EL DILUVIO DIGITAL

LAS PREGUNTAS ESENCIALES DE LAS HUMANIDADES EN LA SOCIEDAD RED

 

the digital flood: the substantial questions of the humanities in the network societies

 

 

Jaime Repollés Llauradó

 U-tad. University of Technology and Design. UCJC

 

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Recibido: 26 05 2019

Aceptado: 14 09 2019

Publicado:30 09 2019

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https://doi.org/10.5281/zenodo.7656503

 

Cómo citar este artículo

Repollés Llaudaró, J. (2019). El diluvio digital.

Las preguntas esenciales de las humanidades en la sociedad Red.

 ASRI. Arte y Sociedad. Revista de investigación en Arte y Humanidades Digitales. (17), 77-92

 Recuperado a partir de http://www.revistaasri.com/article/view/5382

 

 

 


Resumen

Nuestra relación con el medio social está condicionada por flujos de información en los que las tecnologías digitales transforman cualquier aproximación y comprensión de los

 

fenómenos culturales. Trascendiendo los sistemas de representación analógica, la cultura digital genera, modifica y transmite continuamente contenidos textuales, visuales y sonoros. ¿Cuál es el papel de las humanidades en las sociedades red actuales?

 

Palabras clave

Diluvio Digital, Imaginario Material del Agua, Mercurius Digital.

 

Abstract

Our relationship with the social environment is conditioned by information flows in which digital technologies transform any approach and understanding of cultural phenomena. Transcending systems of analog representation, the digital culture generates, modifies, and transmits continuously textual, visual, and sound content. What is the role of the humanities in today's network societies?

 

Keywords

Digital Flood, Imaginary Material of Water, Digital Mercurius.


 

 

 

 

1. Introducción. Actualidad del mito del Diluvio en la sociedad digital

 

La información está inundando hasta los últimos confines del planeta, con el riesgo de anegar por completo el mundo analógico, impidiendo que tengamos experiencias sin la interposición de pantallas y redes digitales. Vivimos inmersos en la sociedad digital, la sobreabundancia de información parece empapar cualquier relación con nuestro entorno, cada vez resulta más complejo reconocer la vinculación entre esas representaciones y otros fenómenos externos al propio medio digital. Por este motivo la leyenda del Diluvio es el mito que nos puede explicar la génesis de la sociedad digital. En las últimas décadas los humanistas se afanan en conservar la tradición en el escurridizo software de las arcas cibernéticas, transformado la cultura de los libros en archivos prácticamente inmateriales, protegidos y compartidos. Por este motivo debemos preguntarnos de qué nos pueden servir la estética, la antropología, o los estudios de mitología en los análisis de la cultura contemporánea. Pero para resolver estas cuestiones debemos conocer un hardware esencial para el humanismo digital. ¿Cuál es la sustancia íntima que anima los flujos de información en las sociedades red?   El Mercurius inmanente a tanto flujo electrónico ha de ser estudiado como si se tratara de uno de los elementos de las antiguas cosmogonías, siguiendo el cauce abierto por las poéticas materiales del agua en Michelet, Bachelard, Serres, Deleuze o Didi-Huberman pero aplicándolas a estas corrientes digitales del olvido.

El Diluvio siempre fue un mito universal o si lo preferimos globalizador. El pasaje acuático del Génesis está presente en varias culturas de los cinco continentes, como recogió el mitógrafo escocés James G. Frazer (1854-1941) cuando procedió al estudio comparado de sus numerosas versiones –la helénica de Deucalión, la cristiana de Noé, etcétera– asegurando que la más antigua de las tradiciones diluviales conocidas, la sumerio-babilónica, narrada en la epopeya de Gilgamesh, “no podría ser aquella de la cual proceden todas las demás” (Frazer, 1981, 174). Frazer negó la existencia de un relato original que se hubiera diseminado por el mundo y apostó por la aparición simultánea del mito en muchas culturas atizadas por diferentes calamidades marítimas. Es sus estudios del Diluvio Universal, Frazer también desechó la hipótesis geológica de un posible diluvio real acaecido en algún momento de la prehistoria que reconocemos al descubrir la presencia de conchas enterradas en las montañas. El mitólogo escocés abogando por la suma de desastres históricos, como los acaecidos en la desembocadura del Tigris y el Éufrates en Babilonia, concluyó que este mito global y de la globalización ha sido una corriente “nutrida de las inundaciones que hayan afectado efectivamente a regiones particulares y que al irse transmitiendo con ayuda de la tradición popular hayan sido aumentadas hasta convertirse en acontecimientos de extensión planetaria” (Frazer, 1981, 181).

La intuición de que la fábula del Diluvio es universal, ya fue expuesta por Giambattista Vico (1668-1744) en su Ciencia Nueva –una antropología filosófica que indaga en las preguntas que cada época y cultura se hace acerca del universo– considerando que la idolatría que sucede al episodio del Diluvio es un principio común a todas las naciones (Vico, 2006, 102-4). Por tanto, la generación de un relato planetario por adición de inundaciones locales en el folclore antiguo demuestra que la catástrofe diluviana es una suerte de algoritmo de desastres acuáticos. Es por esta razón, que el Diluvio sigue siendo un mito de la sociedad digital: mientras que el cambio climático augura la futura inundación de la superficie terrestre por disolución de los casquetes polares –junto con la posible extinción de la especie humana– aumenta entre los humanistas la preocupación por que el mundo analógico quede totalmente anegado por el flujo informático.

