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eros: fragmento y presencia

 

eros: fragment and presence

 

María Di Muro

Centro de Investigación y Formación Humanística, UCAB, Venezuela

 

http://www.doi.org/10.5281/zenodo.7650448

 

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Recibido: 04 02 2021

Aceptado: 11 03 2021

Publicado: 30 03 2021

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Cómo citar este artículo

Di Muro, M. (2021). Eros: fragmento y presencia.  

ASRI. Arte y Sociedad. Revista de Investigación en Arte y Humanidades Digitales. (19), 67-78

 Recuperado de https://revistaasri.com/article/view/4744

 

 




 

Resumen

 

Este trabajo propone una reflexión poética de la experiencia del eros en el entorno virtual. La misma  se construye desde las palabras, los gestos y la imaginación, habitando un espacio en el que convergen todos los tiempos.

 

Palabras clave

 

Eros, virtualidad, tiempo, poesía, palabra.

 

Abstract

 

This paper proposes a poetic reflection of the experience of eros in the virtual environment. It is built from words, gestures, and imagination, inhabiting a space in which all times converge.

 

 

Keywords  

 

Eros, virtuality, time, poetry, word.


 

 

1. ¿La muerte del Eros?

 

Una de las preocupaciones esenciales con respecto al tema de lo amoroso en la actualidad, siguiendo principalmente a Byung-Chul Han (2014), es la pérdida de su sentido. Así, se sostiene que ya no es posible asegurar la existencia del amor, al menos en el entorno virtual, pues, ante la irrupción de los medios digitales y la fagocitación del sistema capitalista, ya no es posible toparse con lo auténticamente amoroso (Illouz, 2012). Esta pérdida suele atribuirse a las posibilidades ilimitadas que existen para establecer conexiones, la libertad de elección y las numerosas opciones de posibles parejas que aparecen con tan solo una interacción en la pantalla. Del mismo modo, hay un constante cuestionamiento con respecto a la propia experiencia e involucramiento en el mundo digital, pues se suele sostener que en la red solo encontraremos experiencias incompletas (Held y Durlach, 1992) e intercambios de percepciones falsas (Dreyfus, 2008), que convierten a quien participa de esta forma de interacción en un simple espectador, como quien contempla una obra de teatro o una película. Así, parece ser anunciada la sentencia de muerte del amor, manifiesta en la aparente pérdida del otro, de la posibilidad de encontrarlo o, incluso, en la propia duda sobre la experiencia.

 

En particular, Han sostiene que esta pérdida del otro se hace evidente en el hecho de que no es posible hablar de algo más que de nosotros mismos, pues las disposiciones del universo digital nos llevan a seguir y elegir solo aquello que nos produce placer y con lo que nos identificamos, por lo que no somos capaces de separarnos de lo que se nos asemeja. Esto es refrendado por el hecho de que solo seguimos páginas de nuestro interés, hacemos conexiones con aquellas personas que pudieran tener puntos en común con nosotros o damos me gusta solo a imágenes y videos con los que, de alguna manera, nos sentimos identificados. Siguiendo esta lógica, la ida al otro se convierte en un imposible en una sociedad que no nos permite salir de nosotros mismos, pues todo lo que vemos se vincula con nuestras elecciones. Por el contrario, como señala Han, Eros tiene la virtud de hacer que se abandone la mismidad para conducir a quien lo experimenta a un estado de extrañamiento que lo lleva al otro y lo distancia de la condición de lo propio.

 

Del mismo modo, otro de los aspectos en los que se sostiene el argumento de la pérdida del otro es el juicio con respecto a la finitud, a la posibilidad del fácil e inmediato intercambio. Algunos como Bauman (2005) conciben este tipo de circunstancias como simples conexiones, como encuentros casuales y acelerados que, de ninguna manera, podrían asimilarse a lo que tradicionalmente se concibe como lo amoroso. Así, la condición de su fugacidad y el ser vistas como un producto destinado al consumo, para Bauman, son hechos que determinan que estas relaciones de conexión no puedan ser llamadas amorosas, pues no hay una intensificación del deseo, sino una satisfacción inmediata; podemos elegir y cambiar con la misma facilidad que cuando estamos de compras en un centro comercial, donde pasamos de vitrina en vitrina buscando lo que se desea. También, se considera que se propicia un intercambio veloz, donde se selecciona y cambia de pareja como si se tratara de cambiar de ropa, de vehículo o de dispositivo electrónico. Por supuesto, este intercambio propuesto por Bauman se concibe en cuanto tal gracias a una falsa cercanía que crea la ilusión de proximidad. Han (2014, 13) refiere al respecto que:

