FAKES EN MEMECRACIA
FICCIONES
ARTÍSTICAS CONTEMPORÁNEAS DE UNA IMAGEN DIGITAL INTERFERIDA
fakes in memecracy.
artistic contemporary fictions
of an interfered digital image
Ricardo González-García
Universidad de Cantabria
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Recibido: 07 05 2019
Aceptado: 14 07 2019
Publicado: 30 09 2019
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https://doi.org/10.5281/zenodo.7656970
Cómo citar este artículo
González-García, R. (2019). Fakes
en memecracia:
ficciones artísticas contemporáneas de una imagen
digital interferida.
ASRI. Arte y Sociedad. Revista de
investigación en Arte y Humanidades Digitales (17), 168-188
Recuperado a partir de http://www.revistaasri.com/article/view/5390
Resumen
El metamedio
digital es el actual espacio de interacción social por excelencia. Una memoria
protésica idónea para la creación de
heterogéneas ficciones, las cuales
resultan de estéticas postproductivas de una e-image que establece un nuevo régimen escópico. Se analizará, pues, cómo este entorno presenta un
campo fértil a la réplica de fenómenos tales como fakes,
que también pueden proliferar como unidades mínimas de transmisión cultural (memes).
Ello establece una memecracia desde la que activar prácticas
artísticas subversivas.
Palabras Clave
Fake, meme, ficción contemporánea, imagen
digital, interferencia
Abstract
The digital metamedium is the actual most common space of social interaction. An ideal prosthetic memory for creation of heterogeneous fictions, which result from postproductive aesthetics of an electronic image that establishes a new escopic regime. It will be analyzed, then, how this environment presents a fertile field to the replication of phenomena such as fakes, which can also proliferate as units of cultural transmission (memes). This implies a memecracy from which to activate subversive artistic practices.
Keywords
Fake, meme, contemporary fiction, digital image, interference
El arte del pasado ya no existe como en otro tiempo.
Ha perdido su autoridad. Un lenguaje de imágenes
ha ocupado su lugar. Lo que ahora importa es quién
utiliza ese lenguaje y para qué.
John Berger, Modos de ver (1972)
1. Introducción
Los sistemas de creencia que se aplican
para la aceptación de fenómenos que, mediante la imagen digital en este caso,
establecen configuraciones que pueden estar relacionadas con elaboradas
construcciones de ficción, se basan en aquel acuerdo tácito o “contrato de veridicción” que Algirdas Greimas (1983) reflexiona desde el campo de la lingüística.
Esta especie de convenio es necesario para otorgar mayor o menor grado de
credibilidad a, por ejemplo, las imágenes digitales que el individuo se encuentra
en su navegar diario por Internet. En ese contexto, acepta representaciones
icónicas más o menos verdaderas o creíbles, de acuerdo con el citado pacto,
situándolo en un marco de referencia desde el cual moverse. Así es cómo cada
sociedad asienta unas “verdades” en detrimento de otras, a razón de establecer
una ordenación de las cosas en función del lenguaje y sus códigos, tal y como
propone Michel Foucault (2003) en Las palabras y las cosas. Una arqueología de
las ciencias humanas, cuando indaga en 1966 sobre cómo los sistemas de ideas
acaban constituyendo las ciencias humanas. Todo ello dará lugar a una
edificación del saber que se adapta al tiempo en que emerge, a través de las
premisas que admite dicho “contrato de veridicción”. En
la actualidad, lo que ocurre en la interacción que se establece con la imagen digital
no dista demasiado de lo que conlleva mantenerse dentro los parámetros que
establece el mencionado acuerdo. Una situación que también puede ser
aprovechada por la práctica artística a fin de epatar al espectador y provocarle,
a ser posible, una consecuente reflexión o cuestionamiento de una realidad que
también esta nueva iconosfera virtual acabará por
trastocar, transformando con ello las propias bases del saber para originar
otros modos de pensar la existencia del ser humano, sus relaciones e
intercambios.
A esta redefinición a voluntad que supone
la evolución del hecho digital que invade la vida de la sociedad, corresponde
toda una revolución de interpretación y traducción de sus fenómenos a modo de tarea
de paralaje que relacione interdisciplinarmente los diferentes elementos y
conceptos que aparecen en la virtual escena neoliberal del momento presente.
Aun así, tener claro que, dada la relatividad del concepto de verdad, la
epistemología no se asienta sobre ella, sino que trabaja desde el crédito
provisional que la sociedad otorga a un marco referencial determinado, ayuda a
comprender también la actual esfera sociopolítica en la que se dan las
manifestaciones aquí analizadas. En efecto, muchas de las interacciones
sociales que ahora se propagan exponencialmente se revolucionan, tras la
proliferación icónica en la era de la hipermediación
digital, a partir de las pautas que impone el neologismo posverdad desde el año
2016, como acercamiento teórico que explica la distorsión generada por los
medios de comunicación en el tardocapitalismo.
Mensajes visuales que, a razón de enfatizar cierta dimensión emocional,
aparecen intencionada e interesadamente tergiversados en función de ficcionadas narraciones que divergen de hechos fehacientes,
o aportes objetivos, para convencer al individuo.
Recibir, aceptar y asumir estas misivas
puede que suponga, creyendo aquello que difunden, una salvaguarda para quien
desee manejarse e integrarse en el sistema y sus relaciones de poder. Sin
embargo, desde un estado permanente de sospecha, puede que sea conveniente, más
allá de la felicidad que en todo momento promete y publicita el sistema, saber
qué trae consigo el advenimiento de la imagen digital como vehículo por el cual
los mensajes se hacen visibles al conjugar estética y conocimiento. Si por
medio del arte el individuo logra ser crítico y descubrir la mecánica interna
que rige esos mensajes, podrá llegar a reconocer en qué medida le seducen o
arrastran inconscientemente a seguir las dinámicas que prepara el sistema a su
población. Así, adoptando esta actitud ante la lectura de la imagen, estará
alfabetizándose mediáticamente para poder anteponerse reflexivamente y aportar
su opinión en la construcción coral que supone la episteme contemporánea. Por
tanto, se considera que el arte ha de desempeñar todavía un rol muy importante
dentro del complejo entramado de correspondencias que se establecen actualmente
entre lo sociológico y lo político, pues no deja de ser un espacio de
representación que refleja o denuncia las inquietudes sociales para generar transformaciones
que, implicando una democracia radical, mejoren el bienestar de la población.
Este recurso de la veridicción,
que siempre existió para establecer un sistema de creencias que ayudaran al
funcionamiento del engranaje social, da lugar a pensar cómo, a partir de la
velocidad que implican los canales que facilita la tecnología digital, ahora más
que nunca la construcción del conocimiento se realiza a partir de actos
eminentemente comunicativos; dinámicas donde, sin embargo y debido a la
democrática pluralidad hiperexpresiva que admiten, se
acaba estableciendo una especie de “ruido blanco” que recoge multitud de
paradojas, al reunir muchas situaciones sumamente incomprensibles y
contradictorias. Dentro de este totum
revolutum
relativamente reciente, quizá aún sea
pronto para atisbar lo que verdaderamente supone la incorporación del metamedio digital en la vida del individuo y saber en qué
medida y a cuántos niveles lo está transformando. Por otro lado, no cabe duda
de la fascinación que ha suscitado, hecho que torna dificultosa la toma de
distancia para provocar análisis objetivos o reflexiones imparciales. Porque
puede que, en sí mismo, todo el mundo que configura la virtualidad que genera
lo digital, no sea más que un gran simulacro que, aun haciendo gala de una
cierta falsedad, sea necesario aceptar en tanto que gran ficción espectacular
que contribuye a la disolución del individuo en un estado fluido desde el que descubrir
otra dimensión para relacionarse, experimentar o conocer.
2. Acerca de un nuevo régimen escópico y su episteme adscrita
Reflexionar sobre la imagen digital es
hacer referencia a la tectónica que ha ido configurando la visión del ser
humano hasta el día de hoy. Por ello, se ha de atender a los regímenes escópicos que, en la Edad Moderna, han configurado la
percepción del individuo en relación con la epistemología propia de cada época.