Cada segundo, en cada dispositivo digital crece exponencialmente y se difunde un verdadero océano de datos literalmente diluviano. Como en cualquier otra cultura primitiva, diría Vico, la cultura digital es simplemente una idolatría, un culto a las imágenes posterior al diluvio cibernético; por lo que Internet se parece tanto al episodio consiguiente de la Torre de Babel, en el que Dios condenó a los hombres “a confundir su idioma para que no se entiendan más los unos a los otros” (Gn. 11, 7-8). Luego la sociedad red (Castells, 2006) sólo es el complejo delta contemporáneo de este mito global y atemporal del Diluvio que no ha cesado de manar. Y esta comparación de Internet con un océano diluviano, se debe a la homeostasis de ambas superficies, donde la transmisión de la información sucede de tal modo que la más mínima perturbación del océano digital puede provocar un cataclismo en el otro confín, como reza la teoría del caos. El flujo de información en Internet es, ante todo, ultramarino porque, como diría Joyce en el Ulises, su dinamismo se caracteriza por “la inquietud de sus olas y partículas superficiales visitando uno tras otro todos los puntos del litoral” (Joyce, 1995, 627).

Pero esta marea de información sería equiparable al caos originario de los tiempos míticos si no fuera porque la lengua de la Babel digital es una única lengua cibernética, recordemos que kubernetes, significa en griego remero o conductor de barcos. Esta nueva lengua está plagada de neologismos marítimos como la «navegación» por la red, el «streaming» de datos o el almacenamiento vaporoso de los mismos en la «nube» (Alemany y Repollés, 2014). Efectivamente, la metáfora acuática es omnipresente en el lenguaje digital, lo que puede interpretarse como una evidencia del elemento hidroeléctrico -la sustancia láctea- de la Galaxia digital. En este sentido, el estudioso de la alquimia en el mundo moderno Patrick Harpur ha subrayado la analogía del agua implícita en la era electrónica “algo evidente por las metáforas que describen el comportamiento eléctrico: «fluye» en «ondas» o «corrientes»” (Harpur, 1999, 277). El agua es el carburante de la libido electrónica y digital (Alemany y Repollés, 2016).

Las corrientes diluviales de información no sólo son la physis de la era cibernética, basada en el auge de las industrias hidroeléctricas, sino la analogía que liga todos los conceptos digitales a un mismo río lingüístico. Resulta llamativo que a pesar de la extrema complejidad de la sociedad digital exista un consenso inmediato sobre la metáfora líquida, al menos desde que el símil fue acaparado por el sociólogo Zygmunt Bauman (Bauman, 2016). Incluso antes que Bauman pusiera el adjetivo «líquido» a cualquier fenómeno social contemporáneo, otro gurú de la era electrónica, Marshall McLuhan aseguró a finales de los ochenta que “el fondo eléctrico, al igual que la naturaleza multidimensional del océano, crea un medio favorable para el hemisferio derecho” (McLuhan y Powers, 2011, 107). El estudioso de los medios remarcó entonces que el carácter acuático de este trasfondo electrónico resultaría fatal para el espacio visual, analítico y cuantitativo del aburguesado homo typographicus y su lógica del hemisferio izquierdo, sustentada en la invención de la imprenta y la expansión del alfabeto fonético por la Galaxia Gutenberg (McLuhan, 1998). La Aldea Global se funda precisamente en “su inescapable confrontación con la simultaneidad, representado la primera amenaza seria al dominio de 2.500 años del hemisferio izquierdo” (McLuhan y Powers, 2011, 72).

Esta nueva era, que podría denominarse en honor a su inventor Galaxia Tesla (Bernard, 2014), emergió como predijo McLuhan cuando se impuso el hemisferio derecho, emocional, comunitario y tribal en las dinámicas culturales. Esta concepción holística y sensorial parece desprenderse de las ataduras materiales que impone la naturaleza. Las características globalizadoras de la Galaxia Tesla concurren en la misma simultaneidad, multiplicidad y sincronía de Internet. De modo que, de cumplirse los vaticinios de McLuhan, el diluvio electrónico supondrá el fin de la imprenta y del libro físico, además del riesgo de la pérdida definitiva de historicidad en la avalancha posmoderna de información discontinua y la marea perpetua de acontecimientos de las redes sociales. Pero si hay un núcleo irreductible de la información basado en la analogía acuática, entonces la imagen acuática de lo cibernético deberá ser el punto de partida de la cognición en la sociedad digital pues, como bien explica la neurobiología, “el principal contenido de nuestros pensamientos son imágenes” (Damasio, 2013, 162). Pero ¿cuál es el papel de dicha imagen acuática en la conservación digital del mundo analógico? Al fin y al cabo, como fenómeno del hemisferio derecho, la analogía, como la metáfora acuática que soporta el dialecto digital, es el mar de sentido que las gotas de información no permiten ver. Como si los intercambios simultáneos y la expansión vertiginosa de datos del ecosistema oral-auditivo, holístico y cualitativo descrito por McLuhan fueran, paradójicamente, el medio ideal para cultivar una cultura de la imagen, madre de todas las analogías, en una especie de nuevo Mediterráneo Digital.

