CUERPO, MÁSCARA Y BIOPOLÍTICA ESTRATEGIAS
DE OPACIDAD EN LA ERA DEL BIG DATA
body, mask and biopolitics
opacity strategies in the era
of big data
Pedro A. Cruz Sánchez & Lidia García García
Universidad de Murcia
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Recibido: 07 05 2019
Aceptado: 02 09 2019
Publicado 30 09 2019
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https://doi.org/10.5281/zenodo.7655999
Cómo citar este
artículo
Cruz, P. y García, L. 2019. Cuerpo,
máscara y biopolítica. Estrategias de opacidad en la era del Big
Data.
ASRI. Arte y
Sociedad. Revista de investigación en Arte y Humanidades Digitales. (17), 30-43.
Recuperado a
partir de https://revistaasri.com/article/view/5379
Resumen
La medición y
estandarización de los cuerpos se ha convertido, en la era del Big Data, en un
mecanismo central de vigilancia y control biopolítico. En algunas prácticas
artísticas contemporáneas que piensan la intersección tecnología-identidad
encontramos discursos sobre distintas estrategias de resistencia a este
panóptico digital, las cuales a menudo se
articulan en
torno a la complejidad del binomio exposición/ocultación.
Palabras clave Biométrica,
panóptico digital, opacidad, máscara, reconocimiento facial.
Abstract
The measurement
and standardization of bodies has become, in the era of Big Data, a central
mechanism of biopolitical monitoring and control. In some contemporary works of
art that think the technology-identity intersection we find discourses on
different strategies of resistance to this digital panopticon, which are often articulated
around the complexity of the exhibition/concealment binomial.
Keywords: Biometry,
digital panopticon, opacity, mask, facial recognition.
I. Introducción
De una u otra manera, todas las
políticas tienen como clave de articulación el cuerpo. Evidentemente, no se
trata de un “cuerpo explícito”, deletreado en cada nueva acción y traído al
primer plano de visibilidad; la efectividad, por el contrario, de las políticas
del cuerpo contemporáneas estriba en el modo en que este, rara vez es nombrado
directamente en tanto que objetivo específico. Un excesivo desvelamiento de los
intereses corporales podría despertar una autoconciencia de sujeción capaz de
suministrar estrategias de resistencia más efectivas. De ahí que, en la mayoría
de los casos, el cuerpo sea “atacado” metonímicamente, mediante políticas que
no lo figuran prima facie, pero que, en definitiva, buscan una repercusión
final sobre él. El cuerpo constituye el eco inevitable de cualquier acción
institucional: donde hay poder, existe un deseo expreso de dominación de la corporeidad
de cada individuo. Como resumidamente expresa María Cecilia Colombani
(2008), “poder, disciplina y cuerpo parecen constituir una alianza indisoluble,
una unidad funcional” (p. 111). Tal es así que la misma condición de cuerpo aboca
a todo sujeto, sin excepción, a desenvolverse en un contexto disciplinario que
persigue su adiestramiento. No hay forma de ser cuerpo que permita sustraerse a
la presión modeladora ejercida por el poder. El cuerpo siempre es vivido contra
la violencia administrativa de la institución.
La biopolítica es, en este sentido, el
contexto hermenéutico en el que en tales agencias disciplinarias del cuerpo
mejor pueden ser acotadas y deconstruidas. Aunque, en puridad, el biopoder no
se dirige al cuerpo singular del individuo, sino a la vida de la población, su
acción totalizadora implica necesariamente las diferentes realidades corporales
que conforman un determinado espacio social. Para Foucault (2009), de hecho, la
razón gubernamental siempre se materializa en y es vehiculada por los intereses.
El gobierno –señala taxativamente- “es algo que manipula intereses”;
entendiendo por intereses “el medio por el cual el gobierno puede tener influjo
sobre todas esas cosas que para él son los individuos, los actos, las palabras,
las riquezas, los recursos, la propiedad, los derechos, etcétera” (p. 56). A
tenor de estas palabras, podría colegirse comprensiblemente que, en la razón
gubernamental, el cuerpo se halla presente por inclusión, y en la misma
medida en que lo hacen el resto de los intereses que competen y definen al
individuo. Pero, en realidad, el biopoder es desempeñado como un conjunto de disposiciones que amplían
la “escala de gestión” del cuerpo. No se trata ya de disciplinar el cuerpo en
topologías específicas que operan como arquitecturas
segregadas, sino de maniobrar sobre el conjunto del cuerpo social (Colombani, 2008).