 

A través de los medios digitales intentamos hoy acercar al otro tanto como sea posible, destruir la distancia frente a él, para establecer cercanía. Pero con ello no tenemos nada del otro, sino que más bien lo hacemos desaparecer. En este sentido, la cercanía es una negatividad en cuanto lleva inscrita una lejanía.

 

La desaparición del otro parecería ser la premisa fundamental si consideramos el eros digital planteado en estos términos. Sin embargo, ¿este tipo de relaciones siempre y necesariamente han de considerarse de la misma manera? ¿Acaso no podría existir un vínculo entre amado y amante solo por el hecho de no haber un contacto en la manera tradicional de comprender el cara a cara, cuerpo a cuerpo? Valdría la pena recordar, tomando en cuenta lo que se refiere a la búsqueda de cercanía, que la forma en cómo se comunican los amantes virtuales, aunque se valgan de algunos recursos técnicos distintos, no necesariamente varía tanto de cómo ha sido concebida desde que el eros ha tenido un lugar en el discurso. De hecho, la imagen, como aquello que es agradable a la vista[1],  y la palabra han sido, desde siempre, las maneras de hacer presente lo amoroso. Es a través de estas manifestaciones que acontece el rapto amoroso[2].

 

De igual manera, la palabra adquiere un lugar central, cuya presencia nos remite a la experiencia, que se conforma gracias a la cualidad misma de imaginar (Bader, 2002; Rheingold, 1994). Por supuesto, en este encuentro y diálogo que pueda darse en ciertas circunstancias, podría plantearse un vínculo amoroso en el acontecer poético, considerando que poético puede interpretarse como aquello que es posible, que se crea por medio del lenguaje mismo para sostenerse y darse a conocer ante el otro y que, en todo sentido, es una experiencia (Valéry, 1990; Paz, 1994). A su vez, pudiera considerarse lo virtual como poético, si seguimos a Pierre Lévy (1999, 13), pues es: una forma de ser fecunda y potente que favorece los procesos de creación, abre horizontes, cava pozos llenos de sentido bajo la superficialidad de la presencia física inmediata”. Es aquello que está siempre por darse y que, al mismo tiempo, es un presente continuo. Asimismo, Lévy sostiene que implica un constante replantearse, un cambio en el centro de gravedad ontológico. Habría que decir: en continua poiesis.

 

Así, las relaciones online, como las suelen llamar algunos (Ben-Ze’ev, 2004) son también fenómenos interactivos que nos conectan con otros a través del lenguaje, ese espacio y sensación común que se va entretejiendo en la interfaz (Clark, 1996), en el que regresa con mayor vitalidad una noción tan antigua como la del eros, que es capaz de formar parte del mundo digital y de seguir uniendo, perturbando o bien otorgando alegría a todo aquel que somete. Dicho esto, si bien en la red se pueden producir relaciones de constante cambio o de carácter fugaz, no podría sostenerse de manera absoluta que cada una de estas interacciones terminen por convertirse en una circunstancia del narcisismo y en la prevalencia de la mismidad. Por el contrario, el continuo trabajo de la palabra ya implica un distanciamiento, una creación del espacio erótico, una poética en su sentido antiguo[3], pues se recrean un lugar, unos cuerpos, una memoria verbal que trasciende el teclado, la pantalla y la interfaz.