 

2. La posición de los intelectuales ante el Diluvio Digital

La moraleja judeocristiana del Diluvio comportaba una sanción de la sociedad previa, antediluviana, cuando Dios conjura las aguas justamente para barrer “de la superficie de la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal” (Gn 6, 7-8). Del mismo modo, la hipótesis cibernética (Tiqqun, 2015) nace en la posguerra por el naufragio de la sociedad burguesa aunando la Teoría de la Información, con la Teoría General de Sistemas, la Inteligencia Artificial y el Estructuralismo precisamente para conjurar el pensamiento totalitario que había llevado a los desastres bélicos (Gere, 2008). Esta Nueva Era cibernética nació en las mismas tierras idílicas donde se multiplicaban las imágenes cinematográficas con la vocación de redimir a la sociedad. Son conocidas las utopías californianas de carácter New Age que acompañaron a los fundadores de Silicon Valley. Tampoco es casual que el pasaje de la paloma diluviana que porta una rama de olivo sea el icono internacional de la paz por oposición al cuervo que permanece volando a la espera de que se seque la tierra (Gn 8, 8-13).

Estas dos aves del relato pueden resumir las actitudes de los intelectuales ante el Diluvio Digital: los nostálgicos que sufren (Job) las inclemencias del temporal esperando estoicamente que arrecie la tormenta y los emprendedores (Noé) que investigan la manera de conservar la simiente humanista en el omnipresente flujo cibernético. Ambas especies de humanistas digitales se dividen entre la reacción y el activismo que protagonizaron igualmente apocalípticos e integrados frente a la cultura de masas (Eco, 1997, 27-47). La flema de la paloma blanca (albedo) y la melancolía del cuervo negro (nigredo) vistas desde la psicología jungiana de los arquetipos alquímicos (Jung, 2015) expresan las dos complexiones opuestas de los intelectuales ante el Diluvio Digital. Ambos caracteres corren el riesgo de convertirse en simples geeks, hombres de letras fascinados por la tecnología, si los reaccionarios insisten en conservar anacrónicamente la tradición en un hardware obsoleto y los progresistas en chapotear sobre softwares sin licencia humanista.

En este sentido, el sociólogo de la ciencia Dominique Vinck encontró el prototipo del humanista digital (DHer) integrado en el jesuita italiano Roberto Busa, quien en 1946 fue pionero en la computación lingüística de la obra de Santo Tomás de Aquino (Index Thomisticus): “el primero en comprender que las nuevas herramientas, que se utilizaban para hacer estadísticas con fines científicos, o en la guerra comercial, también podían servir a las humanidades” (Vinck, 2018, 41). Como sucedió en la Edad Media, la conservación de los conceptos tomistas se basó en la gestión de datos transcritos por un clérigo, en este caso, a una computadora. Como contrapartida, un modelo de humanismo apocalíptico sería el del también jesuita cabalista Atanasius Kircher (1602-1680) y su fabuloso ensayo sobre el Arca de Noé, 1675. Kircher justificó la veracidad del mito, en un tiempo en el cual la explicación milagrosa de la repoblación de la fauna y flora terrestre resultaba insostenible, ingeniando una suerte de Teoría de la Evolución antes de Darwin: mediante una insólita taxonomía de las especies fabulosas del imaginario diluviano, Kircher explicó la lógica de las mutaciones habidas en las parejas rescatadas por Noé para poder alcanzar la variedad y la riqueza de los animales postdiluvianos (Kircher, 1989, 71-134).

Si nos atrevemos a adoptar la terminología de Lévi-Strauss en su mito-lógica (Lévi-Strauss, 1996) podemos afirmar que la perspicacia de Kircher sirvió para soportar la ana-lógica del mito del Diluvio Universal, que no es lo mismo que su mitología (Alemany y Repollés, 2013, 35-44). Ingeniando un sistema de analogías entre las distintas especies, Kircher logró anticiparse al evolucionismo dando solución a la escasez de simiente tras el Diluvio y alimentando la bestia negra de la Iglesia. Esta vía hermenéutica de interpretación del relato diluvial mediante analogías anacrónicas caracteriza al humanista apocalíptico. En el otro extremo de las actitudes de los humanistas ante el desafío digital encontramos la vía progresista, afanada en la conversión de los textos antiguos a soporte electrónico. Ambos tipos de propuestas resultaron igualmente claves para el génesis y el desarrollo de la cultura digital (Planells, 2015, 15-34) aunque no nacieran en absoluto para ese propósito conservador. Así sucedió en la cábala diluvial de Kircher, afín a la lógica sintética de Ramon Llull, la teoría de los mundos posibles de Giordano Bruno o las mónadas de Leibniz. Estas teorías de la resistencia, ingeniadas muchas veces por autores nada digitalizados se caracterizan por la pretensión de explicar simpatías o correspondencias entre las cosas que la codificación digital habitualmente separa y analiza discretamente. Todas estas lecturas holísticas del aluvión digital son variantes de la irreductible disputa histórica entre la concepción vitalista o mecanicista del universo, entre Goethe y Newton (Zajonc, 2015, 295-323).

Pero si hay un ejemplo vivo de pensador de las simpatías (analogías) entre los datos, un hermeneuta del todo, que haya empleado el flujo acuático para relacionar las corrientes científicas y humanísticas bajo un mismo océano estructuralista de conocimiento es Michel Serres. Este antiguo marino gascón que imparte docencia en la Universidad de Stanford emprendió la construcción de un verdadero Arca estructuralista siguiendo la fórmula leibniziana de la mathesis universalis, la comunicación universal de las ciencias, en un mapamundi que casualmente dedicó a Hermes. Publicado en cinco volúmenes entre 1968 y 1980, este colosal atlas titulado Hermes pretendía trazar un mapa de las rutas de comunicación entre disciplinas científico-humanistas animado por la idea de “la comunicación de las substancias” (Serres, 1991, 9). La sustancia del conocimiento es, sin duda, la materia prima de los alquimistas. Y es que Hermes es el dios griego análogo al romano Mercurio, siendo al mismo tiempo el mensajero de los dioses y el patrón de los mercaderes. Serres emplea esta figura mito-lógica para licuar la memoria dura de los departamentos, especialidades y facultades de las disciplinas tradicionales en un único océano (estructura) del saber: “¿cómo definir la verdad, si no es por la universalidad?” (Serres, 1995, 157).