Por “cuerpo social” no cabe entender
exclusivamente una imagen simbólica que expresa una determinada vertebración
ideológica de individuos; con el fin de ampliar la semántica de esta noción,
conviene añadir a ella una dimensión de inmanencia por la cual decir “cuerpo
social” equivale a nombrar al conjunto de corporeidades de los individuos
participantes en un determinado espacio social. Desde este prisma, el carácter
funcional y organizativo del “cuerpo social” es la consecuencia del ejercicio
del biopoder sobre cada uno de los cuerpos individuales. Cualquier corporeidad
que se
integra en el “cuerpo social” lo hace porque su modo de existencia ha sido
previamente “enderezado” y vuelto compatible con el
del resto de agentes. La socialización del cuerpo solo es admisible desde su
igualación; o formulado, en otros términos, la idea de “cuerpo social” no
constituye
un a priori, un estado natural del
cuerpo nacido a la sociedad, sino que se manifiesta, en rigor, como un a posteriori –esto es, como la consecuencia del
adiestramiento exitoso de la pluralidad de cuerpos y de su consiguiente expresión unificada y
abreviada en las estructuras simbólicas de los diferentes “cuerpos sociales”. El
concepto de comunidad –tan semantizado en la
actualidad como un nódulo de resistencia cívica-
no pasa de ser, en este sentido, la concreción del lugar común en el que
todos los cuerpos se
convierten en piezas compatibles con el
Sistema. Lo comunitario es lo común en el sentido de lo igual. Y no es de extrañar, en lo tocante a
esto, que, cuando Foucault (2009) prioriza los objetivos de las biopolíticas,
una de las primeras conclusiones a las que arriba sea la reducción de sus
cálculos de gobierno a un problema de seguridad:
Proteger el interés colectivo contra
los intereses individuales. A la inversa, lo mismo: habrá que proteger los
intereses individuales contra todo lo que pueda aparecer, a su respecto, como
una intrusión procedente del interés colectivo (…) Es necesario que los accidentes
individuales, todo lo que puede suceder en la vida de alguien, se trate de una
enfermedad o de una cosa que llega de todas maneras y que es la vejez, no
constituyan un peligro tanto para los individuos como para la sociedad” (Foucault
2009, 74).
Un cuerpo solo podrá ser subsumido en
una unidad organizativa mayor –el “cuerpo social”- si resulta inocuo para los
dispositivos de seguridad que mantienen el orden público. El equilibrio entre
la libertad de lo individual y la libertad de lo colectivo –fundamento del
liberalismo- reside en la capacidad del biopoder para otorgar hegemonía al cuerpo
corporativo –es decir, al cuerpo que se gobierna por las mismas reglas que
el resto de los agentes sociales, con el fin de obtener un “fin común”.
La “tecnología social” empleada por las
biopolíticas para normalizar la heterogeneidad corporal en forma de “cuerpos
corporativos” es –como indica Foucault- mediante la extensión de los procedimientos
de control, coacción y coerción (p. 75). La perversidad que engrasa esta perfecta
“tecnología” es sintetizada por Foucault en una idea capital: “introducir un
plus de libertad mediante un plus de control e intervención” (p. 77).
Atendiendo a la letra de esta afirmación, es posible entender la noción de
libertad, dentro del contexto disciplinario y de control del biopoder, como un
mero señuelo para la creación de “cuerpos corporativos”. Los dispositivos de
control, de hecho, son gestionados a través de las “expresiones blandas” de los
“señuelos de la libertad”. Pero ¿qué es lo que debe ser comprendido cuando se
habla del “señuelo de la libertad”? Como aclara Dany Lacombe:
Poder en un sentido sustantivo, “le pouvoir”, no existe (…) La idea de que en un punto dado
se localice –o emane- algo que permite ser llamado “poder” me parece ser el
resultado de un análisis erróneo (…) En realidad, poder quiere decir
relaciones… (Lacombe 1996, 337)
Esta ausencia de una estructura social
preconcebida que gestione, en términos de monopolio, la esfera penal (Lacombe 338)
conduce a concebir el ejercicio del control en términos de una acción dispersa,
diseminada, en virtud de la cual el biopoder se convierte en un modo de
gobierno desfigurado que “borra la frontera entre el control formal y el informal”
(Lacombe 1996, 335). La intensificación de los mecanismos de control no es un
hecho que permita ser conceptualizado como algo externo a la propia voluntad de
los individuos. A partir del “señuelo de la libertad”, el “cuerpo social” actúa
sobre la ley por medio de una dinámica reformista que –como aduce Lacombe- está
atrapada en una “lógica circular”: “de un lado, la reforma legal produce
control, y, de otro, el sistema de control social necesita la reforma legal
para perpetuarse” (p. 336).
La dispersión de los mecanismos de
control en términos de una red de relaciones sociales que se adentra en los
espacios más intersticiales posee un catalizador importante en la propia
“autoconciencia” del sujeto. Habitualmente, frente al estado de alienación, casi
vegetativo, con el que se representa a cualquier individuo que vive bajo la
disciplina y el control de las estructuras de poder, tiende a contraponerse la
actitud de la autoconciencia como un plano reflexivo de actuación que disiente
y resiste a los intereses del gobierno. Sin embargo, como anotan Stanley Cohen
y Laurie Taylor (1999), la autoconciencia podría aprisionarnos más firmemente
dentro de aquella realidad de la que pretendemos escapar, en el sentido de que
nos provee con una “coartada” para continuar viviendo en nuestra rutina
habitual; una coartada proporcionada por esa reconfortante sensación de que, al
menos mentalmente, hemos conseguido escapar y de que nos encontramos en otro
lugar (p. 2). De nuevo, la coartada de la “escapada mental” reproduce la idea
del “señuelo de la libertad” del que se valen los gobiernos neoliberales para
implementar sus medidas de control y de seguridad. La libertad no es tanto
aquello que urge ejercer cuanto aquello que es obligado defender. El margen de
acción crece al mismo tiempo que lo hace el número de restricciones que impiden
el libre desenvolvimiento del individuo.
