el
desvío. Nos vamos abandonando, inevitablemente, a un presente cambiante. No hay
vuelta alguna a las nieblas del pasado; nada espera por nosotros en el futuro.
Se trata de intuiciones profundas que se conjugan con lo que nos sugiere el
postpresente, con nuestra manera de relacionarnos con las cosas y la vida.
Acaso Marco Aurelio ha sido nuestro secreto Virgilio.
2.2 Tan cercano, tan cambiante
El presente, tan complejo de entender, asir o vivir,
“tan cercano”, en su versión contemporánea cambia, transcurre, pero no cumple
con la renuncia de sí mismo que solía exigirle el pasado. Menos todavía cuando
sentimos que el tiempo, de la mano de la tecnología digital, lleva una
velocidad muy acelerada. El presente transcurre y no hace de su paso un tiempo
pretérito que ya no es ahora, se expande sin límite conocido y hace de sí
multiplicidad y posibilidad. Expansión hacia los lados, en elipse, en madejas…
el presente extendido conoce otras rutas además de la línea recta. El presente
no se abandona de sí, se hace capaz de vivir en su pluralidad, en sus encuentros
consigo mismo, expandiéndose, mientras alienta procesos y transformaciones. Esa
expansión puede entenderse, pienso, como maneras diversas de decirse, de
vivirse, de mostrarse, de hacerse, en pleno movimiento, sin detenerse. Sin que
la nueva palabra o la nueva versión constituyan “futuro”. Desde la perspectiva
del tránsito, el paso siguiente no es más que el paso siguiente. Y esta suerte
de coincidencia plural, en la que ese paso transforma en su cercanía,
reconociendo que nunca nada es lo mismo, describe un poco este clima del
postpresente. Anuncia pasos cercanos y cambiantes, ritmos de respiración,
presencias simultáneas. Anuncia lo que ya es otra cosa, pero que aún no se
abandona; la certeza profunda de ser y no ser los mismos en los instantes que
se desplazan cargados de nosotros. “Fluye y fluye en ondas de existencia, en
constante expansión”, escribe Rumi (2002, p, 18). Tal vez la magnitud de los
cambios, pudiéramos pensar, aún no sea tan abrumadora para ser “futuro” –se
trate de la vejez humana o de alguna tecnología–. Pero cuando corresponda
mostrar esos cambios, solo van a seguir sucediendo, como dice Marco Aurelio. Y
tendremos que reconocer, una vez más, el fluir incesante de las cosas en su
tiempo continuo e inasible, pero también discontinuo por ser portador de
alteraciones, desvíos, transformaciones, que son el alma cambiante del mundo.
En este sentido, los secretos del postpresente nos
evocan los caminos del alma nómada. Que no se aferra al pasado y que tampoco
“busca” el futuro, espejismo bien conocido para el que transita desiertos. El
devenir de su presente no se hipoteca al futuro –futurus, “lo que ha de ser”–,
y tampoco adquiere su sentido a posteriori. Alguna promesa pactada con la vida
–con lo que debería ser la vida, por ejemplo– se deshace en los andares que
ella misma revela. Pues se trata de la experiencia que se vive y se estima en
sí misma hic et nunc, con el saboreo del proceso, y no como paso necesario en
la medida en que conduzca a la promesa. Se revela más valioso lo que está
siendo, que se expande como la exhalación y se cruza con otras exhalaciones, que
se unen al pneuma que hace la vida. Esto no significa una tara de
incompletitud, o un rasgo lamentable de la existencia, pues “lo que ha de ser”
no es algún detenimiento ontológico de lo alcanzado. No hay dónde detenerse,
dónde “cumplirse”. Como el movimiento de la tierra, el paso silente de las
nubes, o los planetai –“errantes”– del cosmos. Ya no nos espera un cierto lugar
de la vida, desde donde las cosas adquieren un sentido general y profundo, como
la felicidad aristotélica. Ahora somos sensibles al perfil de esa alma errante
que se busca, mientras amplía cada vez sus horizontes. Y esto es importante,
pues no se trata de borrarlos: la expansión del presente los extiende y los
hace infinitos. “Cada hora es semen de centurias y más centurias”, dice Whitman.