Emprendiendo semejante mapa de correspondencias globales entre los conceptos científicos y humanísticos, Serres se enfrentó a toda la tradición de la física de sólidos que sustenta el temor diluviano a la licuefacción (Bauman) por medio de una genealogía totalmente revolucionaria de la física de líquidos (Serres, 1994). Posicionándose favorablemente ante el mundo digital, Serres defiende la vigencia del conocimiento universal en la era del software externalizado con la imagen del mártir Saint Denis, quien aún decapitado recogió su cabeza y ascendió su montaña (Serres, 2012, 50). Para Serres lo que ha sucedido con el conocimiento en la era digital es que el saber se ha derramado de los monasterios y fluye libre por las redes; una concepción integrada y optimista de la sociedad líquida que alumbró su imagen viral de Pulgarcita –referida a la generación que emplea el móvil para comunicarse (tecleando con el pulgar)– alabada por Serres por su “multiplicidad lábil” que ha fluido “como el agua de un río” frente a la capitalización, la coagulación, o cristalización del saber: “ya no hay más caja, ya no hay más latas de sardinas, ya no hay muro” (Serres, 2015, 215). Ya no hay, en definitiva, más arcas del saber.

De modo que, para Serres, el pensamiento humanista de las sociedades líquidas será transversal, relacional, interdisciplinar y holístico o no será. El motor del pensamiento será precisamente la analogía, cuya lógica ha sido perfectamente desplegada por Douglas Hofstadter, catedrático de ciencias cognitivas y políglota formado en Stanford y el MIT. Para Hofstadter, pensar es comparar, la analogía es el núcleo de la cognición y su esencia es la comparación (Hofstadter y Sander, 2018, 21-65). Pero ¿cuál es la materia de ese elemento mercurial de la analogía? Serres acude al adjetivo alquímico de concreto, equivalente a viscoso o líquido espeso, que en el dialecto de los perfumistas define “«un concreto de rosa» «un concreto de jazmín» para el producto, relativamente solidificado obtenido mediante extracción de los principios olorosos de los vegetales” (Serres, 1995, 103). De modo que Serres continua la célebre metáfora bergsoniana de la duración, la cucharilla sobre la que se funde un terrón de azúcar, o la esencia de la magdalena mojada en té de Proust, para cristalizar la memoria en una sustancia que tiene “la homogeneidad del agua azucarada” (Serres, 1995, 101). El agua azucarada de la duración es la única materia posible de la memoria analógica, “una herencia de la estructura cristalina que tiene la sustancia cuando, habiendo solidificado, forma un cristal” (Braun, 2003, 88).

Hay toda una línea de pensamiento francesa que estudia la física de fluidos como soporte de conservación de la memoria tradicional. Gilles Deleuze y Felix Guattari también adoptaron conceptos afines a los de Serres para analizar el intercambio simbólico del sistema capitalista como un torrente de flujos que se cortocircuitan unos a otros (Deleuze y Guattari, 1997). En sus estudios sobre los orígenes del Estado proponen la plusvalía de código como la analogía de las sociedades tradicionales, un procedimiento de inscripción de un código en otro código, como sucede con la comparación del agua y el flujo digital. En sus Derrames explicaron esta afluencia de dos corrientes como el modo de producción simbólica primitiva. Proponían el ejemplo biológico del mimetismo de la orquídea y la avispa: “he aquí que el código de la avispa y el código de la orquídea repentinamente se chocan. La avispa macho se engaña y va sobre la orquídea creyendo encontrar una avispa hembra” (Deleuze, 2005, 101). La plusvalía de código es la fórmula intelectual de la resistencia, la analogía que cortocircuita la plusvalía de flujo del diluvio ciber-capitalista. Esta plusvalía analógica impone una máscara primitiva al torrente digital, de la misma manera que el salvaje se transforma en naturaleza cuando porta una máscara animal. El objetivo de esta fusión anacrónica es conservar el absoluto del código que Deleuze explica con la temperatura que la droga impone al cuerpo drogado: “en el caso del drogado se considera una especie de 0 absoluto del frío sobre el cuerpo sin órganos” (Deleuze, 2005, 160).

 

3. La analogía como la nostalgia romántica de lo absoluto

Este cortocircuito de la lógica tradicional ante un nuevo paradigma de conocimiento no debe sorprendernos, se trata de un lugar común desde que el romanticismo pretendió interpretar al mismo tiempo el Cosmos arcaico pagano y la Creación cristiana medieval, intentando hacer compatible ambos relatos con el conocimiento enciclopédico nacido de El siglo de las luces. El Cosmos de Humboldt aparece precisamente cuando “ya se había derrumbado el cosmos como unidad, según era pensado en la teoría de los cuatro elementos” (Gernot y Hartmut Böhme, 1998, 13). El imaginario romántico sintió la catástrofe ecológica del periodo revolucionario haciendo frente a la pérdida de materialidad de las substancias que acompañó a la moderna química de Lavoisier (1789) camino de una abstracción de los elementos, antesala del sublime posmoderno de la era digital, “en el sentido de que prohíbe cualquier presentación de lo absoluto” (Lyotard, 1999, 21). La analogía universal de Deleuze responde a este absoluto del código irrepresentable frente a la descodificación permanente de la corriente de información diluviana.