 

Desde esta perspectiva, entonces, se manifiesta el tránsito por el mundo virtual como un tránsito poético, en el que el verbo se convierte en la fuente primera de la experiencia. Podría hablarse, pues, de vivencia amorosa en tanto que la palabra establece una comunión, una reinterpretación y manifestación viva que se pudiera asimilar a lo que ha sido el proceso de lo amoroso presente en la poesía. Respecto al medio en el que acontece, Laurel (2014) señala que, más que hablar de la relación entre un objeto animado y uno inanimado, resultaría más provechoso hablar de la relación humano-máquina como la interacción entre dos elementos que tienen su propia forma de vitalidad y que las comparten y ponen a dialogar en un espacio múltiple. En consonancia con esto, la relación con la máquina proporciona otras posibilidades, conformando el espacio de los mundos posibles y planteando otras formas de relacionarnos con el mundo (Kay, 1984; Marín-Casanova, 2007).

 

 Así, la disertación presentada a continuación no pretende, de ninguna manera, establecer conceptos o ideas totalizantes, sino que, por el contrario, busca dar cuenta de una experiencia de lo amoroso. Una que parte del mundo virtual y hunde sus raíces en la poesía. Por supuesto, no se hablará concretamente de reciprocidad, sino de la experiencia misma del amante, volviendo, pues, al sentido poético de dicha figura, en el que es protagonista del instante del deseo amoroso, la conformación de su tiempo y el discurso que construye el tiempo y el espacio de su vivencia.

 

 

2. Mutsugoto: fragmento y presencia

 

Ya hace algunos años, el artista japonés Tomoko Hayashi presentó una interesante propuesta, conocida como Mutsugoto (2005) que, en particular, pudiera considerarse como un ejemplo que permitiría interpretar lo que se ha esbozado en las líneas anteriores. Esta performance es representada por dos amantes, quienes están situados en ciudades distintas. En un horario determinado, se comunican por medio de sus dispositivos electrónicos acordando una interacción que acompaña las palabras que comparten[4]. Así, en sus respectivos lechos, se coloca un aparato que hoy pudiéramos asimilar a la finalidad que tuvo el Sensorama, uno de los primeros dispositivos de sensibilidad, creado en los años sesenta.

 

Los amantes de Mutsugoto se saben lejanos, pero se tocan, se sienten, se hablan, están reunidos en un abrazo que ha trascendido el espacio, estableciendo la dinámica del encuentro amoroso. Si se le preguntara a cada uno por aquello que está sintiendo, no podrían negar que algo diferente está ocurriendo y que ese algo es placentero y los mantiene en sintonía. De alguna manera, esta performance nos muestra una ruptura de la creencia habitual de las categorías de tiempo y espacio, que parecen diluirse. Estos amantes, pues, se consideran habitando un lugar y, al mismo tiempo, desconocen con exactitud, al darse el encuentro, dónde se sitúan, en qué emplazamiento se encuentran las interacciones y las palabras que intercambian (Kellerman, 2002). Practican lo que Daigneault (1999, p. 120) ha señalado como una distancia que toca distancias.

 

Con esto último, en el contexto de lo digital, no se trata de concebir como cercano solo aquello que puede ser percibido, por ejemplo, en una misma habitación, sino que también puede manifestarse en cuanto tal aquello que aparece tras la pantalla. Esta cercanía, en la aparente distancia, logra proximidad gracias a las palabras, que, a través de la inmediatez y la imaginación, establecen el vínculo (Ben-Ze’ev, 2004). En este sentido, esta simultaneidad convive con lo que ocurre fuera de la pantalla, está allí, está pasando, es presente, pero un presente continuo, que se vive de este modo gracias a la simultaneidad de la vista y de la forma en cómo nos hacemos conscientes de la percepción de los acontecimientos (Pallasmaa, 1996). Así, los amantes de Mutsugoto no tienen problema en decir que, de alguna manera, han tenido contacto con su amado, pues las caricias y distintas acciones que desde el otro lado del país uno le proporciona al otro, se hacen perceptibles en el cuerpo, aunque propiamente sus pieles no choquen, recordando, en cierto sentido, lo que refiere Paz (1994) con respecto a los encuentros amorosos de Eros y Psique. Aun así, sin ningún problema, son capaces de imaginar al otro en su desnudez, en su fragilidad y reconocen en los indicios del discurso la manera en cómo quieren hacer sentir a quien se desea.