Aportar esta perspectiva supone una tarea cuasi arqueológica que nos remontan
hasta el Renacimiento. Así que, haciendo referencia a Martin Jay (2003, 221 y
ss.), se puede resumir que estos regímenes son: el “perspectivismo cartesiano”,
en el cual se establece la ordenación de la visión a partir del punto de vista
del individuo; el “empírico”, que se preocupa por la descripción pormenorizada
de aquello que se ve, introduciendo al espectador en lo escrudiñado; y el “barroco”,
cuya multiplicidad de espacios visuales da lugar a niveles diferenciados de
traducción en la imagen.
Sin embargo, sucede que con la entrada
de la imagen digital en la escena que proponen estos tres regímenes se trastoca
una jerarquización que se creía estable. Dicho cambio de estatus lo denota claramente
José Luis Brea (2007) en su artículo “Cambio de régimen escópico:
del inconsciente óptico a la e-image”
(pp.145-163),
en el cual alude –recordando a Walter Benjamin y
Rosalind Krauss– a que la instantaneidad fotográfica establece un inconsciente
propio al captar datos que escapan a la percepción consciente del individuo, y a
cómo, por ese hecho, las imágenes de los medios esconden resortes que imponen unas
cláusulas epistemológicas propias que, en principio, puede que no respondan a
ninguna lógica. Este hecho establecido por las imágenes de reproducción mecánica
es acogido y explorado por las vanguardias del siglo XX como investigación que cuestiona
los “umbrales de lo visible”. Si a este inconsciente óptico, que se origina con
la invención de la fotografía, sumamos la actual hiperreproductibilidad
de la imagen digital y su apertura a múltiples manipulaciones, su resultado es
una creciente dislocación de las hebras espaciotemporales. Esta quiebra que,
por tanto, provoca la imagen digital conduce a navegar en un tránsito
laberíntico y rizomático que puede abordar cualquier momento presente, pasado e
incluso futuro en función de generar relatos transmediáticos
virtuales que, implicando mundos de ficción, expande dicha concepción espaciotemporal
transportando al individuo a múltiples e inauditas lecturas e interpretaciones.
Como imagen cada vez más transitable
por hipervinculada, la industria tecnológica busca
que esta con la que el individuo interactúa diariamente se convierta, de manera
paulatina, en una experiencia cada vez más inmersiva que implica un doble
movimiento de aislamiento e integración. Como metamedio
que aglutina tanto los regímenes escópicos de la
modernidad descritos como los medios icónicos tradicionales, supone el contexto
“sin marco” propicio para que su usuario pueda encontrar todo lo que desea, lo
cual lo sumerge en una especie de “flotación evanescente” que puede llegar a subsumirlo
sin inquietarse por saber qué es lo que ese tipo de imagen oculta; sospechar de
lo que aparece en su interfaz, dado que es posible que ese medio pueda ser usado
por el sistema neoliberal para sus propios intereses. Por ello, una actitud de desconfianza
o distancia crítica puede que se torne crucial como posible arma de defensa
ante los designios que, subliminarmente, pueda estar preparando el poder.
Para paliar esas orientaciones, los
espacios de representación del arte se tornan cruciales como dispositivos
activadores de estados críticos que desvelen o denuncien situaciones que el
propio sistema opaca interesadamente; lo cual corresponde para tener en cuenta
ciertos “puntos ciegos” como inconscientes ópticos que, más allá de los propios
de la imagen digital que actúa a modo de soporte, representan los parámetros
ideológicos que construyen la tectónica epistemológica del presente.
Reflexionar esta situación de fondo puede acercar al sujeto a erigir un
catálogo de “condiciones de posibilidad” que, administrando los regímenes de la
visualidad, establezca valores fiables desde los cuales pivotar en retroalimentación
con el conjunto de la sociedad. Este espacio abierto a la investigación que
dispone el nuevo régimen escópico de la e-image se instaura, en tanto que interfaz desde la que
interactuar con el mundo, como modelo mental que transforma la epistemología.
Aunque el acceso a multitud de datos que nos ofrece este entorno nos empuje a
un continuo síntoma de la finitud, en una era antropocénica
que ya posee nuestra reconocible huella geológica, en contra de resolver
prospectivamente la incertidumbre que genera, puede llegar a producir un
vértigo similar al que se experimenta al borde de un precipicio. Situación que,
a un nivel de estética ficción creativa, puede llegar a salvar al individuo si,
desde una perspectiva romántica del asunto, se piensa que “el equilibrio es más
bello justo al borde del colapso” (Steyerl 2018, 116).
3. Hiperreproductibilidad digital de la imagen y la interferencia como paradigma
estético del ahora
Si, como observaba Jonathan Crary
(2008, 23), con la invención del cine a finales del siglo XIX la percepción del
espectador comienza a sumergirse en una suspensión que origina pérdida de
atención –pudiéndose relacionar esto con el concepto de inconsciente óptico que
desarrolla Benjamin y Krauss–, ahora, con la
proliferación de la imagen digital, la mirada se automatiza aún más.
Posiblemente esta ofuscación en la percepción conduzca a cierta visión antirretiniana ocasionada por la densa saturación
icónica y la instantaneidad de tanto mirar sin ver. Por eso, dentro de la
inmersión que supone navegar por un mundo virtual donde se salta de una imagen a
otra velozmente, la propia correspondencia fenomenológica que establece la
imagen como reflejo sui generis del cuerpo se puede ver alterada. Por esta razón,
desde este nuevo sistema icónico “flotante” y “habitable” que propone el metamedio digital, la percepción que obtiene su usuario
hace desaparecer ese peso del cuerpo que tan presente se halla en una
imagen-materia como puede ser la pintura, pareciendo en cambio aligerarse, amortiguando
acciones y dinámicas.
De algún modo el espectador percibe en
la pantalla todo lo que aparece sin poseer, en muchas ocasiones, capacidad para
controlarlo, siendo arrastrado por el flujo icónico. Supone, por tanto, una
suspensión de la percepción cada vez mayor; un mirar fugaz que, intrínsecamente,
conlleva fisuras por donde se cuelan muchas configuraciones inesperadas, como
puede ser el spam.[1]
Se establece, así, una mirada indirecta que, ahora, deja en manos del
dispositivo digital parte del poder de elección. En una circularidad así
entendida, donde el ojo es el espejo de la máquina, el ocularcentrismo
se invierte cumpliendo los designios de esta. Multitud de imágenes se extienden
como una plaga incontrolable que satura una iconosfera
en la que el sujeto, como activo prosumidor que consume a la vez que crea
mensajes dentro de la trama comunicacional, ha de navegar y defenderse a la vez
que su propia vida queda registrada en el sistema tras cada nueva acción. En
ese sentido, a la vez que este individuo hace uso del contexto y produce es también
“consumido” por el propio sistema, al exponerse y acabar siendo él mismo un
producto más del mismo. Tal experimentación icónica puede llevar al sujeto a
una especie de
déjà vu incesante; a notar haber vivido aquello
que mira, lo cual puede conducir, igualmente, a cierta impersonalidad del
sentir que Mario Perniola (2008) distingue con la
denominación de
sensología (p.
13). Este vagar incesante, que bien pudiera calificarse como “turisteo icónico
por la pantalla”, también dota de sus propios souvenirs al aventurado
transeúnte digital, que los rescata y guarda tras la exploración sin rumbo que
suponen muchos de los “safaris” que realiza. Recuerdos que, como tal, en una
sociedad de lo efímero como condición igualmente intrínseca a la del propio
medio virtual, de poco o nada sirven ya, pues, siendo tan evanescentes,
instantáneos y frágiles como la naturaleza de ceros y unos que les ha dado
lugar, también se pueden acabar olvidando fácilmente.