Fue precisamente el momento postromántico el que cortocircuitó las ciencias de Galvani o Mesmer, el magnetismo de la electricidad y los animales (Gille, 2003, 179-201) con el absoluto literario soñado por Novalis, Schelling o los alquimistas (Lacou-Labarthe y Nancy, 2012). Como explicó el experto en cultura romántica Albert Béguin, el romanticismo resucitará con este fin algunos de los grandes mitos arcaicos como la Unidad Universal, el Alma del Mundo, o el Número Soberano como si fueran ruinas todavía latentes de lo absoluto y los mezclará con los suyos propios: “la Noche, guardiana de los tesoros, el Inconsciente, santuario de nuestro diálogo sagrado con la realidad suprema, el Sueño, en que se transfigura todo espectáculo y en que toda imagen se convierte en símbolo y en lenguaje místico” (Béguin, 1993, 77). De los cortocircuitos entre los contenidos románticos y la ciencia moderna surgirán los primeros conflictos entre la concepción global de un todo continentalista frente a la verificación particular de sus elementos propia de las ciencias analíticas experimentales. Posiblemente este fue el germen del enfrentamiento entre lo analógico y lo digital, herencia de los opuestos del Tao, basado en la tensión entre el sueño y la vigilia, la noche y el día, el vitalismo y el racionalismo, lo líquido y lo sólido, dualidad que quedará sellada para siempre en el omnipresente Bit, el átomo digital, desde que Leibniz vio “la imagen de la Creación en la elegancia mística del sistema binario del cero y el uno” (McLuhan, 2011, 143).

La era digital, que nació como una metástasis de la imprenta, parecía un triunfo de la escritura que devoraría todas las analogías, toda idolatría, hasta que el Diluvio Digital actualizó el agua descrita por Tales de Mileto, que no es en absoluto agua corriente, sino el absoluto del agua, “convertida de tal modo en sustancia universal, única, eterna e infinita; en principio de movimiento y de vida; en plasmadora de todas las formas y en meta final de todas ellas” (Cappelletti, 1986, 62). El retorno de esta physis de los presocráticos fluye por el ciberespacio como un absoluto de código, más cercano a la divinidad de Tales que al agua del grifo; como si el fuego del Big Bang cosmológico en el origen del Universo hubiera dado paso a su contrario, las aguas heladas de Internet en el fin de los tiempos. El estudioso del imaginario material Gilbert Durand, ha estudiado esta basta cuenca semántica de la metáfora acuática que se extiende por cinco siglos religando la cultura material del naturalismo al ciberespacio y recordando que el río que resurge a partir de la década de 1760 es un río alemán: “de alguna manera ¡es la leyenda del Rin la que asume la esencia del mito que va a sostener a la Naturphilosophie!” (Durand, 2003, 97). Por esta razón, la sincronicidad entre el cosmos y la consciencia, el agua de manantial que se piensa en el flujo digital está inevitablemente ligada a la noción romántica de psicoide, o “la hipótesis de una realidad que sería común a la subjetividad más íntima y al universo material” (Durand, 2003, 65).

Pero como es costumbre en la historia de las ideas románticas, quienes mejor han aplicado la filosofía natural alemana a la cultura moderna han sido los autores franceses: empezando por la epistemología de Gaston Bachelard (1884-1962), quien vivió permanentemente escindido entre la racionalidad científica y la imaginación poética. Sólo las ensoñaciones de su doctrina tetravalente de los temperamentos poéticos anticiparon la consistencia de los elementos sin necesidad de emplear el gnomo, la salamandra, la ondina o la sílfide (Puelles Romero, 202, 59). Los elementos imaginarios de Bachelard están desprovistos de una materialidad grosera y de un imaginario fantástico porque son la propia imagen de la materia o la materia psíquica del artista o el poeta trabajando. Por ello Bachelard, de haberla conocido, hubiera explicado la metáfora acuática del mundo cibernético como un Complejo de Caronte (Bachelard, 1994, 111-143). Dado que la materia licuada por la metáfora acuática es la physis del materialismo antiguo autores como Demócrito, Epicuro o Lucrecio reaparecerán en el ocaso de las viejas cosmovisiones (Nizan, 1971, 9-47). No hay que olvidar que la retórica material de los elementos de Bachelard es la consecuencia del más profundo idealismo epistemológico, es decir, de la más rigurosa depuración del obstáculo sustancialista (Bachelard, 2004, 115-153) por el realismo de las funciones matemáticas, las analogías o las abstracciones de los cuerpos, en suma, por su intención de “reducir el elemento físico al elemento psíquico” (Vadée, 1977, 257). El idealismo bachelardiano insiste en la inmaterialidad cuántica sin perder de vista la simpatía material del artesanado con su objeto, la intimidad poética con la materia imaginaria.