 

Ahora bien, esta experiencia nos lleva a comprender, por una parte, que no tendría sentido dar cuenta, de forma absoluta, de la imposibilidad de comunicación con el otro y, por otro lado, permite advertir las implicaciones de la interacción en el ámbito virtual. Este ejemplo puede, efectivamente, trasladarse al propio proceso del intercambio de palabras. Así pues, no habría que cerrar la posibilidad de plantear que en el ciberespacio también acontecen hechos que, en modo alguno pudieran ser, por entero, catalogados como falsos, sino que, más bien, también son experiencias, cuya naturaleza establece vínculos con el propio fenómeno poético[5]. De hecho, la relación que se da entre los dos amantes de Mutsugoto nos da a conocer la forma en cómo, a través de las palabras, se puede conformar un escenario erótico en el que el verbo forja sensibilidad y recrea percepciones.

 

Sin embargo, en particular en el acontecimiento amoroso, planteado desde la perspectiva discursiva, puede decirse que las palabras establecen una relación creadora de la experiencia del estar con el otro y de la percepción del propio cuerpo en el acontecimiento, que tiene una condición esencialmente fragmentaria (Paz, 1994). Esto último permite preguntarnos: ¿realmente encontramos al otro detrás de las palabras? ¿Qué es lo que se conforma a través de ellas en el espacio virtual? Ellas, en su condición primordial, es decir, creadora, nos orientan a algo distinto, nos llevan, sin duda, a una forma de presencia, de un habitar y una sensibilidad diversa, conformando cuerpos, suscitando emociones, vínculos que no son precisos, sino discontinuos, que tratan de dar nombre a lo vivido (Paz, 1972). El verbo es, así, un punto de partida para la imaginación (Fink, 1999). En esta comunión por la palabra, un poema de Yolanda Pantin (2014) sugiere que “No del amor se enamora el amante, ni de nadie, sino de la nostalgia del amor”.

 

Con esto, se hace evidente la dificultad de conocer la respuesta de quien ama sobre su amor, pues la pregunta por ese alguien o algo en concreto deja en suspenso una figura fija, para darle lugar a trazos, posibilidades e, incluso, en modo amplio, ficciones. ¿Quién es el amado? También pudiéramos preguntarnos, recordando a Han, ¿quién es el otro? Mientras pensamos en ello, tratamos de responder considerando una sola forma. En el ámbito digital, el amado sigue siendo un desconocido y, aunque, en apariencia, ha cambiado un poco su aspecto, sigue detentando aquel antiguo y familiar lenguaje que nos lleva a la raíz de todos los misterios. Esa nostalgia del amor nos revela que: “La desdicha del amante es el engaño de lo que vive el / amor como una ilusión de presente, cuando todo es pasado (Pantin, 2014).

 

Y todo es pasado porque el lenguaje es evocación, repetición, olvido y recuerdo. Es difícil que las palabras puedan estar, en modo preciso, en el presente, pues ellas mismas traen consigo las voces de todos los que las han enunciado, sus significados, su corporeidad transitoria. Todo el bagaje del discurso amoroso viene dado por una tradición; todo ello se vacía y vuelve a llenarse sin cesar. La palabra nos va conduciendo a un instante eterno que, como refiere Paz (1994, 220), “es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante (…) la conquista de un estado que nos reconcilia con el exilio del paraíso. Es este el tiempo de los que aman: la desdicha de un aparente presente que ya ha sido y que va tejiendo el futuro con el saber del amor, en la vivacidad pura en la que a la vez se sostiene un desafío con la muerte.