Con los nuevos comportamientos que
genera la tecnología digital, el nuevo estatus de su imagen invierte los
papeles, no siendo ya solo el ojo del individuo el que ve, sino también la
propia tecnología la que lo vigila las veinticuatro horas de los siete días de
la semana, tratando de rastrear y registrar sus acciones. Esta tautológica
retroalimentación entre el sujeto y la tecnología digital acaba dibujando un
nuevo mapa sobre los vestigios de una presencia de lo real que parece
eclipsada; un fenómeno que, desde la hiperrealidad del metamedio
digital y su constante simulación, penetra en la cultura de Occidente
estableciendo tal maraña semiótica de confusión que hace ya indiscernible el
sentido de sus signos (Baudrillard 2002). Bajo el paraguas que establece este diagrama
descrito, puede que experimentar lo real no sea ya tan relevante como su final
traducción a datos digitales, que la red registra rápidamente para engrosar esa
gran abstracción colectiva que representa el Big Data, cuyos algoritmos se adelantan a aquello que
el individuo puede llegar a desear para sugerírselo y, así, dar continuidad al
flujo mercantil sobre el que se sustenta el sistema capitalista. En esa misma
onda, dentro de las relaciones interactivas que establece el usuario en ese
ámbito, también hay lugar para bots que se inmiscuyen
rastreando datos, creando repeticiones, suplantando personalidades u originando
falsa información automáticamente. Esto mismo ya representa el umbral de acceso
a posibles situaciones distópicas que muchas series televisivas de ficción ya
mantienen a modo de
temática argumental, como puede
ser Black Mirror (2011- actualidad), lo cual
avisa, volviendo sobre la alfabetización digital anteriormente adelantada, que será
el propio individuo el que deba de autodeterminarse para aprender a manejarse
en esa trama a partir de ahora.
Aparte de contar este tipo de imagen
con una opacidad inherente que se contagia al resto del tejido social, aunque pretenda
transmitir lo contrario, las sospechas ante ella se pueden acrecentar al
comprobar cómo todo el escenario sobre el que se sustenta responde, realmente,
a una evanescente “poética” de la ausencia. Pues, a pesar de que el entorno
procure un guardado sistemático de ficheros, tratando de evitar un “mal de
archivo” que puede implicar a lo ético, lo político, lo institucional y lo
jurídico, la conservación de la memoria supone una misión incesante para la
sociedad que también puede llegar a representar un problema, según Jaques Derrida
(1997). Obsesión o “seísmo archivador” que puede haber condicionado las
estructuras mismas del aparato psíquico del sujeto (p. 24), llegando a
corresponder a toda una realidad espectral que puede desaparecer fácilmente. Y
aunque ese mundo virtual se halle soportado por discos físicos que almacenan y
tratan de conservar la información en su conjunto, este parece hacer que no nos
cercioremos de esa materialidad para cimentarse en la invisibilidad; en un
continuo filtrado de lo real para enfatizar la visualización de aquello que
quiere mostrar en detrimento del contacto directo con el mundo y su
experimentación.
Por eso, puede que esté ahora
configurado el universo del prosumidor más por aquel que sueña mediante
imágenes que ofrece la mutante matriz de sensaciones que supone la interfaz
digital, que por aquellas que antes su imaginación podía generar a partir de su
relación con lo real. Desde la combinación e interpretación de ese flotante y
cambiante código digital es posible hacer pasar ahora todo tipo de imagen o emular
cualquier medio icónico analógico tradicional, de ahí que pueda sea considerado
como una metamedio que, en definitiva, reúne o remite
a sus predecesores. Pero, por otro lado, este “aplanamiento” de la experiencia
a la que lleva la visualización icónica que impone la pantalla, borra
cuestiones significantes que poseía la indexación semiótica de la
imagen-materia. En ese sentido, se puede decir que en la imagen digital se
“toca con los ojos” de un modo háptico, habiendo sido el punctum
(Barthes 1990, 65), como sensación denotada personal y subjetiva a la que puede
transportar cada imagen, el que finalmente se activa para embelesar al
individuo y despertar sus propios sentimientos subjetivos.
La actual tectónica de la percepción
contemporánea, por tanto, se abre a una democrática participación, pues esta compartible
imagen digital se halla abierta a una constante mutación motivada por su carácter
editable. Desde su concepción efímera y provisional, que, como se decía,
establece una especie de “tiempo intemporal” que, igualmente, puede engendrar
“comprensión instantánea” (Buci-Glucksmann 2006, 48),
y teniendo en cuenta el concepto de postproducción natural del medio
cinematográfico que Nicolas Bourriaud (2007) recupera y aplica al arte
contemporáneo, la imagen se convierte en un material al que cualquier persona
puede acceder para apropiarse de él o reutilizar en otros contextos. Una imagen
sobreexpuesta, por esto mismo, no solo a la difusión, sino a la rotura y al
desmembramiento; imagen nacida para una fragmentación que, paradójicamente, parece
hallarse a la intemperie despiadada de una visualización distraída actual que usurpa
y recompone; imagen ya fractal que, en su puesta en abismo, nos conduce a la
nada por repetición de sí misma, en el infinito de su propia reproductibilidad.
Una imagen que “controlamos” desde la atalaya que supone el metamedio
digital de nuestro dispositivo, a modo de panóptico de Bentham o gran teatro de la memoria que también –entre
vigilar, recomponer y organizar– establece una arte mnemónico que conduce al
individuo a una comprensión personal de la historia, o a la generación de una
nueva conciencia expandida que ya vaticinaría H.G. Wells, en la década de 1930, al visionar una especie
de cerebro mundial constantemente actualizado. Una memoria protésica externa,
en definitiva, que ya no está dentro de nosotros, sino que, a modo de jungiano inconsciente colectivo, crece como un organismo
que se alimenta de las aportaciones que cada sujeto realiza con sus fugaces
imágenes-acontecimiento.
En lo
que respecta a la incursión del metamedio digital en los
procesos de creación artística, a la estética de la aparición que supuso la
imagen-materia de los medios quirográficos
tradicionales se opone ahora una estética de la desaparición (Virilio 1998),
que comienza con el corte histórico que, para la imagen, supone la reproducción
mecánica que facilita la fotografía. Medio expresivo y documental que recuerda
un pasado desaparecido, pues si atendemos a su raíz etimológica (spectrum) siempre
representa un retorno de lo muerto, según Barthes (1990, 35). A esta le sigue
la imagen-film, que al reflejar el movimiento añade
una dimensión temporal y narrativa y, tras esta, lo que Brea (2010) denomina
como e-image, como
actual imagen digital que integra todos los medios icónicos anteriores.
Caracterizada esta por su instantaneidad, debido a la velocidad con la que se
puede transmitir de un dispositivo a otro, llega a hacer realidad aquello que
vaticinara Paul Valéry en “La conquista de la ubicuidad” (1928), creyendo que
esta instantaneidad cambiaría la misma forma de conceptualizar y comprender el
arte. Hecho que, puede, ya esté sucediendo. Dicha celeridad del binomio
presencia-ausencia; sincrónica simultaneidad de la matriz de sensaciones que
reproduce cualquier imagen a base de ceros y unos, usada como recurso dentro
del contexto artístico puede generar lo que Reinaldo Laddaga
(2006) denomina como “estética de la emergencia”, estableciendo un “régimen
práctico” que responde en todo momento a una
“demanda de autonomía” (p. 261), que posee un doble movimiento, si
tomamos el conjunto de la iconosfera como referencia:
uno centrífugo de aislamiento a la vez que otro centrípeto de integración.
La visión
múltiple o ecléctica que parece instaurar como paradigma la posmodernidad,
parece continuar ahora mediante unos procesos artísticos de postproducción de
extensión radicante que, siguiendo el modelo rizomático que Deleuze y Guattari
(2002) desarrollan para la epistemología en Mil
mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (1980), crean arraigos simultáneos y
sucesivos (Bourriaud 2009, 63). Un espacio virtual
donde las “formas-trayecto” transcodificadas y
transferidas, que bajo este “patrón” anárquico evolucionan inherentemente
adscritas a una “estética de la réplica”, hacen que la obra de arte ya no se
defina como “el final de un proceso creativo sino como una interfaz, un
generador de actividades”. Por tanto, ahora el “artista arma algo a partir de
la producción general, se mueve por redes de signos, inserta sus propias formas
en encadenamientos ya existentes” (Bourriaud 2009,
203-204).