Muchos artistas contemporáneos han elaborado de manera compulsiva un mismo y único elemento artístico, que no puede confundirse con el agua, el aire, la tierra o el fuego reales (Repollés, 2011) a partir de lo que se podría llamar un Complejo de Paracelso (Paracelso, 2004). Así sucede en el caso del espíritu encarnado en el pigmento azul Klein, patentado por el artista francés Yves Klein siguiendo los preceptos de Bachelard (Puelles Romero, 202, 137). La única sustancia del azul Klein es la dualidad alquímica entre el Cielo y la Tierra, una oposición inmaterial, como la del bit, que sigue el precepto de la ciencia del hombre, lo que es arriba es abajo. De esta manera han producido un agua que no moja, un aire que no se condensa, una memoria de silicio, un espíritu sutil de la materia mundana, en suma, una evolución del arte contemporáneo hacia lo inmaterial (Klein, 2006, 49-77). Si se sigue el cauce abierto por la epistemología francesa, sólo podrá retornarse a una intimidad con el flujo de información digital reduciendo el microfenómeno a un nóumeno (Bachelard, 2004, 15-30). Y no es casual que Bachelard haya destilado en El agua y los sueños, 1942, este elemento de la imaginación materializante (Bachelard, 1994, 23). Porque el líquido elemento porta en su realidad imaginaria, especular, la dualidad que Bachelard distinguió entre las aguas claras que manan de las corrientes y las aguas profundas que se estancan en los pantanos; es decir, entre la corriente hidroeléctrica (luz) de las aguas claras y el oscuro flujo (digital) de la red.

En efecto, esta cualidad oscura de las aguas pantanosas (analógica) que corren bajo el refulgente flujo electrónico constituye para el humanista Ivan Illich, seguidor de las poéticas de Bachelard, lo contrario al líquido H2O, por dos razones: “primera, porque esta agua tiene una habilidad casi ilimitada para conducir metáforas y, segunda, porque el agua, aún más sutilmente que el espacio, siempre posee dos lados” (Illich, 1989, 49). Luego el psico-dinamismo del agua imaginaria entendida como digital existe como una tensión entre el lado purificador y eléctrico (el rayo) del que se enamora Narciso, pues “acoge todas las imágenes de la pureza” (Bachelard, 1994, 29) y el lado replicante y pantanoso (la hidra) que tiene la potestad de multiplicar analogías pues “posee el absoluto del reflejo” (Bachelard, 1994, 78). Una vez más, el narcisismo de las redes se enfrenta al oscuro espejo de la imagen. De modo que la dualidad estructural de las aguas oscuras y pesadas resuelve el viejo problema de la comunicación de las sustancias ¿cómo podrían los cuerpos producir algo ideal? A lo que responde el filósofo José Luis Pardo “algo «incorporal» ha tenido que desprenderse de los cuerpos puesto que hay lenguaje. Lo que hay que preguntar entonces es cómo es posible el lenguaje” (Pardo, 2011, 43). En efecto, el lenguaje, el milagro del lenguaje, que todavía ninguna antropología puede explicar es la dualidad inherente a esa estructura binaria del agua que se reproduce por doquier a través de la metáfora acuática, y que Bachelard entendió siempre desde la oposición jungiana entre animus y anima. Al igual que en el simbolismo del yin y el yang, la tensión animus y anima de las oscuras aguas transmite la “beatífica plenitud de adhesión al cosmos” (Aisenson, 1979, 46). El soporte del anima son esas aguas profundas, que albergan “la memoria supraindividual de nuestra pertenencia al mundo” (Aisenson, 1979, 50).

 

4. A modo de conclusión: El Mercurius Digital

Gilles Deleuze advertía que la profundidad oscura del sentido del lenguaje paradójicamente es un efecto de superficie (Deleuze, 1994, 28-34). Por otra parte, y para evitar el obstáculo sustancialista, McLuhan daba una respuesta bien conocida a la pregunta por la naturaleza de un medio, “el contenido de todo medio es otro medio” (McLuhan, 2008, 32). Pero si pretendemos trascender la retórica material del agua y enfrentarnos a la sustancia íntima del elemento ciberético debemos preguntarnos ¿cuál es la naturaleza de esas aguas profundas que hacen latir el sentido en la superficie del flujo de información? Si el contenido de la escritura era el discurso oral, el de la imprenta la palabra escrita y el del telégrafo la imprenta, entonces el contenido del medio digital es el flujo hidroeléctrico de la era electrónica. Y remontando esta espiral mediática hasta su fuente original ¿cuál sería el contenido absoluto del medio acuático en el que se desarrolla la era electrónica y digital?

Con McLuhan podríamos interpretar que la forma de la espiral hidroeléctrica es la que produce el efecto narcótico sobre las aguas digitales, como un Narciso embelesado con su propio selfie, precisamente porque este absoluto se había entumecido, “se había adaptado a su extensión de sí mismo y se había convertido en un sistema cerrado” (McLuhan, 2008, 67). Si la metáfora acuática resulta todavía oscura es precisamente porque permanece arremolinada en la superficie del mar digital, convertida en un sistema cerrado. Por tanto, sólo podemos desplegar esta espiral preguntándonos por la sustancia del agua en la que se encontrarán las respuestas a la cultura digital. ¿Qué clase de espuma romántica secreta el absoluto analógico de las mareas cibernéticas? Habría que remontarse a la fabulosa descripción de El Mar, 1861, por parte del historiador romántico Jules Michelet (1798-1874) para encontrar las más bellas imágenes de la sustancia sanguínea del agua y la mucosidad de su superficie: “El mar posee un elemento desconocido que la hace blancuzca y viscosa. Este contribuye a las ilusiones fantásticas que nos proporciona el mundo marino” (Michelet, 2004, 76).