 

Este tiempo se va construyendo con palabras, frases, ideas, sensaciones que no salen por primera vez de los labios (o del teclado) de quien desea, sino que, por el contrario, son enunciados en distintas latitudes; son un eco de todos los tiempos, de todos los amantes en el pasado, en el presente y en la eterna espera de la renovación de la palabra, es decir, en la literatura (Foucault, 2018). Ya desde antiguo resuena el eco de las voces que han susurrado, gritado y callado las dulzuras y amarguras de su amor. Todo lo que se erige en el vínculo es el discurso mismo del amante, uno solo que reencarna en todos los que han amado y que es capaz de dar piel a cada una de las experiencias del deseo. Barthes (2008, 17) nos recuerda que el poder de la divinidad amorosa es tal que, incluso, se ha ocultado en el balbuceo, pues “su discurso no existe jamás sino por arrebatos de lenguaje que le sobrevienen al capricho de circunstancias ínfimas, aleatorias”. Estas circunstancias aleatorias, sobre todo, son las que mueven al amante al encuentro con lo que el semiólogo ha nombrado “figuras”, es decir, estos referentes universales que dan cuerpo a lo inefable, que conceden al cautivo de Eros un mapa en el que ir trazando un camino, sintiendo los atavíos de otras pieles humanas en constante transformación. El dios, que fácilmente se oculta, inicia al cautivo en sus misterios a través de frases que, en el intento, pretenden acercarlo más al amado pero que, por el contrario, aumentan aún más su deseo, hacen al amado más seductor con lo que se dice.

El amante comienza, así, un proceso de escritura de sí en el que intenta dialogar con el propio amor.  Trata de explicarse a sí mismo y al mundo lo que vive en silencio. Se posa ante el amado, viéndolo crecer y viéndolo decaer. Se hace a sí mismo, como dijo Barthes (1994, 45), un lector, un místico y un enamorado. Estas tres posturas tienen en común el estado de la soledad, de privacidad, de lo íntimo. Así, quien está ante el amado se deja llevar y haciendo a un lado al resto del mundo, se sumerge:

 

Él abre los ojos,

siente,

se abandona.

Sabe ya que nada, nada

le pertenece,

salvo su dependencia,

y acata

el extraño señorío (Cadenas, 2009).

 

Este señorío verbal diluye, paradójicamente, toda particularidad y lleva a quien contempla a la anulación habitual de la posesión divina. Es, de hecho, el acto de posesión un acto de despersonalización (Dodds, 1997), en el que se va haciendo texto, se va descomponiendo y entregando. Por supuesto, aquí se refiere al texto bajo el socorro de Barthes (1994, 76), quien considera que “no es coexistencia de sentidos, sino paso, travesía; no puede por tanto depender de una interpretación, ni siquiera de una interpretación liberal, sino de una explosión, una diseminación”. Así, el amante se va haciendo tránsito, al igual que su amado, pues ambos son atravesados por los cuerpos de las palabras, son abstraídos y a la vez abstraen en un espacio al que solo ellos pertenecen: se sustraen del tiempo, del mundo común. Se adentran en una forma de comunión, de mutua creación. En este sentido, Paz (1994, 204) sugiere: “Al abrazar la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia. […] Cada uno de estos fragmentos vive por sí solo, pero alude a la totalidad del cuerpo. Ese cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito. Esa presencia sigue siendo, aunque parezca extraño decirlo, desconocida, inquietante, infinita y fragmentaria. Ella, en un acto poético, se hace uno con la fuerza constante y fluyente de las palabras, encuentra su extensión en el murmullo, en el susurro del lenguaje, vibración y sintonía de lo que se está viviendo.

 

De tal manera, el amado y el amante son proteicos. El segundo intenta en soledad atrapar al primero, que se esconde en las cuevas, escala montañas, se precipita al fondo del océano, se escabulle entre la gente, escapa de los límites, cuestiona las estructuras. Puede ir de un lado del mundo al otro y puede acercar los puntos más distantes. Se presenta tan diáfano y a la vez sus mensajes son indescifrables, convirtiendo a quien lo busca en un cazador con armas inútiles. Todas estas hazañas y viajes ocurren en el alma de quien ha iniciado la travesía, de quien ha despertado ante las exigencias del dios, de quien comienza a hablar esa lengua que se presenta al servicio de circunstancias aleatorias. Y, también, de quien le exige en un cántico espiritual:

 

 

Descubre tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura;

mira que la dolencia

de amor, que no se cura

sino con la presencia y la figura (Juan de la Cruz).