Muchos
artistas crean, por eso mismo ahora, a partir de lo ya hecho, estableciendo
diálogos o descontextualizando, siendo el evento, como lugar concreto bien
físico o virtual, donde su obra se reactiva y sobredimensiona con la
interacción social. Pues, aparte de esta estética radicante, que denota la
introducción de lo digital en sus procesos creativos, también se percibe en los
nuevos modos de proceder artístico una estética relacional que Bourriaud (2006) conceptualiza para explicar los nuevos
comportamientos que observa en las artes a partir de la década de los 90, en lo
que supone una reunificación con cuestiones sociales que desborda sus propios
límites. Pero, además, se han descrito para el arte otro tipo de estéticas que
conllevan los nuevos modos de producción digitales, como pueden ser la estética
del aparecer, cuya atención se dirige a la situación de la percepción en el
aparecer momentáneo de las cosas (Seel 2010, 35); la
del disenso, como las formas ofrecidas al sentir que acaban por distribuir
tiempos y espacios, o lo visible e invisible definiendo el lugar de lo político
como forma de experiencia (Rancière 2009, 10); la de
la emergencia, anteriormente comentada, o la de laboratorio, donde operaciones
de observación y producción dan lugar al placer y la “verdad” a partir de la
integración de dispositivos materiales e impersonales en los procesos de
creación (Laddaga 2010, 10-11).
Estéticas
diferenciadas que, desde la perspectiva de las ficciones narrativas que pueden
llegar a generar, se podrían englobar, en aplicación a lo visual, dentro de lo
que Kenneth Goldsmith (2015, 24) denomina como escritura no-creativa, al
considerar el conjunto altamente surrealista que supone Internet como si fuera
el poema más grande jamás escrito que, igualmente, también se puede considerar
como un megarelato visual donde el pastiche y el
collage parecen haberse instalado permanentemente; un espacio donde, de manera
casi irremediable, la intensidad del plagio alcanza niveles extremos. Estrategia
de la apropiación que ayuda, ahora, a la confección de un relato transversal
mediante información proveniente de diferentes lugares, como acción que conduce
al individuo a una salida desactivada, por despolitizada, de lo que en primera
instancia supuso el eclecticismo posmoderno aludido. Una “alta cultura
descafeinada”, como denomina Alberto Santamaría (2019, 70), que pone en alerta
al espectador al convocarle constantemente a reflexiones acerca del objeto
artístico original y su referencialidad a otros contextos, haciendo que
conceptos como remake, fake o apropiación se
hagan ahora habituales en el ámbito artístico.
Si se observa la situación contingente
actual que inaugura la fenomenología de la imagen digital, se puede comprobar
que esta se halla permanentemente expuesta a la interferencia. Según el
Diccionario de la Lengua Española, se denomina interferencia a la “acción y
efecto de interferir “(RAE 2014) (cruzar o interponer algo en el camino de una
cosa o acción), lo que en el campo de la Física supone la “acción recíproca de
las ondas, de la cual puede resultar, en ciertas condiciones, aumento,
disminución o anulación del movimiento ondulatorio” (RAE 2014). En este sentido,
en aplicación al contexto que aquí se describe causar interferencia en la
imagen digital será intercalar en ella una o varias señales icónicas
provenientes de otros contextos para generar una nueva realidad al manipular,
alterar o perturbar la anterior (construyéndola, neutralizándola o
destruyéndola). Tanto como en su trasiego diario el sujeto se halla expuesto a
ser atravesado por multitud de ondas provenientes de los dispositivos
digitales, transformando su modo de vida, así también la imagen digital se ve
sometida a una continua transversalidad que provoca interferencias visuales
(calcos, mímesis de códigos, préstamos representacionales, trasvases entre
medios, errores provocados o inducidos) causantes de fenómenos de hibridación,
lo cual acaba por establecer una atmósfera difusa, sin límites definidos, por
donde comienza a perderse el reconocimiento semiótico referencial,
convirtiéndose todo el conjunto en un continuum visual que dibuja una
especie de contaminado palimpsesto ya indescifrable.
Asumir con naturalidad este estado
interferente, en el que se desenvuelve el sujeto contemporáneo, es propicio
para que nuevas ficciones puedan fluir dispuestas a la interacción de otros
usuarios de este metamedio digital. Siendo consciente
de este hecho interferencial, en 1990 el crítico Mark Dery
difunde el neologismo culture jamming –tras
ser acuñado en 1984 por una banda de audio-collage llamada Negativland
en San Francisco–, en un artículo del New York Times titulado: “Los bromistas
felices y el arte del engaño”, exponiendo multitud de ejemplos –influidos por
movimientos como el dadaísmo y el situacionismo– de
una denominación que se puede traducir como “interferencia cultural”, denotando
una presencia cada vez mayor de hibridaciones dentro del intervencionismo
artístico no del todo clasificables, debido a su heterogeneidad. Los jammers, por tanto, se oponen a la sociedad del
espectáculo cuestionando “la visión del mundo contemporáneo en la que el
panorama general, para la mayoría, está construido por píxeles de vídeo y
puntos Benday, de ruido blanco y medias verdades” (Dery 1990).
Acciones que, años después, trata de
clasificar el grupo autónomo a.f.r.i.k.a., formado
por Luther Blisset y Sonja Brünzels, en Manual de guerrilla de la comunicación
(2000), reuniendo un conjunto de formas de comunicación no convencionales, que
incluyen la subversión política, para visibilizar relaciones sociales donde
claramente se establece un dominio en las sociedades capitalistas, criticando la
no-cuestionabilidad de su normalización. Entre las técnicas que conlleva este
tipo de “guerrilla”, donde la descontextualización es la chispa que activa su
objetivo, se encuentran: el distanciamiento, la sobreidentificación,
la invención, el camuflaje, los fakes, la afirmación subversiva, el collage y
el montaje, y la tergiversación o reinterpretación. Al tratar los fakes,
los autores establecen una pequeña
clasificación tipológica: aquellos que avisan de amenazas y peligros; los que
tratan de alteraciones del orden social; los encargados de retratar al poder
como patán; los que utilizan lenguaje performativo; o los que siembran el caos
comunicativo (Blisset; Brünzels
200, 73 y ss.). Característicos de este tipo de procesos que, dentro de los
códigos imperantes, libran la batalla por encontrar el significado más allá de
la apariencia, se hallan los trabajos de Rtmark, The Yesmen, Las Agencias, Adbusters, Billboard Liberation Front, New Kids On The Black Block, Les Entarteurs o Deportation Class and more, entre otros.
4. La imagen compleja: campo abierto
para la ficción contemporánea
Como
ya se ha advertido, la imagen digital puede representar una configuración
fantasmagórica; un gran simulacro que el conjunto de la sociedad acepta bajo
acuerdo tácito. Así concebida, supone un espacio de representación donde los
procesos de elaboración de la imagen ya no atienden solo al estudio de signos que
propone la institucionalización de la semiótica a partir de la década de los
setenta, sino también a operaciones apropiacionistas
que conllevan ensamblajes, retoques o recombinaciones, abriendo cada punto del
proceso creativo a una ramificación inabarcable de posibilidades e “impurezas
contextuales” (Martín-Prada 2018, 107). En ese sentido no hay que olvidar que
todo el arte de las primeras y segundas vanguardias establece muchos métodos
para apropiarse de otras imágenes u objetos, a saber: la copia; el reciclaje;
el collage; el assemblage; el
montaje, la postproducción y el metraje encontrado (propios del entorno
cinematográfico), el objeto encontrado y el ready-made; el sampleado, el remix y el scratcheado (propios
de cierta cultura musical contemporánea), la cita (propia de la literatura) o
la hibridación o mashup, que en
desarrollo web supone una forma, tendente a la integración y reutilización de
recursos, aplicaciones o contenidos provenientes de otras fuentes o páginas de
internet.
Según
sugiere Martín Prada (2001), esta práctica apropiacionista
que se incrementa con la posmodernidad “no puede ser entendida simplemente como
una frívola y acrítica estética referencial e historicista, comprometida
únicamente con la búsqueda del placer de un lenguaje diferido, desplazado en el
tiempo” (p. 7). Muy al contrario, este entrecruzamiento de imágenes y trasvases
estéticos entre códigos y estilos adquiere un gran sentido tras su reubicación
contextual, orientando, en la mayoría de los casos, hacia una reflexión sobre
el propio arte y su contacto con las esferas de lo político y lo social. Por
eso mismo que, según el mismo autor, sea “obligado entonces afirmar la
distinción entre una práctica apropiacionista crítica
y una positiva o afirmativa, e incluso proponer a esta distinción como el eje
central de la oposición entre un posmodernismo conservador y uno crítico” (Ibid.).