Cada hora se abre a paisajes que son infinitudes, universos posibles, que no se
calculan ni se prometen. (Whitman, 2004, p. 328).
Ahora bien, los tránsitos del postpresente también se
vinculan, en tanto tales, con el tránsito secreto de las cosas. Con ese pasar
silencioso que nos sorprende de transformaciones. Tienen que ver, pienso, con
lo que Gadamer llama “tiempo propio”. Este tiempo remite a una experiencia que
se distingue del tiempo “para algo”, es decir, del “tiempo de que se dispone,
que se divide, el tiempo que se tiene o no se tiene, o que se cree no tener.
Es, por su estructura, un tiempo vacío; algo que hay que tener para llenar”
(Gadamer, 1991, p. 103). Así, y como ejemplos extremos de ese vacío, tenemos el
aburrimiento y la agenda repleta de cosas por hacer. Es, por supuesto, el
tiempo del reloj. Sin embargo, el “tiempo propio” se refiere a algo
notablemente distinto, que se relaciona con el tiempo festivo y con el tiempo
de nuestra experiencia vital. “Formas fundamentales de tiempo propio son la
infancia, la juventud, la madurez, la vejez y la muerte. Esto no se puede
computar ni juntar pedazo a pedazo en una lenta serie de momentos vacíos hacia
formar un tiempo total… el tiempo que hace a alguien joven o viejo no es el
tiempo del reloj… De pronto alguien se ha hecho viejo” (Gadamer, 1991, p. 105).
El tiempo propio no detiene su fluir para llegar al futuro, o para hacerse
pasado, como si la expansión de la vida, que desde las certezas de lo cotidiano
solo se vive como presente, pudiese construirse o reconstruirse juntando
pedazos de tiempo. El tiempo propio se despliega en la vitalidad, en su paso
callado y transformador. Lo que se llena de agenda, el tiempo vacío, no es el
tiempo hecho vida. Este no fluye al ritmo del tic tac.
Por tanto, hacerse joven o viejo no solo no es un
tiempo de reloj, es también un develamiento de nuestro presente que ha seguido
–y sigue– su camino transformador. El tránsito de la juventud a la vejez ocurre
en nuestra vitalidad de presente, en el día a día, en el secreto fluir de las
cosas y de nuestro cuerpo. Por ello, en alguna mañana inesperada, ocurre que el
espejo nos devuelve un rostro “con años”, con algún gesto revelador, con un
aire distinto, acaso extraño para nosotros mismos. El tránsito hacia la vejez es
un tránsito clandestino, que se trama paradójicamente ante nuestros ojos. Y
darse cuenta, con su aire sorpresivo, “de pronto alguien se ha hecho viejo” –y
ese alguien también somos nosotros–, revela con vehemencia cómo experimentamos
la vida a través de un presente móvil y expansivo, que en cierto momento
descubre la magnitud del cambio –que, por supuesto, tampoco se detiene–. Tal
vez sea, como dice Heráclito, porque lo más cercano suele ser lo más
desconocido (frag. 72), porque no estamos realmente atentos o porque es
imposible. De cualquier manera, la certeza que sostiene nuestro paso por los
días y los años que marcan los cielos, se vive en presente, como el río
incesante de Marco Aurelio –el de Heráclito–, que es y no es el mismo.