 

El amante es un sediento de presencia y la desea, aunque sabe que la mirada del amado puede ser motivo de muerte, conmoción y enfermedad. Quizá la gran empresa del amante, su gran aventura, el fin de su camino estén, precisamente, en este develamiento, en este rostro por el que se ha iniciado el viaje, cuyos gestos intentan descubrirlo, pero fracasan en el intento. ¿Qué tiene de distinto esto que referimos en el mundo virtual? ¿Acaso no ocurre esta danza de formas cambiantes, de fusiones, de coreografía siempre incompleta? Teresa de Ávila nos permite comprender que no hay distinción, pues “mi amado es para mí y yo soy para mi amado” y en ese ser para el otro se define y borra, vuelve sobre sus pasos, imagina el rostro, los ojos y la boca, recordando el mayor premio, aquello por lo que ha despertado, lo que va conociendo.

 

En medio del rapto, el amado es para el amante lo que el amante, en secreto, en silencio, percibe del amado. Lo que él, en anhelo, susurra ante la imagen de quien es capaz de doblegarlo. Se entra, en ese estado de imaginación, en una experiencia poética, donde se percibe, se siente, aunque no se produzcan, en efecto, caricias. Se siente la alegría de ser visto por otra vida, con la misma satisfacción que evoca Pedro Salinas, se palpa una mano cuya presencia intuimos detrás de una comunicación velada, oímos en el eco de nuestro interior la risa encantadora que nos devuelve a nosotros sin haber salido de nuestro cuerpo. Como refiere Nussbaum (1995): “Conocer el propio amor es confiar en él, permitirse a sí mismo estar expuesto” (p. 184). Esta confianza y exposición nos regresan al estado de abandono del que se hacía referencia anteriormente, en el que no cabe la posibilidad de considerar, escribir y ser escrito sobre otro panorama más allá que del amor mismo.

 

A pesar de lo señalado, como hemos enunciado en la introducción, algunos sostienen que en el campo virtual no es posible reconocer esta experiencia del discurso amoroso, pues se trata de una comunicación imposible, de un engaño. Gubern (2000), 137 dice con cierto lamento: “En definitiva, se ama a la persona imaginada, no a la persona real (…) La relación a través de la pantalla no puede decepcionar, pues los corresponsales sólo ofrecen su rostro favorable y se elimina lo que pudiera ser negativo”. ¿Y acaso el amante llega a ver completamente a su amado? ¿Puede, acaso, mostrarse algo como verdaderamente “es”? Incluso, ¿puede el amante reconocer algo feo en aquel o aquello que desea? Por el contrario, nos dice Marion (2005, 105) que quien desea:

 

[...] no conoce lo que ama, porque lo que se ama no aparece antes de que lo amen. Le corresponde al amante hacer visible de qué se trata--el otro en tanto que, amado, que aparece en tanto que eróticamente reducido. El conocimiento no hace posible el amor, porque deriva de él. El amante hace visible lo que ama y sin ese amor no se le mostraría nada. Por lo tanto, el amante no conoce lo que ama, sino en tanto que lo ama.

 

Resulta curiosa esta reflexión: ¿cómo es posible que no conozcamos lo que amamos?, ¿cómo podemos sostener que primero viene el amor y luego el conocimiento? Suponemos que, para desearlo, hemos de haberlo visto antes y saber de él. En realidad, esto no es del todo cierto, cuando caemos bajo los hechizos del ceñidor de Afrodita, no podemos sino sorprendernos ante aquello que aparece frente a nosotros, lo vemos con la nitidez de lo evidente, con una claridad, además, enceguecedora. No estamos viendo al otro, sino que vemos lo que amamos, aquello que toma todo lo que somos y lo pone a su servicio. Por tanto, no se trata de que en el mundo virtual no se pueda conocer a quien se ama, sino que, por el contrario, ¿cuándo lo conocemos? La cita de Marion aclara que solo es visto por el amante aquello que ama, en tanto que lo ama y que, como hemos dicho antes, asume, entonces, su misma condición proteica. Sin esta condición de lo amado de ser, precisamente, amado, no podría ser visto. Barthes (2008, 38), a su vez, nos dice que “la fuerza amorosa no puede transferirse, ponerse en manos de un Interpretador”, por lo que de ninguna manera quien contempla a su amado pudiera tomar distancia de esta condición, de esta forma de ver para interpretar. Precisamente, se encuentra imbuido en su pasión, en una potencia que acata las exigencias del eros y que tiene un sentido en la manifestación de la palabra como una forma de explicarse a sí mismo. El enamorado, así como lo hace el hablante lírico, no se pronuncia para ser escuchado por nadie, mucho menos para ser comprendido, sino para intentar aproximarse a su experiencia y, con ello, tímida y celosamente al amado. Tomando un verso de Cadenas, podemos decir: para arder fuera del camino. De ese mismo modo lo intentan todos los que se acercan, porque la palabra reaviva, porque en ella está la posibilidad.