Poco a poco, el derecho de la “libertad
como experiencia” retrocede a un segundo y tercer plano, para ganar protagonismo
la obligación de defender una “libertad amenazada”: el sustantivo –“libertad”-
se mantiene, pero con un desarrollo de sus potencialidades muy diferente. La
libertad que se ofrece como valor básico e inalienable solo puede sobrevivir a
costa de ser recortada: más libertad –como señalaba Foucault- implica más
control, y viceversa. Y todo ello sin que el individuo llegue a ser consciente
del fraude político del que es objeto. La idea de seguridad aporta un contexto
de miedo al accidente que permite al biopoder introducir sus implementos
de control de una forma natural. Las políticas de seguridad modelan el cuerpo
de los ciudadanos de tal manera que éstos llevan a cabo una absorción
voluntaria del control. El auténtico problema de las sociedades neoliberales
no es que la razón gubernamental amplíe sus medidas de intervención sobre los
cuerpos, sino que, en verdad, pocos individuos hay en la actualidad que no
quieran ser un “cuerpo controlado”. Un cuerpo bajo control no desea salir del
radar que monitoriza sus movimientos; un cuerpo bajo control demanda ser controlado
más si cabe como consecuencia de ese “señuelo de la libertad” que le lleva a
otorgarle a la razón gubernamental el beneficio absoluto de la verdad. Si, en
“este mundo de signos sin referentes” (Foucault 2009, 5), hay un hecho al que
se ha investido con el poder de la verdad objetiva, este no es otro que el de
la seguridad.
No se ha de ser muy perspicaz para
inferir que, en breve espacio de tiempo, el imperativo de un “cuerpo seguro” se
ha impuesto al de un “cuerpo libre”. El medio ha devorado el fin: la seguridad
ha reemplazado a la libertad. Lo único que, a estas alturas, se protege es la
seguridad en sí misma. La lógica circular y onanista de la sociedad patriarcal
se ha impuesto.
2. Cuerpos biométricos
Un cuerpo solo puede participar de las
estructuras organizativas y, por tanto, ser integrado en los parámetros útiles
de la normalidad si es medido. La biométrica constituye el canon de
representación de los cuerpos del siglo XXI. Medir el cuerpo se ha convertido
en el fundamento de las políticas de seguridad globales. Con el software biométrico se
perfeccionan, los sistemas de control de los cuerpos –escáner de iris, huellas
digitales, reconocimiento facial- expanden su cobertura a grupos de población
cada vez mayores. En 2016, de hecho, el FBI informó de que la denominada Next
Generation Identification
(NGI) está exenta de la cláusula que protege su privacidad y de que, por tanto,
el principio de intimidad no supondrá ningún obstáculo a la hora de gestionar
los datos biométricos de cada ciudadano (Feeney 2016,
9).
Los sistemas de reconocimiento facial
constituyen, en este sentido, una de las principales armas de defensa con las
que cuentan los gobiernos actuales en el desarrollo de sus políticas de
seguridad. La NSA, por ejemplo, “recoge millones de imágenes faciales cada día
para su uso en un sofisticado programa de reconocimiento facial (…) Dicha
información, combinada con otras tecnologías y datos, podría ser explotada
durante los conflictos para personalizar los medios y métodos de la guerra” (Dunlap
y Charles,2014, 110). Si, desde finales del siglo XIX, el estado intensificó
dramáticamente el control de la tierra en el interior de sus fronteras a través
de tecnologías como el ferrocarril, el telégrafo o el censo (Benson 2014, 82),
en el momento presente es el Big Data la estrategia de presión y de
control privilegiada por los gobiernos para escrutar cualquier ámbito de la
experiencia. Ya no importa tanto el control sobre la tierra cuanto el control
sobre los cuerpos. Pese a que los nuevos fascismos han traído al escenario político
un re-endurecimiento de las líneas de exclusión de cada territorio, en realidad
las fronteras que más importan ahora son las que se desplazan globalmente con
cada cuerpo: las fronteras biométricas. Un cuerpo medido es un cuerpo
que vive dentro de los límites de representación de la seguridad. Aquellos
teóricos que prefieren abordar el biopoder y el control como estrategias
separadas y con objetivos distintos –el primero concernido sobre lo vivo, y el segundo sobre lo “no-vivo”[1]-
minusvaloran la territorialización biométrica del cuerpo que centra las
políticas de seguridad contemporáneas, y que, al igual que sucede en el resto
de las estrategias de control, opera mediante una calibrada modulación de
su desarrollo.
El fin último de este “régimen de
fronteras biométricas” es convertir al conjunto de la ciudadanía en
potencialmente sospechoso y, por inclusión, en un cuerpo de riesgo. En el
informe Drones with Facial Recognition
Technology Will End Anonymity, Everywhere,
emitido por la Associated Press,
se avisa que es
solo una cuestión de años que los
ordenadores puedan identificar a cualquier persona de manera inmediata (citado
en Dunlap y Charles 2014). En 2016, el FBI tenía acceso a más de 411 millones de
imágenes faciales, entre las cuales cerca de un 20 % pertenecían a individuos
que no habían cometido delito ninguno (Feeney 2016).
Esta circunstancia ha llevado a Hays Park a
preguntarse si la utilización de los datos biométricos por parte de los gobiernos
estará limitada a los periodos de conflictos bélicos o, por el contrario, se
ampliará a los tiempos de paz. ¿Acaso nos encontramos a un paso de que el Big
Data se utilice contra agentes públicos o privados atendiendo a motivos
puramente políticos? (citado en Dunlap y Charles 2014, 112).