Para percibir esta sustancia blancuzca es preciso tener primero una consciencia de la eternidad del mar “pues el elemento que llamamos fluido, móvil, caprichoso, no cambia realmente; es la regularidad misma. Lo que cambia constantemente es el hombre” (Michelet, 2004, 23). A continuación, el historiador describe la fermentación constante de la mucosa sobre ese torbellino incesante, que bulle vida en el flujo y reflujo marítimo entendido como un ser animado; la sístole y la diástole de las aguas es la que produce la formación de los caparazones salinos que atrapan el flujo viscoso de sal espesa en las conchas al tiempo de aligeran la corriente oceánica. Y finalmente Michelet descubre la sustancia viscosa formando “un volcán de leche, de leche fecunda que ha hecho erupción y ahora está anegando el mar” (Michelet, 2004, 72). Esta sustancia lechosa de Michelet es la misma sustancia láctea de la Galaxia Digital. Por eso Bachelard aclara que esta leche marina de Michelet no es como la leche materna, sino la imagen de la leche nutricia, el reflejo de la luna sobre el agua, que va unida a las poéticas del regazo maternal de la tierra y la licuefacción de la sangre de la tierra en la leche del mar: “siendo el agua leche para el inconsciente” (Bachelard, 1994, 188). Sucede como si el imaginario lácteo de Michelet fuera el régimen lunar, nocturno, de las aguas a partir del cual iluminar la sustancia digital, como cuando el mar se prepara para los desposorios con el régimen solar. El primitivismo andrógino de las aguas marinas reúne las fuerzas del rayo y las fases de la luna, el lado masculino y femenino que en los arquetipos de Jung se corresponden, indistintamente, con el animus (hardware) y el anima (software). Igual que el mercurio se extrae del cinabrio rojo (bisulfuro de mercurio), esta sangre de la tierra (Bachelard, 1994, 99) es el misterio alquímico del aguamar.

Ya en el final del relato diluviano, Dios seca las aguas y manda a los supervivientes del arca que crezcan y se multipliquen imponiéndoles un único tabú, el de la sangre: “tan sólo os abstendréis de comer carne que tenga aún dentro su vida, es decir, su sangre” (Gn. 9, 4-5). El fulgor del Arco Iris será la señal de la alianza entre la humanidad y Dios impuesta bajo el tabú de la sangre (Gn. 9, 13-14). Homero ya se había referido al agua como el rojo mar, pero sólo la ebriedad legendaria de Noé tras el Diluvio, que consume desnudo el vino como una extraña eucaristía diluviana expresa la segunda salvación del agua (Gn. 9, 20-22). De hecho, es necesaria esta ebriedad para evocar las analogías lácteas y vinícolas del agua diluviana, como cuando Michelet siente la mónada de una gota de agua “agitarse y vibrar, pronto se vuelve vibrión, el cual, al subir nivel tras nivel, como pólipo, coral, perla, llegará quizás en diez mil años a la dignidad de insecto” (Michelet, 2004, 78). Serres también supo ver en la obra de Michelet al charlatán y lacrimoso flemático que construye “el monumento de la Historia, el trabajo de la razón en el tiempo y, por otro, se entrega al aquelarre y a la historia natural, mar o agua” (Serres, 1995, 88). En ese elemento sanguíneo se cumple la máxima alquímica de la conjunción de contrarios, de igual modo que en lo más profundo y oscuro del suelo marino están las estrellas de mar (Michelet, 2004, 74). Por tanto, podemos descubrir que en la turbulencia de las espirales digitales permanece abismado el pasado de las aguas profundas que Bachelard calificaba como femeninas. Igual que el pez es una suerte de agua orgánica, la espuma de Afrodita, la mucosa de Medusa, las sirenas, las madréporas de Michelet serían el catálogo completo de ninfas acuáticas encarnadas en la sustancia libidinal del agua.

Sobre esas aguas oscuras y pesadas el mar se desliza e insufla el sentido hermético, el influjo, que el estudioso del imaginario Georges Didi-Huberman recuerda que viene del término alemán Einfluss “la influencia que supone, como en francés, en italiano o en inglés, el flujo, la fluencia” (Didi-Huberman, 2015, 22). La misma etimología conecta la psiché (alma) tortuosa del romanticismo con la tormenta: “la tormenta no sería, ni más ni menos, que la morfología del tormento, su forma expresada, su materia en movimiento” (Didi-Huberman, 2017, 52). El alma insuflada en el flujo digital sería como aquella «brisa imaginaria» que agitaba igualmente los pliegues y cabellos de las ninfas finiseculares de los ornamentos Art Nouveau, en la incipiente era electromagnética, descritas como una “«panfeminización del entorno» pues “el personaje difunde en torno de sí un medio fluido de biomorfismos en toda clase de flores orgánicas” (Didi-Huberman, 2015, 134). 

Si el problema fundamental de la antropología es conocer el sistema de transición de la naturaleza en cultura, la lectura estructuralista de la alquimia forma parte de esta búsqueda romántica del Absoluto Digital: ver el todo en una gota de agua, el universo en un grano de arena o el Diluvio universal en el Mercurio digital. La alquimia fue la búsqueda intemporal de ese oro filosófico, que nada tiene que ver con el oro común, sino con el Mercurius, engendro del Sol y la Luna que da nombre a la sublimación de un líquido vulgar como elixir de la vida eterna. Esta es la razón por la que esa “agua” inmaterial, o la cualidad analógica del líquido principal de la Gran Obra, podía ser extraída de cualquier flujo mundano, desde la orina o los excrementos… al silicio, como materia prima preponderante en la era del Mercurius digital, una materia fundamentalmente binaria por estar cuajada de todas las oposiciones cabalistas encerradas en el Arca de Noé: “de cada especie de aves, de ganado y de reptiles de la tierra entrará contigo una pareja, para que se salven” (Gen, 6, 20-21).