Debido
a la complejidad que presenta este entramado de apropiaciones, el esquema desde
el cual se pueden analizar esas tareas no responde a una evolución arborescente
sino rizomática. Asimismo, no cabe duda de que en este tipo de procesos
creativos el azar cumple un papel fundamental, pues en un entorno tan altamente
inmersivo y absorbente es fácil que creativos prosumidores se pierdan
intencionadamente por los vericuetos laberínticamente contingentes que ofrece la
interfaz digital para apropiarse de material que, en principio, posiblemente no
habían considerado, para ejercer con este su labor postproductiva
y recontextualizarlo, posteriormente, en otra ubicación. Otras veces, en
cambio, corresponderá a una selección de material predeterminada y ajustada a
un proyecto pensado previamente y a las secuencias lógicas derivadas de su plan
de trabajo.
El perpetuo tránsito visual aquí
descrito, por tanto, dibuja un anárquico mapa abierto a la reutilización
icónica. En ese sentido, la propia web lo pone fácil, pues el amplio abanico de
bases de datos, categorizaciones y metadatos que ofrece posibilita estas mismas
estéticas apropiacionistas de remezcla, conllevando procesos de “absorción, de
asimilación; o de la ‘digestión’ como forma de creación”, en tanto que: “cortar
y pegar, mezclar, fusionar, derivar, filtrar, alterar, reelaborar material
visual preexistente” (Martín-Prada 2015, 185). Procesos que, por
ejemplo, en el año 2008 ya se podían ver reunidas en la exposición Appropriation & Immateriality, un proyecto para TAGallery
comisariado por Vanessa Oniboni y Dispatx
Art Collective que mostraba obras de Sandra Gamarra,
Antoni Abad, El Hombre que Comía Diccionarios, Santiago Ortiz, The Yesmen, Robert Hodgin y Sascha Pohflepp. También ese mismo año la exposición We like what you eat mostraba cómo una nueva línea de videocreación trabaja a partir de producciones amateur que encuentra en la web para sus propios propósitos,
tal son los casos que plantean las obras de Paul B. Davis, Eric Fensler o Javier Morales y John Michel Boling.
El apropiacionismo
artístico dentro del entorno digital llega a tal extremo que numerosas
prácticas inciden, según Martín Prada (2015), en “la exploración de los
principios de la lógica de la mezcla en relación a la
propia web, muchas de ellas delegando la acción de fusión a un cierto
automatismo computativo, es decir, ensayando las
posibilidades de una tipología de apropiacionisrno de
tipo procesual” (p. 188). En ese sentido, el mismo autor señala proyectos como Female extensión (1997), de Cornelia Sollfrank; The Shredder (1998), de Mark Napier; Tap Evol (2004), de Victor
Liu; o aPpRoPiRaTe (2006), de Sven Koenig. En esta onda creativa, en la exposición Big Bang Data (CCCB de Barcelona, en 2014, y en la Fundación
Telefónica de Madrid y Buenos Aires, en 2015) se mostraron piezas como la de
Christopher Baker, titulada: Hello World! Or: How I Learned
to Stop Listening and Love the Noise (2009). Una instalación de miles de grabaciones
diarias de usuarios anónimos que, como fragmentos de un gran mosaico, dan
cuenta de la dificultad que el individuo actual posee para hacerse visible
dentro de la masificación expresivo-comunicativa que supone este nuevo sistema
digital. En un sentido similar, la reciente exposición Ahogarse en un mar de
datos (2019), en La Casa Encendida de Madrid, analizaba cómo la aceleración
del flujo constante de información altera los regímenes de visibilidad,
transportando al individuo, en ocasiones, a cierta desorientación frente al
sistema.
Las actitudes artísticas que plantean
muchas de las obras que se pueden observar en exposiciones como las mencionadas,
delatan una asunción completa del proceder apropiacionista
y el concepto de postproducción señalado. Desde ahí, y aceptando la
interferencia como paradigma de la imagen (artística)
actual, se comprueba cómo esta aparece heterogénea a la vez que se “sintoniza” mediante
transferencias, migraciones o préstamos estéticos o estilísticos de otros medios
icónicos. Por tanto, este estado de permanente contaminación mutua entre
imágenes de distinta procedencia enfatiza una condición transitoria e híbrida,
que aborda Josep María Catalá en La
imagen Compleja. Fenomenología de las imágenes en la era de la cultura visual (2006), que conduce a una nueva forma
de pensar las imágenes. Si la imagen contrapuesta anterior, que Catalá denomina
“irracional”, se caracterizaba por su transparencia, y por ser mimética,
ilustrativa y espectatorial, la nueva “imagen
compleja” es opaca, expositiva, reflexiva e interactiva, inaugurando una
visualidad postcientífica causante de una
deconstrucción de la objetividad. Supone por tanto esta interacción fluida
continua a la que el sujeto es convocado, una retroalimentación que induce a la
hibridez interdisciplinar, pues dicha configuración icónica intrincada establece
una interfaz operativa que se instaura como modelo; una nueva perspectiva que
cambia el modo de percepción del campo de representación originando, con ello, otra
forma de pensamiento o paradigma mental que lleva al encuentro de “singularidades
actuantes y de subjetividades mutantes” (Catalá 2010, 142).
En este lúdico tablero todo el
colectivo participa adoptando dichas estrategias apropiacionistas
en mayor o menor medida. Procedimientos nacidos del contexto artístico que
amplían las capacidades del lenguaje expresivo, pudiendo llegar a presentarse
de una manera crítica. Injertos visuales que, en suma, facilitan una narración icónica
transmediática que también toca terrenos de la
ficción. Ahí, una vez que esta estrategia se ha generalizado, supone una ardua
tarea discernir cuáles de esas manifestaciones artísticas siguen manteniendo un
espíritu crítico similar a las primeras obras artísticas apropiacionistas
de la posmodernidad y cuáles se tornan jocosas e irónicas. Así todo, como recurrencia
metodológica en los procesos artísticos, no deja de ser una acción delicada,
pues puede llegar a incurrirse en ilegalidades si no se respetan los derechos
que un autor pueda tener sobre determinada imagen. Es por ello por lo que puede
que aún haya que seguir reflexionando sobre algunos de los vacíos legales que,
en ese sentido, aún dejan sin contemplar algunas acciones de alusión, cita o
plagio. Hecho que poseen una íntima relación con la simulación, o hacer pasar
por verdadero algo que no lo es, como ocurre en la condición de lo falso que veladamente
implica el fake artístico.
Por
otro lado, si se asumen todas esas correspondencias y guiños como parte del
juego entre el ambiente sociopolítico y el arte, o tautológicamente dentro del
mismo arte en forma de metalenguaje, se abre la posibilidad a que muchos
caminos que parecían desbrozados vuelvan a revisarse desde esa narrativa transmediática que establece lo digital. Pues, aunque sea
de forma fantasmagórica, esta situación parece ser una de las posibles
continuidades del arte, después de una concepción absolutamente romántica que
Hegel (1989) pensó acerca de su fin, vaticinando ya su persistencia como un
metalenguaje de otros “idiomas” visuales ya existentes, “pero dentro de su
propio ámbito y en la forma de arte mismo” (p. 60), que, incluso, pueden
conducir a recreaciones históricas que contaminen el sentir ideológico de la
época.
Desde
ese poder actual de la imagen, es la propia ideología la que puede adoptar
determinadas manifestaciones icónicas digitales como modelo para difundir sus
premisas. De ahí que, a partir de esa estetización extrema de la política,
afloren recientemente neologismos como, por ejemplo, el de posverdad; una
distorsión o tergiversación de la realidad mediante la cual, a partir de
mentiras emotivas, se influye deliberadamente en la opinión pública o en las
actitudes sociales. Ante tal pérdida de valores en pro de la supervivencia del
orden simbólico hegemónico que interesa al sistema, una construcción de
imágenes artísticas responsables y útiles debieran de encaminarse, en este
contexto, a recuperar parte de la actitud crítica que pueden haber perdido, para
inducir al espectador a reflexiones acerca de los posibles engaños que puede
llegar a tejer el entramado político que lo gobierna en detrimento, ocasionalmente,
de sus derechos o su bienestar.