Nunca sabemos cuándo nos hicimos adultos, abandonamos
un amor o sobrevino el olvido de una pena. Esa transformación silenciosa, como
la del color resplandeciente que de pronto descubrimos que se hace opaco, como
dice un verso de Parménides (v. 40), es el mejor testigo de que la vida se vive
inevitablemente en tiempo presente, en presente cambiante, –“casi nada para, ni
el presente tan cercano”–, y que termina por revelar ese presente expandido de
la vida que se topa con el postpresente. Es “la rapidez del paso y desaparición
de las cosas que existen y están ocurriendo”. Hoy podemos ver la opacidad de
ese color, opacidad que quizá no ocurra en toda su extensión –la vida no suele
ser así de simétrica–, y podemos ver, también, que aún persisten lugares con
brillo. Lugares que no tienen inconvenientes en convivir con lo opaco y
viceversa. Con esto quiero decir, que las cosas no suelen ser tan coherentes,
tan depuradas, tan lineales, que no guarden rasgos de sus tránsitos, de sus
contradicciones y de sus cambios. Aquel rasgado jarrón japonés, conocido de
historias orales, es un hermoso ejemplo de esto: su fractura es corregida con
oro, para que lo ocurrido se “incorpore”, es decir, para que siga siendo
jarrón, pero un jarrón distinto, y siga siendo igualmente vulnerable. Para que
no desestimemos que somos un híbrido cambiante de nosotros mismos, y lo que
hemos “digerido”. Esa misma posibilidad de convivencia entre lo opaco y lo que
brilla, con sus evidentes aristas psicoanalíticas, implica, además, la
convivencia de nuestra multivocidad interior, de nuestras maneras diversas de
ser, sentir y hacer las cosas. Devela cómo nuestras cosmovisiones se cruzan y
siguen deviniendo, desafiando cualquier noción de identidad fija y
comprometida.
Esto conecta con las identidades nómadas, de las que
habla Rosi Braidotti (2013), desde donde reconocemos que somos divergencias,
que la identidad no es una monotonía, deudora de alguna estabilidad o un “algo”
adquirido para siempre. Por el contrario, que puede abrirse desde búsquedas y
caminos de nuestros antepasados, que se atraviesan de los nuestros, se
encuentran y se desvían mutuamente. En su hermoso relato sobre las pesquisas
del recorrido migratorio de su abuelo, desde Italia hasta la ciudad argentina
de Lobos, orientada solo por una foto y sus recuerdos, conmovida a su llegada
confiesa: “en alguna parte de mí seré por siempre Rosita de Lobos” (Braidotti,
2013, p. 23). En este contexto de recorridos que se alcanzan, podemos
preguntarnos si nosotros somos el “futuro” de nuestros padres o bisabuelos. Es
decir, si en esa linealidad tradicional de las cosas, hemos “superado” tales
vidas como pasado. O si, tal vez, somos sus vidas devenidas postpresente.
Nosotros portamos su ADN, sus gestos, el tono de su voz y en ocasiones sus
sueños. Y ese tránsito de moléculas, esa vigencia que cobra vida en nosotros,
nos hace sospechar, al menos, que algo alcanza nuestro presente, y que
constituye nuestra posibilidad de decir “somos”. Al gen de una enfermedad que
despierta en nuestro cuerpo, no lo llamamos ni lo sentimos “pasado”. Tal vez no
sepamos con precisión de “dónde” nos viene o de qué familiar “lejano”. Puede
estar afectando simultáneamente, además, a otros miembros de la familia, con
síntomas diversos y modos cambiantes. Sin que su tránsito vaya, por supuesto, tras
un telos determinado. ¿Qué tan “lejano” es ese familiar, que a su vez portaba
el gen viajero que hoy transita nuestro cuerpo? ¿Qué significa aquí “pasado”?
Si somos nosotros una estación familiar del gen, ¿somos, entonces, su “futuro”?
¿Portamos el gen del futuro, el gen en el futuro? No parece que tenga sentido.
En realidad, somos parte de su tránsito secreto, de sus rutas encubiertas, de
su propia transformación que, por supuesto, también es la nuestra.
Ese tránsito nos advierte que también somos pluralidad
de otras vidas, llegadas pasajeras que se actualizan y se revelan de formas
nuevas. Esos andares sin procedencia bien conocida, sin recorridos claros, y
sin ningún lugar de destino final, también nos evocan las experiencias del
postpresente. Su poder de develar lo “lejano” en presente, de apropiarse de un
presente/tránsito que se expande hacia expresiones múltiples e impredecibles.
Por tanto, somos los que nos anteceden, los simultáneos, los que han de venir.
Los que no hemos dejado de ser el colapso de la temporalidad lineal, pues,
ahora mismo, somos todo. Y como la vida inevitablemente transcurre, pues la
inmovilidad es patrimonio de la eternidad y no de lo temporal, como lo sabemos
desde la antigüedad, viene por nosotros el postpresente. Así, somos una
estación de caminos genéticos, de moléculas que portan secretos, hogar efímero
de otras vidas transformadas. Somos esas vidas devenidas postpresente.