Cuando se habla del cuerpo como el
resultado del “contorno de seguridad” dibujado por las “fronteras biométricas”,
no solo se pretende indicar una limitación del movimiento en movimiento –se trata, al
fin y al cabo, de una frontera móvil que contribuye
al refuerzo del “señuelo de la libertad”-, sino, igualmente, de una estandarización
de las identidades corporales. Que un cuerpo respete las “fronteras
biométricas” equivale a decir que resulta compatible con los parámetros
matemáticos y estadísticos manejados por el Big Data. El alcance de este hecho
es máximo a la hora de evaluar el nivel de calidad de la experiencia cotidiana de los cuerpos,
ya que, hoy en día, el principio de convivencia ha sido sustituido por el de
compatibilidad. Mientras que el primero es integrador, el segundo se
muestra excluyente. En la medida en que las fronteras biométricas resultan
tanto más restrictivas, el margen de subjetividad disminuye y, por lo tanto,
las diferencias incrementan su carácter de anomalía. Debido a que el gran éxito
de la estrategia de dispersión del control reside en que cada individuo llega
adquirir una autoconciencia de la amenaza –en el doble papel de agente y
paciente de ella-, los cuerpos se esfuerzan por construirse biométricamente perfectos
y de acuerdo con los imperativos de las políticas de seguridad.
¿Existe algún modo de resistir a esta
estandarización biométrica de las corporeidades? ¿Queda todavía algún margen de
acción que permita cuestionar el cuerpo estadístico que se ha superpuesto al cuerpo
experiencial? Para responder a esta crucial interrogante, conviene partir del
paradigma entrópico que rige los procesos culturales. Según éste, cualquier
desestabilización de un estatus quo no podrá venir como consecuencia de una
sustracción, sino de una adición. Enunciado, en otros términos: una
emancipación del “cuerpo estadístico” jamás se producirá por medio de un
retorno a un “cuerpo de origen”, sino mediante su ocultación tras otro suplemento.
De esta manera, al “cuerpo biométrico” –también llamado aquí “corporativo”,
“estadístico”- solo le queda la opción de desfigurarse tras una máscara.
En su brillante fenomenología de la
exteriorización, Ronald L. Grimes (1975) define el
hecho del enmascaramiento (masking) como un fenómeno
que conlleva la transformación del cuerpo a través de la aplicación de un
artefacto en la zona de la cabeza (p. 509). Cuatro son los tipos de máscara
que, en opinión de Grimes, se pueden diferenciar en
función de su praxis: “concreción” –por el que se fija una realidad exterior-,
“ocultación” –a través del que se opera una cancelación de la identidad-,
“incorporación” –a través del que se busca una armonía entre el interior y el
exterior- y “expresión” –-consistente en aceptar abierta e indisimuladamente
las particularidades de la máscara sobrepuesta- (p. 511). A la hora de volcar
estas categorías a un contexto como el actual, en el que la disidencia política
busca paliar los estragos del control biométrico, la declinación de la idea de
máscara como ocultación parece responder, mejor que las otras tres, a los
requerimientos de abortar el régimen de luz desde el que operan los
“gobiernos Big Data”.
Efectivamente, si algo caracteriza a
los sistemas estadísticos de reconocimiento facial es la conceptualización del
rostro como un lugar de transparencia que permite conocer la personalidad –el
ser- del individuo. Fue el cristianismo el que, a través de la identificación
ontológica de rostro y persona, estableció un paradigma de lo facial basado en
criterios esencialistas. A través de esta correlación interior, la personalidad
de un individuo venía indicada por una racionalización moral del rostro que
procuraba acceso a sus rasgos humanos más íntimos y diferenciales (Altuna 2010). El topos cultural
de “la cara como espejo del alma” constituye, en este sentido, el principio
rector del gobierno biométrico de los cuerpos. El Big Data ha procurado al
biopoder la posibilidad de objetivar el ontos de
cada individuo, de manera que lo que antes caía de lado de lo metafísico y subjetivo
ahora sea
susceptible de ser estandarizado. Esta ontología
biométrica, cuya efectividad reside en la absoluta transparencia
estadística del ser, solo puede ser interrumpida a través de la opacidad
introducida por la cancelación del rostro esencial a cargo de la máscara.
En su origen etimológico, rostro y
máscara eran indicados mediante un mismo término: prosopon,
que literalmente significa “lo que está delante de la mirada de los otros”
(Altuna 2010, 34). Tal y como refleja Belén Altuna (2010), la cultura griega carecía
de una palabra específica para diferenciar lingüísticamente la cara de la
careta; y ello debido a que, principalmente, la griega era una sociedad
gestionada en la exterioridad, en el cara a cara. De acuerdo con esto, el prosopon-máscara es lo mismo que el prosopon-rostro (…) está siempre relacionado con que
se mira y puede a su vez devolver la mirada” (p.35). Este concepto de mutualidad
escópica (en virtud del cual ser mirado da derecho a mirar, y viceversa) constituye una valiosa característica
del prosopon griego, en la medida en que
implica un
empoderamiento del sujeto que se
esconde bajo ella. Precisamente, Grimes (1975)
caracteriza el empleo de la máscara como ocultación desde el supuesto de una
“ganancia de poder” para su portador. Así, frente a la ceguera impuesta a los
“cuerpos biométricos” por los “gobiernos Big Data” –todo aquel que es parametrizado
es solo imagen, nunca sujeto de la mirada-, la máscara procura la posibilidad
de recuperar la visión y sustraerse a la condición pasiva que exige el
biopoder. De ahí que, cuando se habla de una estrategia de opacamiento
de la máscara que interrumpe el “régimen de luz” del Big Data, no es solo
porque el rostro del ontos estadístico haya
quedado oscurecido tras su superficie, sino también porque la propia “acción de
mirar” pone en suspenso la transparencia absoluta de la imagen facial
digitalizada.