La
propia dinámica de navegar por la web lleva al sujeto a tener que distinguir
entre cuestiones irreales y lo que cree que pueden ser hechos fehacientemente
constatados, acción que, a pesar de la ingente información, supone algo que se
acaba realizando automática y aleatoriamente, dependiendo en gran medida de esa
emotividad subjetiva que aprovecha la actual era de la posverdad. Conociendo
las bases que rigen esta época, se descubre que en multitud de ocasiones la
sociedad asienta su transitar vital en ideas, discursos o creencias del todo
falsas, pero que a fuerza de repetición en los canales de difusión de los
medios acaban pareciendo “verdad” y convenciendo a mucha gente, como virulentas
ficciones pueden embelesar y “hechizar” a la población. Este tipo de configuraciones
creadas intencionadamente como falsarias corresponden a ficciones que hacen
pasar por reales o verdaderas cosas que no lo son. Denominadas aquí como fake, según Jorge Luis Marzo (2018), este
término “ha alcanzado una suerte de estatus estable para referirnos al uso de
técnicas de des-apariencia tanto en el arte
contemporáneo como en el activismo; no obstante, es un vocablo que se sigue
aplicando a todo tipo de manifestaciones realizadas mediante el engaño, tengan
estas la voluntad de revelar su naturaleza o no” (p. 157).
Preparado
para desestabilizar y desconcertar al público mediante su estratégica retórica,
el fake es fraudulento cuando se activa entre los
parámetros de creencia del espectador, pues tocando su parte emotiva puede mostrarse
empático a la vez que veraz. Este tipo de ficción acaba jugando más con la
necesidad intrínseca que el espectador tiene por sujetarse a la existencia de
una verdad que a una realidad concreta, pues puede que esta última acabe
superando a la ficción demostrando, como dijo Oscar Wilde, que en muchas
ocasiones la realidad imita al arte. Por ello, es así como, por ese efecto
contrario de transferencia, diferentes hechos que antes pertenecían al arte
pasan ahora a transcurrir por el terreno de lo social, como la estética o la
creatividad, condicionando nuestra realidad y envolviéndola en una genérica
niebla de estética ficción. Desde este estado eminentemente confuso es desde
donde opera el fake artístico, como las obras que se
mostraron en la exposición Fake: no es
verdad, no es mentira (2016), comisariada por Jorge Luis Marzo en el IVAM
de Valencia.
5. La memética viralización del fake
(artístico) en un tiempo confuso
La difusión de la imagen digital por
parte de la industria cultural lucha continuamente por reclamar la atención del
espectador. Un individuo que, ante una densidad icónica de tal magnitud, se ve incapaz
de abarcar todo lo que ofrece. Esta “suspensión de la percepción” del
espectador ante la ingente oferta cultural a la que puede acceder, comienza,
según Jonathan Crary (2008), a finales del siglo XIX
con la invención del cine y, sin duda, ha ido in crescendo. Ahora, la
inmersión de la sociedad en el maremágnum instantáneo de mensajes que circulan
por Internet convierte a sus usuarios, que en la sociedad del espectáculo eran
receptores pasivos, en activos interlocutores que consumen a la vez que
modifican mensajes o generan otros nuevos, lo cual hace fluctuar todo el conjunto
viéndose la imagen contemporánea y su visualidad afectadas en gran medida.
Alentada, sin embargo, por la capacidad creativa de miles de usuarios,
posiblemente la lógica del fake anteriormente
descrita haya acabado por infectar todo este inestable sistema digital transformándolo,
si cabe, en más ambiguo todavía. Hecho que, indudablemente, amplía el radio de
acción que tradicionalmente se adscribía al arte, no pudiéndose ya estudiar
casos concretos de representación si no van vinculados a otras acciones, lo
cual implica atender al fenómeno de la circulación.
En este “cajón de sastre” en el que se
ha convertido la iconosfera digital, los usuarios
vuelcan indiscriminadamente sus elaboraciones icónicas, tengan mayor o menor
intención artística. Esta situación convierte este entorno en un espacio visual
altamente contaminado y abierto al tráfico promiscuo de unas influencias que
impiden, en muchas ocasiones, diferenciar qué podemos considerar arte o no. Pues,
en un ambiente caótico, replicante de noticias triviales y conceptos que tratan
de abrirse paso a duras penas para hacerse visibles entre capas y capas de
tóxica información, el individuo acaba sumido en un estado perpetuo de
infoxicación (Cornella 2003), dado que,
paradójicamente, un sistema que se hallaba dispuesto para informarle acaba por
provocar justamente el efecto contrario. Perdida ya la idea utópica de hallarse
encargado de albergar objetividades científicas que podrían configurar una
sólida episteme contemporánea, animado también por la esfera política y
económica ingresa este entorno digital en una fase tardocapitalista
de un subjetivismo tal donde, animado por la posverdad, el individuo acaba por
fabricarse “verdades” a su medida, lo cual fragmenta sobremanera el tejido
social. Este sujeto, en su intento de reacción a la totalidad desde sus partes ya
sea por instinto o por hallazgo, al reaccionar creyendo e inventando hace de lo
dado mismo una Naturaleza (Deleuze 2007, 148), tendente, debido a su
fraccionamiento, a convertirse en una dispersión que también transforma la
praxis artística. De ahí que se deba entender todo el conjunto más como un
organismo dinámico y fluido constituyente del ser humano, que como casos
aislados y desconectados.
Dentro de esta maraña de
correspondencias, que parecen soportarse en muchas ocasiones por el único aval
que confiere el hecho de proceder del medio digital, el marketing y el diseño
se han convertido en las herramientas idóneas que utiliza el sistema para artistizar estéticamente la producción mercantil, cargándola de la plusvalía necesaria
para que el poder especule fabricando los deseos del espectador. Si a esta
cantidad ingente de datos que fluyen por Internet, lo que se ha bautizado como Big
Data, se suma la incorporación de algoritmos encargados de medir los
movimientos de cada
usuario para vaticinar sus posibles anhelos
y adelantarse a ofrecérselos, resulta que todo este ambiente supone el arma
idónea utilizado por unas “sociedades de control” donde la mutación
estructural, institucional, de subjetividades y relaciones de poder posibilita,
por otro lado, ofrecer cierta lógica de continuidad a tradicionales estamentos
que parecían obsoletos o agotados en sí mismos. Una nueva tectónica determinada
tecnológicamente, y pensada para la pervivencia del tráfico comercial, impone,
asimismo, el régimen simbólico hegemónico que interesa al sistema neoliberal.
Existe, por tanto, en este una vigilancia de doble sentido que también el arte
se encarga de criticar.
En ese sentido, con la instauración de
las redes sociales de Internet parece que el usuario acepta que otros posean
acceso a su intimidad, lo cual acaba derivando en extimidad,
como fenómeno del ámbito del psicoanálisis lacaniano donde el sujeto, más que
compartir algo utiliza a los otros, aprovechando la retroalimentación que
aporta el medio, a modo de espejo para ratificarse. Esta nueva naturaleza se
nutre, pues, de los aportes del sí mismo que realiza cada contribuyente. Por
otro, si antes se explicaba que el apropiacionismo se
ha extendido indiscriminadamente, ahora se puede hacer extensible a las
empresas capitalistas que ejercen su control en la red de internet. Esto lleva
a referir al concepto de “apropiación incluyente” (Zukerfeld
2010, 104), como modalidad de negocios regulatoria de conocimientos, doblemente
libres, que las empresas del contexto neoliberal utilizan para apropiarse de la
información del usuario a cambio de ofrecerle servicios gratuitos.
En un entorno dado al automatismo también
se cuelan, irremediablemente, tareas repetitivas predeterminadas por robots, lo
cual torna el conjunto cada vez más confuso y opaco, aunque parezca ofrecer
todo lo contrario. Esta es la puerta abierta por donde se cuelan muchos
mensajes visuales indeseados a modo de correo basura o spam, anteriormente
señalado, en tanto que “una de las muchas materias oscuras del mundo digital” (Steyerl 2014, 168). Configuración que, en ocasiones, es
utilizada como recurso por parte de activistas reaccionarios dentro de la
Cibercultura, el Net.Art o la Tecnopoesía
en forma de “spam de arte” para desestabilizar aún más un sistema de por sí
desequilibrado. Bajo esta denominación se pueden encontrar “arte spam” desde
“producción de imágenes estetizadas surgidas de la
aplicación a la información del spam de especiales algoritmos –como las Spam Plants de Alex Dragulescu–
o circulación en la web de cantidades bastante considerables de texto o
imágenes ingeniosos o humorísticos que desvían de forma lúdica tópicos
recurrentes del correo basura” (Kozak 2012, 197).