3. Tiempos alterados, tiempos del amor. A manera de
conclusión
Esta borrachera empezó en alguna
otra taberna
Rumi
No se trata de nada extraordinario. Aunque debemos
reconocer que la transformación de lo mismo en algo que ya no es eso mismo,
pero que no ha llegado ni va a llegar a ningún estado definitivo, se ha
apropiado del alma del mundo. El “tiempo propio”, como vimos, tiene
proximidades con lo que se nos va develando a través del postpresente, con sus
cambios invisibles, clandestinos, que devienen experiencias de nosotros mismos.
Sin embargo, el “postpresente” parece más propicio para pensar ese tránsito
como pluralidad expansiva e indetenible. Para pensar en lo que cambia, muta, en
una nueva versión de iPhone o una nueva cepa del virus, que disuelve pasado y
futuro, como el abismo donde todo desaparece, y se abre a la simultaneidad del
ahora cambiante. Nosotros mismos estamos simultáneamente en muchos lugares,
como expandidos, gracias a la tecnología digital. Portadores del secreto de la
ubicuidad, nuestra imagen y nuestra voz habitan los tiempos cósmicos y
digitales, que ya no expresan la linealidad temporal. Que nos han hecho sentir
que nuestros tiempos de la vida han cambiado.
Esta atmosfera de tiempo digital, en la que distancias
tradicionales u océanos del mundo ya no nos separan, ha sido propicia para que
el antiguo dios amoroso haga un nuevo nicho, y reaparezca como Eros digital
(Rojas Parma, 2019; 2020). Pues de tiempos alterados, que pasan
extraordinariamente rápido o se tornan eternos como lo divino, siempre ha
sabido el amor. Tampoco es una primicia contemporánea. Solo que los tiempos del
Eros digital se han adueñado de ciertos ritmos importantes de la vida (como
tampoco es extraño al amor). El sobresalto del tiempo contemporáneo, acusado de
intervenir con su inmediatez en nuestros tiempos contemplativos, necesita
también de nuestros juicios menos inmediatos. Se trata de algo que, por
supuesto, sobrepasa este espacio, pero que nos permite recordar, al menos, y ya
eso porta su propia belleza, nuestras experiencias del amor. Es preciso
recurrir a ellas, porque allí aprendimos que los tiempos se trastornan de forma
inexplicable, y en su aceleración o eternización, nos abandonan al presente. Al
inevitable presente cambiante. Desde la experiencia erótica, pasado y futuro
colapsan nuevamente como fuerzas temporales, pues se funden en el presente
enamorado que solo siente abismos a su alrededor. Porque no hay nada más,
convicción profunda de los amantes. Y porque el sentido de la vida entera, la
verdad más honda de la existencia, puede revelarse en la fugacidad de un
instante que se desplaza como la exhalación. Por tanto, que lo fugaz, lo
pasajero, no es banal ni supone ausencia de lo vital. Y su transcurrir podemos
sentirlo como una eternidad. Por lo demás, en ocasiones, un amor efímero puede
ser el gran amor o la gran transformación de la vida. Y todos estos secretos
los sabe, por supuesto, el Eros digital.
Esa experiencia amorosa del tiempo asombrosamente
fugaz, como si todo el Olimpo lo acelerara; o la eternización, igual de
asombrosa, de un instante de tensión erótica, se teje, se inunda, se “explica”
de deseo. De la fuerza desconocida que despierta en nosotros, e inunda toda la
atmósfera con su tensión misteriosamente sostenida. El deseo, que se nutre de
la ausencia, de lo no poseído, del gesto o la intermitencia, trastorna el
tiempo, y lo devela instantes de mucha intensidad que se expanden y se impulsan
hacia horizontes desconocidos. El deseo es el transeúnte por excelencia (Platón,
Banquete, 203b-204a). Siempre hemos sabido que los tiempos del amor no son los
tiempos del reloj. Lo que ahora nos pide especial atención es la condición
misma de alterarse del tiempo, de hacerse diverso, de ser un poco Proteo. Y de
reconocer que la fugacidad, el tránsito, lo que se vive en los complejos
tiempos del amor, donde un instante puede “durar mil años”, también porta lo
que hoy nombramos postpresente.