3. Máscara, opacidad y vigilancia en las prácticas artísticas
contemporáneas
En Data mask
(2013-2015) Sterling Crispin
explora la representación de la corporalidad humana en los mecanismos de
vigilancia biométricos, en particular en las tecnologías de reconocimiento
facial. La obra consiste en un compendio de
máscaras creadas a partir de los algoritmos de reconocimiento facial de Facebook
(detection Deepface)
posteriormente evolucionados computacionalmente e impresos finalmente en 3D. De esta manera se invierte la trayectoria habitual de esta
tecnología: si comúnmente se parte del análisis de un verdadero rostro humano
del que se seleccionan puntos de control para crear un contorno que se coteja
con una base de datos, la obra parte de la propia imagen tecnológica del rostro
humano según es visto por la mente-ojo de la máquina-organismo (Crispin 2019).
En este viaje inverso, en
el que en lugar de ir de lo orgánico a lo tecnológico el punto de partida es la
visión que de la corporalidad humana tiene la propia máquina, la
materialización de la imagen digital arroja un
resultado perturbador. Las data masks se nos
muestran como artefactos que si bien evocan lo humano aparecen plagados de
protuberancias y malformaciones; como no-rostros que ofrecen una versión
informe, contrahecha y distorsionada de la cara, estas máscaras nos demandan un
esfuerzo interpretativo similar al de las ecografías, lo verdaderamente humano
queda solamente sugerido, como en formación.
El hecho de que la lectura tecnológica
de la cara humana tome la forma precisamente de una máscara apunta al binomio
rostro/máscara como un espacio especialmente productivo de alteridad e identidad
donde se despliega un juego de doble exposición en torno al par
ocultación/desvelamiento. En el rostro nos reconocemos y reconocemos al otro y
si bien con la máscara aparentemente anulamos ese proceso lo cierto es que
también ella puede revelar la esencia de lo que somos. El encuentro
rostro/máscara se torna así un espacio propicio para la reflexión en torno a la
identidad que en el caso de esta obra se articula a través de los ojos de la
máquina. Precisamente las reminiscencias animísticas
de la máscara como artefacto ritual entroncan con la búsqueda
espiritual-tecnológica de Crispin:
If we are
indeed living in McLuhan’s global village, citizens of the techno-sphere, these
Data-masks function as masks of the shaman. They are animistic deities brought
out of the spirit world of the machine and into our material world, ready to
tell us their secrets, or warn us of what’s to come. (Crispin 2019, 43)
Crispin sugiere, en la línea animista y al
hilo de cierta idea de retribalización global, una
exploración del “alma de la tecnología” que se concreta en la reflexión en
torno a la mirada del “Otro tecnológico” -que para él es una suerte de superorganismo con cuerpo y mente distribuidos de hardware
y software respectivamente- y su concepción de lo humano[2].
En este sentido, la monstruosidad de la
imagen especular de lo humano que nos devuelve la tecnología entronca tanto con
la idea de máscara en sí misma como con la idiosincrasia de la inteligencia
informática. Si al oponer la máscara al rostro Gombrich (1972) destacaba de la
primera su tendencia a la tipología, a lo construido, taxonomizado
y diferenciable, mientras que del rostro resaltaba su carácter innato,
personal, expresivo y empático, no resulta extraño que la mirada tecnológica
conciba el rostro humano en tanto que máscara ya que ella misma tiene en la
cuantificación y taxonomización condiciones de posibilidad para su desarrollo.
En efecto el reconocimiento facial funciona abstrayendo imágenes de una persona
en objetos matemáticos complejos sujetos a patrones ponderables. El procesamiento y abstracción de la identidad humana
inherente a la propia idiosincrasia computacional arroja así resultados
perturbadores debido a la desfiguración visualmente espantosa del rostro humano
y al desmembramiento de los rasgos (Crispin 2019). Frente
a la concepción holística del rostro tal y como lo percibe la mirada humana, la
tecnológica necesita de puntos clave, de referencias concretas donde anclar su
lectura; su comprensión de nuestra corporalidad pasa necesariamente por la
reducción de lo humano, en lugar de a un quién,
a un qué mesurable. Y de esa lectura simplificada, de cómo para
“vernos” la tecnología nos reduce en aras de volvernos entendibles para sí,
surge precisamente la monstruosidad.
Cuando este proceso “monstruoso” de
cuantificación, clasificación y comprensión de lo humano por parte de la
máquina es visibilizado, la biometría se revela tanto más como interfaz/umbral
entre el Otro Tecnológico y los intersticios de la propia noción de humanidad.
No en vano, para funcionar plenamente las técnicas modernas de reconocimiento
facial necesitan tener una noción de qué es una persona para, entre otras
funciones, detectar si efectivamente hay una cara o no en la imagen. El hecho
de que estos sistemas tecnológicos cuenten con presunciones ontológica de lo
que es una persona problematiza necesariamente los contornos de la identidad
humana, cuestión en torno a la que en última instancia reflexiona la obra. Data
mask juega precisamente con las expectativas de
la mirada tecnológica -como decimos predictiva y basada en categorías y
simplificaciones de lo humano- y su tendencia, compartida con los humanos, a la
pareidolia o identificación de patrones faciales en objetos que nada tienen que
ver con lo humano. El artista trata de satisfacer estas expectativas
ofreciéndole máscaras horrorosas, imágenes especulares y deformadas de lo
humano que ella interpreta como rostros,
mientras que en nosotros despiertan la extrañeza y el horror: “my goal is to show
the machine what it is looking for,
to hold a mirror up to the all-seeing eye of the digital-panopticon we live
in and let it stare back into its own mind” (Crispin 2019,
5).