 

 

3. El tiempo de los amantes

 

Considerando lo anterior, la palabra del amante, sea en un chat, en una llamada, en una conversación, en un recuerdo o, incluso, en un sueño, tendrá siempre la misma fuerza, el mismo anhelo de descubrir al amado y el deseo de que permanezca. Quizá, como sostiene Ben-Ze’ev (2004), la notoria diferencia entre el ciberespacio y lo que no forma parte de él sea su mayor posibilidad imaginativa, así como también el aprovechamiento de recursos que hacen posible la interacción y otras posibilidades de comunión, pero nada de esto le ha sido ajeno a la palabra durante los siglos. Aun así, esto no hace que podamos asegurar que un tipo de relación sea verdadera y otra no solo por su manifestación técnica (Ben-Ze’ev, 2017). Lo que resulta llamativo es que, probablemente, el espacio virtual solo nos haya permitido reencontrarnos con la honda experiencia del poietés en su puro diálogo con la palabra, que tiene visos de caricias, de voz, de cuerpo, en el que el amante vive su cautiverio a través de los fragmentos, que, vistos en su totalidad, reflejan trazos de una trayectoria, que Carson (2015, 49-50) concibe en estos términos:

 

Si seguimos la trayectoria del eros lo encontramos sistemáticamente trazando la misma ruta: se mueve del amante hacia el amado, después rebota de nuevo hacia el amante mismo, hacia el agujero que hay en él y que antes pasaba inadvertido. ¿Cuál es el verdadero tema de la mayor parte de los poemas de amor? No es el amado. Es ese agujero.

 

Precisamente ese espacio de un “yo, siempre presente, no se constituye más que ante un tú, siempre ausente” (Barthes, 2008, 54), forma un lugar cuyos límites son imposibles de concebir, donde anida el impulso que mueve al amante, ese agujero atravesado por todo, en el que las palabras intentan representar lo que allí acontece. Se trata de un espacio eterno y fluido, que es solo acontecer, no tiene forma ni fin, sino que es constante tránsito, perenne figuración. Este acontecer es tensión entre los límites que están en constante definición y que no podrán conformarse, pues el amado se vuelve un imposible, se convierte en un anhelo que se da en el cuerpo del amante. Ese anhelo va socavando la piel y se va abriendo el agujero, que es testimonio de la presencia constante y fugaz del amado en las palabras del amante. La horadación de ese espacio se condensa en un tiempo que antes no se había revelado pero que siempre ha sido familiar a la poesía. Uno que no está en el ahora y que, sin embargo, es posible vivirlo. Uno que no está en el pasado y, aun así, ya antes se había hablado de él y que ya desde su propio acontecer es futuro, es virtual en tanto que continua redefinición de lo actual, como lo comprende Lévy (1999). ¿No podría ser el espacio virtual, entonces, una figuración de este agujero en el que las palabras y las diversas interacciones van creando? Marín-Casanova (2007, 60), con respecto a esta particular forma de percepción que se da en el ámbito virtual señala:

 

[…] la percepción aparece como “acción simbólica”. Más allá de la inmediatez sensible, la percepción ve el futuro potencial de lo que está presente y este “más allá” que vuelve a ver lo presente desde el futuro viene señalado por símbolos, el símbolo (syn-bállein) conecta el antes y el después, el futuro y el presente que integran la percepción.