“Spam de arte” que, en los inicios del Net.Art,
sirvió para realizar un ataque crítico directo a la institución artística, como
una vía de expresión bastante cercana a lo que suponen las guerrillas de la
comunicación y otras formas de net.artivismo.
En relación con esa réplica constante
de mensajes visuales que se da en el entorno digital, funcionan las teorías de la difusión cultural
que defiende Richard Dawkins
(1993) en El gen egoísta (1976), al demostrar que existen unidades
teóricas de información cultural que denomina memes –semejante al término
anglosajón gene (gen) pero haciendo referencia a la memoria y la mímesis–, los
cuales se transmiten de uno a otro individuo al igual que la genética. Este
término, sin embargo, se ha acogido en el entorno digital con un sentido algo distinto
pues, correspondiendo también los memes que circulan diariamente por las
pantallas a partículas mínimas de información, se materializan en ideas
contagiosas, chistes, pequeños videos, rumores, emoticonos, o gifs que
son compartidos de una persona a otra. Estos elementos, dentro del ruido que
impera en Internet, tratan de perpetuarse, mutando si es necesario, mediante una
característica de modelo biológico: la viralización. A partir de la
observación de
la proliferación del fenómeno descrito,
según en qué contexto, por un lado, se describe como nocivo para el usuario de
la red, mientras que, por otro, se llega a considerar su introducción en el
ámbito educativo. Por ello, observando la gran producción de este tipo de
información, desde el 2013 Delia Rodríguez se refiere a “memecracia”
para aludir al desconcierto que provoca esta nueva realidad virtual, y el poder
que posee para captar la atención del espectador. Con esta situación se acaba logrando
que, inevitablemente, no siempre sean las mejores ocurrencias o ideas, sino las
más contagiosas, aquellas que se acaban haciendo más visibles.
Algo que comenzó siendo un
entretenimiento de blogueros que explotaban un tema recurrente hasta la
saciedad, se convierte a día de hoy, alentado por las
redes sociales, en todo un fenómeno a estudiar, pues supone, igualmente, un
campo minado de bulos, leyendas, rumores, tergiversaciones o manipulaciones que,
enmascaradas de distracción, puede esconder, en ocasiones, una doble intención. Lanzando una mirada retrospectiva, se
comprueba que la suspensión de la percepción del espectador que comenzó a
originarse con la invención del cine se va transformando paulatinamente en
atenciones cada vez más pasajeras y fugaces a cuestiones tan triviales como, en
muchas ocasiones, presentan los memes. Tal abandono hacia la dispersión
debilita el pensamiento, como hace notar Gianni Vattimo (1990), ocasionando una
nueva ontología “dispuesta a la
piedad por aquellos que nos hablan a la vez de caducidad y duración, en la
transmisión del ser que no es, sino que acaece; una ontología para la cual la
verdad se sitúa en un horizonte débil: retórico, donde se experimenta el ser
desde el extremo de su ocaso y su disolución” (p. 37).
De tanto mirar parece como si el
espectador hubiera perdido su capacidad crítica. Entonces, si a la baja
capacidad de reacción que posee actualmente ante algunos estímulos visuales, añadimos
el filtro emocional por el que trata de hacer pasar la era de la posverdad muchas
cuestiones ideológicas, se puede establecer que el actual territorio digital se
halla sembrado para que la condición de lo falso se manifieste abiertamente. Por
eso mismo, en este ámbito un fake puede
adoptar la forma de meme o viceversa, es decir: algo simuladamente real pero
falsario en el fondo puede llegar a ser una idea contagiosa que, como unidad culturalmente
transmisible, salta de una mente a otra buscando su propia perpetuación
(Rodríguez 2013, 23), representando el individuo para el fake
memético tan solo un huésped con una baja capacidad de
elección. Según esta perspectiva, dentro del complejo antropológico que supone
la cultura, el proceso básico por el cual el meme se traslada es la imitación,
que Susan Blackmore (2000, 31) define como aquella
diferencia concreta que hace tan especial al género humano. Capacidad que,
según la neurología, viene implícita en la capacidad de aprendizaje de nuestro
cerebro a partir de lo que se denominan neuronas-espejo.
En principio, puede que no se esconda
una intencionalidad oculta en el contagio que suponen estos memes, más allá de
la ironía, la parodia, la burla o la sátira. En su única insistencia por
prevalecer, tampoco tienen porqué estar cuidados estéticamente al extremo.
Constituyen, como señala Martín Prada (2018), un “género de creatividad popular
en sí mismo, basado en formas de expresión mediante imágenes ampliamente
(cuando no globalmente) reconocibles” (p. 118). Pero también encuentran un
campo amplio de acción cuando son aplicados para debatir cuestiones sociales y
políticas, catalizando los estados de indignación de diferentes sectores de la
población. Por ello se puede afirmar que, siendo el meme en las operaciones
comunicacionales tan influyente como lo es en la actualidad, pueda ser también
un medio por el cual las practicas artísticas difunden sus configuraciones de
ficción, las cuales, incluso, puedan corresponderse con fakes.
Si añadimos esta dimensión comunicativa
a la comprobación de la veracidad de una imagen, más allá de lo que supusieron
las fotografías como documentos que transportaban inmediatamente a confiar en
la existencia de lo representado, en la actualidad, a sabiendas de que todo es manipulable,
se puede afirmar que cualquier imagen ya solo puede hacer honor a la verdad de
la existencia de sí misma, no de lo que representa. Por esto mismo, se
establece como un terreno cada vez más adecuado para la ficción. Y aunque esto
sea así y ya se sepa que muchas de las imágenes que circulan por la web son
falsas, siguen ahí por la tendencia del individuo hacia lo ilusorio y el
cuestionamiento no ya de si se cree en aquello que una imagen concreta representa,
sino por cómo se produce y por el mecanismo que entra en funcionamiento para
que llegue a generar una creencia, tal y como reflexionan aquellos artistas que
trabajan con el concepto de fake para la
realización de sus obras.
Respecto a este interés de algunos
artistas por el meme, es interesante destacar cómo, en el segundo número del Periódico
de Crítica Colombiana, el artista Juan Uribe al dibujar un diagrama de tres
círculos que se intersectan, cada uno nombrado con un
tipo de arte –arte conceptual, arte post-internet y arte vernáculo–, sitúa la
palabra “memes” en el centro confluyente de esta triada. Una evidencia que
torna las demarcaciones creativas cada vez más difusas pues, aunque los
creadores de los actuales memes no posean una intención artística, si
analizamos sus creaciones desde una perspectiva artística se pueden llegar a establecer,
debido a su tendencia al absurdo, conexiones estéticas con algunas prácticas de
arte conceptual como las de Bruce Nauman o Thomas Ruff,
entre otros.
Un fake
que, desde la nueva perspectiva mediática, se pudiera calificar de “clásico” representa
dentro del campo artístico una especie de sabotaje al orden simbólico
hegemónico impuesto por el sistema, insertándose dentro de los procesos
comunicacionales –como pudieron ser las acciones de Alan Abel o Joey Skaggs entre los años cincuenta y ochenta en Estados Unidos,
por ejemplo– para destapar los intereses ocultos que persiguen algunos sectores
de la industria cultural, los dispositivos de vigilancia o algunos
entretenimientos preparados exclusivamente para distraer a las masas, mostrando
las verdaderas intenciones del poder a fin de que el individuo se emancipe
ideológicamente dentro de una sociedad más justa. Para llevar a cabo este
cometido, el fake entraña camuflaje para pasar
desapercibido al imitar formas que el individuo reconoce, de ahí que el meme,
como operación comunicacional que han traído las redes sociales del nuevo
contexto comunicativo, también sea objeto de atención de artistas que quieren
poner en circulación sus fakes.