Al dotar de materialidad
a la imagen que la tecnología detenta de lo humano se revelan los mecanismos de
la mirada tecnológica y en última instancia se visibilizan los resortes del
biopoder tecnológico. De esta manera la obra revela las estructuras
habitualmente invisibles del constante estado de vigilancia en que vivimos al
reflexionar en torno a la confluencia del cuerpo con la tecnología y la
biología. En este sentido, remite claramente a la tesis foucaltiana
del cuerpo como producto de la acción tecnológica
del poder, lo que inserta a Data Mask en la
tendencia del arte contemporáneo que, usando las posibilidades de la Red,
trabaja los conceptos de identidad y cuerpo (específicamente rostro en este
caso) ampliamente abordados ya en el Body Art y el
Arte Carnal.
Estos rostros/máscaras interrogan, desde
el umbral entre la biología y la tecnología, los siempre problemáticos espacios
liminares de la identidad humana bajo la mirada del panóptico digital -entendido
como un gran mecanismo de coerción social- que opera fundamentalmente a través
del tráfico corporativo de data y la ya casi orwelliana vigilancia estatal-militar
tecnológica. El reconocimiento facial biométrico es tal vez una de las más
reveladoras herramientas de esta vigilancia en lo que al señalamiento de la
progresiva tendencia a la desaparición de la privacidad en la era digital se
refiere. Según Crispin:
The
creation of these Data-masks is an act of political protest by means of
bringing transparency to the surveillance and biometric techniques used today.
Data-Masks give form to an otherwise invisible network of control and
identification systems and make their effect on our identities tangible and
visible. (Crispin
2019, 2)
La idea de hacer visible
y tangible lo digital entronca con la tendencia a la materialización en el arte
tematizado
de Internet —también
llamada neomaterialización (Paul 2015)—
que da lugar a objetos artísticos que, como estas máscaras, incorporan en su
proceso de creación tecnologías digitales en red y reflejan en su materialidad
codificada la manera en que lo digital procesa y “ve” nuestro mundo y a
nosotros mismos[3].
Dotar de fisicidad a la abstracción de los códigos que vehiculan la mirada
digital aparece, así como una poderosa herramienta para visibilizar la lógica y
los mecanismos del panóptico digital.
Figuras 1, 2 y 3. A la izquierda: Sterling Crispin, Data-Mask (2015) Instalación. En el centro: Zach Blas, Facial
Cages (2013). Fotografía. A la derecha:
Adam Harvey, CV Dazzle Look
1 (2010). Fotografía.
A colación del panóptico digital como
versión contemporánea del presidio foucaltiano,
Shoshana Amielle Magnet ha descrito la empresa neoliberal de medición,
análisis y control del rostro humano como productora de una suerte de
"jaula de información” (Magnet 2011). Precisamente
la idea de celda será central en otra obra que explora el encuentro
rostro/máscara/tecnologías en el reconocimiento facial: se trata de Face cage
(2013-2016) de Zach Blas.
En ella el artista escaneó su cara y
las de otros tres colaboradores (los también artistas queer Micha Cárdenas, Elle
Mehrmand y Paul Mpagi Sepuya) y convirtió los diagramas resultantes en máscaras
de metal que, pese a su supuesta precisión matemática, resultaban impropias y
dolorosas al ser yuxtapuestas al verdadero rostro humano, al que no se
ajustaban. Estas facetas artificiosas evocan, de hecho, cierta resonancia
formal con dispositivos de tortura y control como barrotes, esposas, etc. Desde
una visualidad con reminiscencias al mundo del BDSM, la tortura y el
encarcelamiento, estas celdas/máscaras constituyen “retratos digitales de
deshumanización” (Blas, 2013) que plantean una dramatización de la violencia
simbólica que los parámetros estandarizados de la mirada digital, al servicio
de la vigilancia panóptica, imponen sobre nuestra identidad.
Lo irreconciliable del diagrama
biométrico con la materialidad del rostro humano se evidencia cuando ambos se
ven obligados a coincidir. En la superposición forzada se revela lo violento
del encuentro entre la idea tecnológica de la identidad y el cuerpo humanos en
sí. Si la oposición entre la fisicidad de la carne y el carácter etéreo de la
información digital constituye uno de los dualismos fundamentales de la
cibercultura, en Face cage
ambas realidades se encuentran mediante la materialización del
data y su abrupto encuentro con la cuerpo. Al yuxtaponer
la red biométrica impresa al rostro humano, se articulan toda una serie de
significantes en torno a la construcción identitaria en el entorno digital:
frente a la tradicional idea del cuerpo como cárcel, el data se revela como una
nueva prisión que al ser dotada de fisicidad bajo la forma de la máscara pasa a
referir/visibilizar el sistema de vigilancia tecnológico y sus mecanismos de
opresión.