Para Jung la materia prima era precisamente la sustancia portadora de la dualidad psíquica del alquimista, de ahí las permanentes contradicciones sobre su naturaleza. En todo caso, Harpur describe el mercurio como “«agua» o, al menos, un líquido al que se dan diferentes denominaciones: rocío, leche de la virgen, bálsamo, nuestra miel, agua de Azot, etcétera., también es aqua ardens, un aguardiente, un «vinagre filosófico» corrosivo, un «agua que no moja las manos»” (Harpur, 1990, 187). De ahí que el imaginario de Mercurio esté asociado para el estudioso de realidades daimónicas con la luna, la plata, el alma femenina y la materia volátil, la noche de la reina, la oscuridad de la tierra tónica y un largo etc., (Harpur, 1990, 234). El error fatal de los alquimistas, y el de muchos humanistas, es confiar en un soporte material del mercurius philosophicus, en una especie de cristalización del alma. Mercurius es la relación o la tensión entre opuestos que está entre el Cielo y la Tierra, es decir, entre los ceros y los unos, las cargas positivas y negativas: la oposición evanescente que funda la alquimia, y la moderna química, como diferenciación de los elementos en función de los electrones y protones, pues en realidad no hay mezcla de cuerpos sino de átomos (incorpóreos) pura combinación de cargas eléctricas que sostiene asimismo el medio digital (Gray, 2011).

Todas las mutaciones del Mercurio –el propio Cristo en la tradición cristiana– expresan su sentido como la materia que da origen a todas las demás sustancias, de ahí que a veces sea nombrado como «nube», «plata líquida» o incluso podríamos aventurarnos a llamarlo chip de silicio. El mercurio es el alma (agua plateada) o el agua de la vida, único intermediario (hermafrodita) entre el cuerpo y el espíritu, por ello a veces no se distingue entre alma y espíritu mercurial (Priesner y Figala, 2001, 39-43). La presuposición romántica del Alma del mundo es la que permite intuir la vida de los metales comunes, la formación de una nube electrónica que garantiza su conductividad eléctrica. El Mercurio filosófico, como el digital, anima la esperanza de vida de las piedras compuestas de cal y sílice: al fin y al cabo, la computación y el cálculo vienen “de la palabra latina para decir piedra (cal), que era «calx» y su diminutivo «calculus», que vendría a significar «piedra pequeña» o «piedrecilla», dando origen a las modernas palabras «cálculo» y «calcula»” (Torra, 2010, 39). Como si se tratara de la versión griega del mito, Deucalión (marinero de vino nuevo) construye junto con Pirra (rojo vivo) un arca con el que sortear el Diluvio, pero, por intercesión de Hermes arrojará unas piedras (huesos de la Tierra) de donde nacerán los hombres supervivientes del desastre (Graves, 2005, 159). Los hijos de Deucalión, el pueblo griego, surgieron de esos cantos supervivientes del Diluvio, que son como los ábacos de la era digital, las piedras del Mercurius Cibernético.

El principal papel de los estudios humanistas en la sociedad red actual es ofrecer imágenes que hagan comprensibles las experiencias que nos ofrece el mundo de la información electrónica en sus manifestaciones globales, masivas e inmersivas propias de un Diluvio digital. Los interfaces de nuestros dispositivos electrónicos han adoptado una apariencia analógica, imponiendo imágenes de mesas de trabajo y herramientas tradicionales, sobre lo que no son sino algoritmos que operan sobre caudales de información numérica con los que nos sería imposible una comunicación sin mediación. De modo afín artistas y humanistas desarrollan su pensamiento a través de sistemas de asociación analógicos que les permiten reconocer rasgos comunes que se repiten en los flujos globales de información digital en una labor similar a la de los estudios de la antropología postestructural. El humanismo digital (integrado) ofrece modelos que permiten reconocer nuestras sociedades contemporáneas no tanto desde la nostalgia de un mundo analógico y “seco” anterior al Diluvio digital (apocalíptico) sino interrogándose por la naturaleza más íntima de la sustancia que anima el flujo de información propio de las sociedades red. Sobre el Mercurio cibernético se abren tantos interrogantes como sobre el Mercurio de los alquimistas ya que su operatividad depende de conjugar cualidades opuestas, siendo considerados al mismo tiempo como aislantes y conductores de carga eléctrica.

 

 

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BIO

 

Jaime Repollés Llauradó. (Madrid, 1976), U-tad, University of Technology and Desing) UCJC, ha realizado investigaciones sobre teoría del arte contemporáneo más de dos décadas. (en colaboración con Vicente Alemany). En el Congreso Europeo de Estética organizado en el Museo del Prado de Madrid en 2010 presentaron su principal línea de investigación titulada “La crisis de la estética analítica y el auge de la estética continental”. A lo largo de la última década ha venido desarrollando y publicando numerosos estudios sobre el imaginario material en el arte actual, destacando sus análisis sobre la obra de George Didi-Huberman y otros autores europeos postestructuralistas que se aproximan al arte contemporáneo desde una concepción estética continental y multidisciplinar.