Esta referencia al amor y sus misterios, permite,
también, sostener, que la pluralidad del postpresente no tiene que ver con el
“tiempo para algo”, del que habla Gadamer, no es el tiempo repleto de la
agenda, que es, en realidad, tiempo vacío. Los tiempos del amor, más próximos
al “tiempo propio”, son tiempos vitales, de experiencias profundas y
transformadoras. Se abren a la vida que se toma su tiempo, por así decirlo,
para mostrarnos sus misterios. La multiplicidad que se implica en el
postpresente no puede ser, entonces, el tiempo del multitasking que se organiza
en agendas, el tiempo repleto de tareas, no solo porque hablamos de procesos
vitales, sino porque eso es planear el futuro, ponerse destinos. El
postpresente, por el contrario, se reconoce en el deseo, en lo que transita, en
lo que no se hace pasado ni futuro. Por tanto, no tiene desencuentros con la
vida contemplativa, que hoy se lamenta como pérdida en la aceleración
contemporánea. En realidad, si estamos atentos, los procesos del amor y el
tránsito de la vida nos invitan a la contemplación meditativa de lo que sucede.
Nos sucede. Y si la existencia es, como dice Marco Aurelio, un fluir incesante
o nada muy distinto “a la espuma, a una burbuja, una ilusión mágica, a las
nubes, a un espejismo, a la kadalī”, como afirma
el budismo mahayana (Tola, Dragonetti, 2013, p. 195), es decir, pasajera y fugaz,
¿qué es la vida contemplativa si no la vida que se percata de su
transitoriedad? Recordamos el hermoso fragmento de Heráclito, en el que afirma
“El sol es nuevo cada día” (frag. 6). Fugaz y siempre nuevo. Con la belleza que
se incorpora al viaje de los cielos.
No es fácil pensar el postpresente, porque, entre
otras cosas, exige un importante cambio de perspectiva para ver la vida. Para
enfrentar los propios procesos interiores. La filosofía de nuestra época, como
la antigua, se atraviesa de vida. El postpresente, además, por su movilidad se
resiste a conceptos, racionalizaciones, respuestas definitivas, y empatiza con
experiencias, fugacidad o kairós. En este sentido, creo que el deseo puede ser
una experiencia de encuentro en la que el movimiento expansivo, la
simultaneidad, los tránsitos, los tránsitos secretos, la posibilidad de ser
nuevo cada vez, pueden converger. Aristas halladas del postpresente, en las que
la digestión del pasado y la incertidumbre del futuro, nos abandonan al
recorrerse íntimo y cósmico que es la vida. El deseo es un camino de
transformación, como nos lo presenta Diotima (Platón, Banquete, 210a-212a).
Eros transitando experiencias. Y en esas honduras vitales de deseo y
transformación, donde somos “un puente y no una meta”, como dice Zaratustra, me
he sentido merodeando la taberna de Rumi, “donde se sirven extasiantes
variedades de deseo”. Y a donde todos debemos entrar. Allí ocurren las
metamorfosis más profundas, y tiene lugar el tránsito secreto que “fermenta” en
nosotros. Pues, como dice el poeta, “La fermentación es uno de los símbolos más
antiguos de la transformación del ser humano”. En el corazón del deseo ocurre
el milagro nocturno de esa fermentación. “Cuando las uvas juntan su zumo y se
encierran juntas durante cierto tiempo en un lugar oscuro –continúa Rumi–, el
resultado es espectacular. Esa es la causa de que dos borrachos que se topen el
uno con el otro no sepan quién es quién” (Rumi, 2002, p. 15). En el estado de
ebriedad vital, donde nuestras fuerzas se rebelan, se transforman, se fermentan
con la ayuda dionisíaca, no podemos saber “quién es quién”. Pues en los
tránsitos nos vamos transformando, y la identidad no es el reino del deseo. En
la oscuridad de la taberna somos almas que vagabundean, que gestan sus
devenires discontinuos y transitan su postpresente, pues “la ruptura, el salir
gritando a la calle, comienza en la taberna”. Y, como Zaratustra, ya no
queremos caminar “sobre sandalias usadas”. (Nietzsche, [1883-1885] 2003, p.
133).
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BIO