Una de las vías de escape a estos mecanismos
de hipervigilancia pasa por la ocultación: en las prácticas artísticas que
exploran esta posibilidad se revertirá la concepción de la máscara como una
prisión impuesta por la mirada tecnológica para rescatar la larga tradición
(desde el Movimiento Zapatista a Anonymous pasando por Pussy
Riot, Black Blocs o la Primavera Árabe) que la
aprovecha como herramienta de transgresión y resistencia, que posibilita la
acción política disidente desde la ocultación[4].
Así en Facial Weaponization
Suite —también de Blas— el enmascaramiento imposibilita la captura
biométrica de la cara, lo que convierte al sujeto disidente en políticamente
invisible para el estado de vigilancia y abre nuevas perspectivas en su labor
contra el biopoder.
Blas reconoce, en los postulados de Glissant sobre la opacidad como un medio de resistencia
contra las formas dominantes de representación y visibilidad, un importante
resorte conceptual para su obra. Para el pensador, el derecho a la opacidad, a
la ocultación, es de hecho: "un valor positivo para oponerse a cualquier
intento pseudo-humanista de reducirnos a la escala de algún modelo
universal", de manera que el enmascaramiento se yergue como un catalizador
para la transformación colectiva a partir precisamente de la reivindicación de
la diferencia individual (Sluis 2017).
En Facial Weaponization
Suite (2011-2014) el artista escanea la información biométrica facial de
varias personas y la agrega y combina para crear máscaras que precisamente por
su carácter colectivo en tanto que compilaciones de las caras de distintas
personas, resultan ilegibles para los dispositivos de reconocimiento facial. En
la obra se reflexiona en torno a identidades colectivas periféricas, que
precisamente cuestionan la universalidad y objetividad de los sistemas de
biometría, ya que a menudo son ignoradas por el pensamiento estandarizado de la
máquina. Así, una de ellas se genera a partir de las caras de un colectivo de
hombres homosexuales y responde abiertamente a ciertos intentos de determinar
la orientación sexual a partir de la fisonomía[5], mientras
que otras abordan respectivamente cuestiones en torno a la relación de
negritud, feminidad y migración con la mirada tecnológica, que se revela como
normativa.
Frente a su promesa de medir y
reconocer la corporalidad humana objetivamente los estándares de identificación
programados en las tecnologías de captura biométrica son a menudo capacitistas,
racistas, sexistas, homófobos y transfóbicos: a menudo las manos de las mujeres
asiáticas no son legibles para los dispositivos de huellas dactilares, los ojos
con cataratas dificultan los escaneos del iris, la piel oscura continúa siendo
indetectable y las formaciones no normativas de edad, sexo y raza
frecuentemente fallan en la detección exitosa (Magnet
2011). El reconocimiento facial no es “solo” la reducción de lo humano a un diagrama
estandarizado, sino que es un ejercicio de violencia simbólica que resulta en
una mirada ideologizada y sesgada sobre lo que significa ser una persona[6]. En este
sentido, Magnet denuncia que este sistema rígido de clasificación
funciona, de hecho, contra segmentos poblacionales periféricos, debido tanto a
los criterios discriminatorios de la metodología utilizada para identificar a
los individuos -la plantilla normativa para la funcionalidad biométrica es
blanca, cismasculina y heterosexual-, como a los
sitios y condiciones en los que se implementa esta tecnología (prisiones,
asistencia social, control de fronteras, etc.). Concluye, de hecho, que los
cuerpos humanos no son biométricables, en tanto que la
complejidad y diversidad de la identidad humana no puede ser capturada y
estabilizada en una representación digital.
Si bien la premisa
biométrica de que la corporalidad se puede fijar como un documento digitalizable y perdurable, presume una identidad biológica
esencial y fija. En Facial Weaponization Suite
se sugiere una transgresión de las identidades estancas a través precisamente
de los mecanismos de transgresión/ocultamientos activados por la máscara. Los
rostros colectivos y artificiales que propone Blas apuntan a la promesa liberadora
de lo protésico y lo cyborg como una superación posthumana
de las nociones socialmente construidas de raza, género, etc., en el sentido
que apuntara Haraway (1985) de reinvención de una
nueva naturaleza humana que, en buena medida mediante la tecnología, desestabilizara
las parejas binarias asociadas al pensamiento hegemónico occidental (a saber,
mente/cuerpo, yo/otro, hombre/mujer, cultura/naturaleza…). Si en Facial cages la máscara deviene una dolorosa materialización
de la mirada reduccionista de la tecnología sobre la identidad humana, en Facial
Weaponization Suite la máscara colectiva aparece
como un arma que, al tiempo que denuncia y visibiliza la mediación de las categorías
culturales humanas en la mirada del Otro tecnológico, posibilita nuevos espacios
de disensión política desde las identidades fluidas y el ocultamiento.
Hito Steyerl ironizaba en How not to be seen. A Fucking Didactic Educational .MOV File (2013) con la dificultad de escapar del régimen orwelliano
de sobrevigilancia tecnológica; pese a ello las estrategias de resistencia al
biopoder parecen abocadas a enfrentar la vigilancia de un panóptico digital en
el que,
como advertía Foucault (2000), “la
visibilidad es una trampa” (p. 232). Si en Facial Weaponization Suite la ocultación pasaba por
el enmascaramiento efectivo de la cara, otras propuestas artísticas han abierto vías de opacamiento alternativas
frente a la estandarización y control biométrico de los cuerpos e identidades.