 

En este sentido, se ven a la vez presente y futuro, pues ya en el propio presente puede concebirse en lo que devendrá; esto implica la simultaneidad de todos los tiempos, una condición inherente de la palabra en el acto poético, pues, según Paz (1972, 187) “ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de re-engendrarse e iluminar con su luz […] nuevas experiencias”, lo que nos lleva a recordar la alusión que el mismo Paz (1994, 220) también hace con respecto a lo amoroso, a través del discurso, como “la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante”. Así pues, la percepción en el mundo virtual aparece, entonces, como una “acción simbólica”, que nos remite al antiguo sentido de la palabra, al vínculo entre todos los tiempos en la interacción, pues ese hablar de los amantes es fragmentario, fugaz y, a la vez, eterno, pues en él están contenidos los discursos y sentimientos de lo poético en la sensibilidad mistérica del deseo que los une y los lleva constantemente a interactuar. Según lo dicho por Marín-Casanova, la sensación, el contacto con el otro en línea implica un presente, mientras que la percepción, suministrada por las palabras o imágenes, es un punto en suspenso que, al no sentirse directamente en el cuerpo, al conformar un nuevo espacio, proyecta a futuro, se sostiene a través de la imaginación, se mantiene en estado latente. Es por esto, que la percepción es simbólica, pues no plantea una acción concreta, sino algo por hacer, en constante posibilidad (Deleuze, 1996).

 

Precisamente, este agujero del que nos habla Carson tiene la condición de este tiempo difícil de situar pues en él acontece la experiencia poética: el amante imagina, piensa, recuerda al amado y en su figuración y recuerdo intervienen, por supuesto, los distintos fragmentos de ese cuerpo ideal al que refería Paz. Evidentemente, como se ha dicho ya, pensar en el amado significa pensar en lo más bello que hay sobre esta tierra, tal como nos enseñó la poetisa de Lesbos[6]. Nada escapa de la charis de cada parte de su cuerpo, nada es capaz de privarnos de la belleza que se asoma como locura en el acto de memorar su rostro, que percibimos con los ojos del alma[7] y, de forma instantánea o extemporánea, podemos sentirlo, vivir con él otras vidas dentro de la nuestra.

 

Finalmente, el tiempo de los amantes pudiera considerarse como un presente distinto, en particular en el ámbito virtual, gracias a las diversas posibilidades de interacción y, como sostiene Lévy (1999), de interconexión, pues puede darse a la vez lo que ha sido, está siendo y será. Al mismo tiempo que está pasando, ya pasó, pues se da en un presente ya vivido en el recuerdo del gesto, pero que, a su vez, será presente, pues se puede volver a ver, se puede representar nuevamente el sentido del verbo, contemplar en distintas ocasiones sus imágenes, reproducir la voz. Así, el discurso trae consigo infinitas posibilidades que se reviven y renuevan siempre que se desee, tal como acontece en el instante poético.

 

 

Referencias bibliográficas

 

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Imagen en blanco y negro de una mujer con cabello largo

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BIO

 

 

María Di Muro es investigadora en el área de literatura y cultura digital del Centro de Investigación y Formación Humanística de la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, Venezuela. Además, es profesora de las cátedras Introducción a los Estudios Literarios y Literatura Clásica de la misma universidad.

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Prometeo encadenado, v. 654; Agamenón, v. 742.

[2] Entiéndase rapto desde su sentido primordial en el pensamiento clásico. V. C. Calame (2002) y Rodríguez Adrados (1995).

[3] Paz (1972, 14) sostiene: “El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre”.

[4] Andy Lippman establece algunos principios fundamentales acerca de la interacción en el mundo digital (Brand, 1987).

[5] La palabra poético, en este texto, será utilizada en el sentido primordial del pensamiento clásico, es decir, como creación. V. A. Reyes (1983).

[6] Safo, 27 D.

[7] Platón, Fedro, 251b.