Dado el reciente escenario
comunicacional, el fake se halla en la
actualidad sujeto a la redefinición y a nuevos tipos de prácticas por parte del
arte, con el objetivo de desactivar contextos discursivos, o plantear tensiones
e interpretaciones disonantes cuya finalidad es generar conflictos simbólicos
que reabran la reflexión acerca de diferentes problemas sociales. Puesto que
con la llegada de la tecnología digital se aumenta la capacidad expresiva de la
sociedad, que da lugar a narrativas cada vez más complejas que van más allá de
los límites disciplinares del arte, se deriva hacia lo que algunos pensadores
denominan como “mitopoética”, pues cada ficción
originada, y sus consecuentes interacciones creativas, puede llegar a construir
relatos que cumplen para el colectivo la función que desempeñaban los mitos
clásicos. Dentro de esta generación de fakes,
que se inmiscuyen en el mainstream, también sus creadores pueden ser ficticios,
como en el caso del proyecto activista Luther Blisset,
que redefine el rol del héroe contracultural en tiempo de Internet, los Yes Men, Serpica Naro,
Schlingensief, Ztohoven, 0100101110101101
o RTMark, por poner algún ejemplo.
Aunque la demarcación entre lo que es o
no arte se diluya, la evolución lógica del espíritu del fake
lo puede llevar también a manifestarse y viralizarse por nuevos gestos
comunicacionales como los memes.
Su propagación descontrolada, bajo su puesta
en circulación en estas cápsulas mínimas de información, establece nuevas
formas de interacción social que son de gran atractivo para un activismo
artístico que, ya sea desde lo profesional, lo amateur o lo outsider, y más
allá de los marcos tradicionales de representación, aprovecha el menor
resquicio –como puede ser el que dejan las redes sociales–, para insertar su
crítica al orden simbólico hegemónico denunciando cierta injusticia, o
reivindicando los derechos de ciertos colectivos, por ejemplo. Porque, aunque
sea evidente que diariamente el individuo es víctima de virales falsedades que lo
conducen a la sospecha, los fakes artísticos tratan
de activar su capacidad reflexiva mediante la misma estrategia. Sin embargo,
desde una óptica donde el arte ha invadido los modos de vida y viceversa,
borrando las fronteras que separan ambas esferas, resulta en muchos casos
indiscernible dónde ubicar este fenómeno cuya metodología principal es el
camuflaje.
Por tanto, todo el entramado adolece de
una confusión que, igualmente, también se establece como herramienta subversiva
que puede ser aprovechada por el arte; como espacio de representación que viene
al “rescate” del sujeto para salir de esa misma confusión construyendo un
fantasma o, mejor, una fantasía de orden (Santamaría 2017, 48). Por esta causa,
muchos son los ejemplos encontrados en Internet que pueden demostrar “cómo los
procesos meméticos pueden ser activos modos de manifestar subversión o complicidad,
haciéndose patentes sus grandes potencialidades para el cambio social” (Martín-Prada
2018, 121). En ocasiones, identificar a los autores de cada obra se torna una
tarea casi imposible, pero entre algunos de estos ejemplos que se transformaron
en memes virales se pueden citar aquellos que denuncian el bulling, como el video It Gets Better (2010); o aquellos que denuncian la relación entre imagen
personal y discriminación, como la campaña If
They Gunned Me Down,
que se convierte en hashtags con los que etiquetar un hecho que cada
usuario identificado con
el tema fabrica visualmente. En suma,
el meme y su utilización como fake artístico
puede llegar a poseer un gran valor político que el conjunto de la comunidad
que lo distribuye va dando forma, a razón de no solo continuar una especie de
fluida deliberación o consenso agonista o contestatario, sino de llegar a un
compromiso popular.
6. Conclusiones: postrimerías de una finalidad
sin fin
Tras las consideraciones aquí contempladas,
se corrobora que la imagen que difunde el metamedio
digital establece un cambio de régimen escópico que
conlleva, en su misma manifestación, un inconsciente óptico que el individuo no
percibe, pero que se relaciona con el orden simbólico hegemónico. Como campo
abierto a una manipulación no siempre inocente, tanto como a una mutación
constante, la imagen digital contemporánea se mueve bajo los parámetros que
instaura la era de la posverdad tardocapitalista. Desde
esta perspectiva, la industria cultural oferta productos que vuelven la iconosfera cada vez más densa, lo cual provoca que el
espectador vaya perdiendo interés y posando su mirada en otro tipo de fenómenos
más inmediatos o instantáneos, pues una imagen digital inminentemente hipervinculada ha provocado que su usuario salte a veces
desinteresadamente de una información a otra rápidamente, sin tampoco
determinar, en la mayoría de los casos, el grado de ficción o veracidad de
aquello que mira.
Por esta razón, que conduce a un
perpetuo transitar sin rumbo fijo en muchas ocasiones, la celebérrima frase de
Marshall McLuhan, “El medio es el mensaje” también se puede aplicar a este
nuevo síntoma que padece el espectador contemporáneo. En ese sentido, puede que
esta saturación de dispersión generalizada tampoco facilite algo que, en muchos
contextos de la cibercultura, sería de gran utilidad: una labor de análisis,
traducción e interpretación de las imágenes que el individuo consume a diario.
De ahí que muchas veces la ficción, que desde ese entorno se genera, acabe aceptada sin cuestionamientos críticos. Por eso el
arte, como espacio que da continuidad a lo posible, puede aparecer en este contexto
como un dispositivo útil que, generando fakes en
forma de memes, active la capacidad reflexiva del espectador para ponerlo en alerta
ante temas que atañen a la esfera sociopolítica.
Asumido ya el borrado de los límites
que tradicionalmente se establecían entre el arte y la vida, resulta sumamente
paradójico denotar cómo, ahora, para provocar un ataque subversivo que reclame
la atención del individuo y su autonomía crítica, el arte acabe utilizando los
mismos mecanismos comunicacionales que plagan las redes sociales de Internet. Ello
hace que nos cercioremos de cómo, en un ambiente altamente contaminado como
representa el metamendio digital, puede que tengan
que ser los mismos recursos que ahí se encuentran los que puedan ser utilizados
por los artistas a fin de provocar un efecto contrario, en tanto que crítica a
ese mismo sistema que ofrece un espacio (virtual) para su representación. Este
borrado de fronteras implica asimismo un fenómeno de desartización
consecuente, pues fenómenos originarios del arte son aplicados por otros
sectores sociales y, al contrario, el arte utiliza como estrategia
comportamientos propios del sistema, como pueden ser las acciones
comunicacionales de las interacciones sociales del entorno digital.
Una atmosfera confusa y sin precedentes,
en definitiva, que desorienta más si cabe al usuario, pues “cuando los flujos
de enunciaciones incomprensibles procedentes de la metamáquina
invaden el espacio de intercambio simbólico, ese mundo colapsa porque sus
habitantes son incapaces de decir nada efectivo acerca de los eventos y cosas
que los rodean” (Berardi 2017, 351). Pero, lejos de ser catastrofistas o de hacer
vaticinios apocalípticos acerca del posible acabamiento de la praxis artística,
a modo de fake que llegue a alarmar a las masas en
forma de meme viral, el entendimiento correcto de los fenómenos aquí descritos
–que también implican tener presente de algún modo el concepto de “colapso” por
todo lo que supone la generavidad automática que
ejerce el superorganismo visual que representa el metamedio digital–, ha de llevar al lector, espectador y
usuario prosumidor, en el mejor de los casos, a ser consciente de que el arte
se halla “blindado” y puede llegar a manifestarse en multitud de formas, como esta
que aquí se ha investigado. Pero que, sin embargo, para poder hacer frente al
relato transversal de ficción mitopoética que
supone el entorno digital, es necesario trabajar en una constante alfabetización
mediática que posibilite una correcta construcción de la ecología biosocial del
individuo, en interacción e hibridación con el devenir de su interfaz.
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Ricardo González García (Santander, 1976) es doctor en Bellas Artes por la
Universidad Complutense de Madrid con la tesis: Interferencias: influencia
de otros medios icónicos en la estética de la pintura (Premio
Extraordinario de Doctorado), y licenciado en Bellas Artes por la Universidad
de Salamanca. Como profesor de Expresión Plástica y su Didáctica, en la
facultad de Educación de la Universidad de Cantabria, y artista plástico, sus
líneas de investigación giran en torno a la Expresión plástica, la Educación
artística, la Historia del Arte, la Estética, los Estudios de Cultura visual y
las Tecnologías de la Información y la Comunicación.
[1]
Término que aparecía en unas latas de carne a bajo precio de la marca Hormel Foods y que
popularizó un sketch de los Monty Python´s Circus, en 1970. En el
contexto digital se suele usar para denominar al correo basura, en tanto que
emails no solicitados o no deseados.