De esta manera, en CV Dazzle (2010-2014), Adam
Harvey plantea un camuflaje facial capaz de sortear la tecnología de
reconocimiento facial mediante el uso de peinados, maquillaje y accesorios de
moda que bloquean la detección del individuo, situándolo por debajo del umbral
probabilístico de lo que la máquina considera un rostro humano. El uso de
maquillaje contrastado en direcciones inusuales o el refuerzo de la asimetría
son algunos de los patrones que encontramos en las propuestas estilísticas de
Harvey, basados en la técnica dazzle camouflage o dazzle painting utilizada
para el camuflaje de navíos de guerra en la Primera Guerra Mundial.
La modificación corporal en CV Dazzle
podría pensarse como una modalidad de ocultación, que ya no pasa por esconder
el rostro en sí, sino por “modificarlo” a través de prácticas somatoestéticas emparentadas con el biohacking,
en tanto que plantean la posibilidad de gestionar la propia biología, la fisonomía
en este caso, más allá de las instancias habituales de gestión y control de la
corporalidad.
Otra vía, en lo que a estrategias de opacidad se refiere,
la ofrece la obra Hyperface (2013-2017)
enmarcada en el proyecto NeuroSpeculative
AfroFeminism en el que el propio Harvey colabora con Hyphen-Labs, colectivo artístico afro-feminista fundado por
Ashley Baccus, Carmen Aguilar y Ece
Tankal, centrado en el análisis de la intersección
entre tecnología, sociedad y arte a través de
experiencias inmersivas y desarrollo de productos especulativos como es el caso
de esta obra. HyperFace presenta un camuflaje textil que tiene
como objetivo dificultar el reconocimiento facial al proporcionar caras falsas
que distraen los algoritmos de visión, al ser llevadas en la ropa bajo la
apariencia de patrones decorativos aleatorios (Harvey 2019). De esta manera, el
ocultamiento no se ejerce sobre el rostro humano, como sucedía mediante el
enmascaramiento o la modificación corporal en las obras anteriores, sino que la
estrategia de opacidad pasa por “trolear” a los sistemas de vigilancia, al
saturarlos de caras artificiales a las que la atención del dispositivo
tecnológico vigía se redirige mientras que el rostro humano es escondido a
plena luz. La estética de contra-vigilancia de los patrones textiles de Hyperface explota
precisamente las preferencias de la máquina, en tanto que estas caras artificiales
no son sino
representaciones algorítmicas ideales de un rostro humano; de
esta manera, la burla a la
inteligencia computacional aprovecha las debilidades reduccionistas del propio
sistema al ofrecerle caras biométricas basadas en los cánones sesgados que este
maneja, mientras que el verdadero rostro humano, visible, pasa sin embargo
desapercibido para la mirada tecnológica.
Si en Data mask y Face cage el
reduccionismo deshumanizador de la tecnología biométrica al servicio del
biopoder era objeto de reflexión, y en Facial Weaponization
Suits se exploraba la potencialidad de la máscara como un lugar de transgresión desde el
ocultamiento, en CV Dazzle y Hyperface
la opacidad aparece como resistencia micro-política, no ya desde el enmascaramiento
sino desde el aprovechamiento de las propias expectativas y flaquezas de la
biometría.
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Art and the Conditions of Digital Materiality. Conferencia presentada en ISEA 2015 – 21st International Symposium on Electronic
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Lidia García García (1989) es investigadora predoctoral FPU en el Departamento de Historia del
Arte de la Universidad de Murcia con una tesis sobre estética kitsch y género
en el Arte Digital. Graduada en
Humanidades por la Universidad de Alicante. Primer premio nacional en el XV
Certamen de Introducción a la Investigación Científica del Ministerio de
Educación.
[1] Ver, por ejemplo, Nail
(2016, 247-263)
[2]
Tras esta concepción late una mirada suspicaz sobre la tecnología: no ya
concebida como una herramienta al servicio de los humanos sino como un tecno-organismo
con su propia agencia y agenda.
[3]
Si el arte de los años sesenta y setenta
estuvo marcado por una acusada tendencia a la desmaterialización (happenings,
body art, etc.) que el net art pareció sancionar
con su existencia meramente virtual, en la última década las prácticas
artísticas en torno a los medios digitales y la comunicación en red parecen
haber virado hacia la materialidad, viraje que intentan recoger términos como Post-digital,
Post-internet o New Aesthetics (James Bridle).
[4] La máscara como espacio de divergencia
política cuenta con una visualidad muy concreta en la contemporaneidad de la
que la portada de Time de la Persona del Año de 2011 es un ejemplo paradigmático:
en ella "El manifestante" se representa como una cara oscurecida
cuyos ojos son apenas visibles. Por otra parte, su vinculación con la
desobediencia, evidentemente relacionada con la desinhibición pareja al
anonimato, fue ya señalada por Batjin, que la
vinculaba a la transgresión en tanto que parte medular de los rituales
catárticos y potencialmente subversivos del carnaval (1994).
[5] En 2008, Nicholas O. Rule y Nalini Ambady publicaron un
estudio en el Journal of Experimental Social
Psychology que afirmaba que la orientación sexual
masculina se puede calcular con precisión a través del rostro.
[6] Por una parte, esto contraviene las
tradicionales nociones del rostro como un sitio de identidad subjetiva, ética y
personalidad individual mientras que por otro estas tecnologías entroncan con
ensayos previos de taxonomización de la fisonomía humana fuertemente
ideologizados como la antropometría o la frenología, esfuerzos decimonónicos
que, bordeando lo pseudocientífico, empleaban a menudo criterios capacitistas,
clasistas, sexistas y homófobos.